28 de mayo de 2006

Carta desde Europa

Stephan Sberro
Stephan Sberro es doctor en Ciencias Políticas, Université Sorbonne-Nouvelle (París III), Francia. Actualmente es codirector nacional del Instituto de Estudios de la Integración Europea, en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM).
28 de mayo de 2006

Impotente, perpleja y molesta, Europa observa la evolución política en América Latina. Esta evolución aleja dos continentes que en 1999 en Río de Janeiro proclamaban su voluntad de alianza estratégica. Pero esta alianza está más carente de contenido hoy que nunca.

En el discurso oficial europeo, América Latina era la región políticamente más cercana por dos razones. La primera es evidente pero poco útil para una alianza estratégica real y viable: la cultura (incluyendo la lengua y las religiones) y los valores son en gran parte comunes. La segunda es más concreta. Europa quiere promover un nuevo modelo de relaciones internacionales basado en un mundo multipolar constituido por grupos regionales. Estados Unidos y Canadá, China, Japón, la India, el mundo árabe, Rusia por ejemplo.

En esta visión, la Unión Europea podía aspirar finalmente al estatuto de potencia, mientras América Latina podía constituir una pieza clave. Ninguno de estos dos sueños está cerca de hacerse realidad. Para lo que atañe a América Latina, los europeos constataron con consternación en Viena que sus supuestos socios estratégicos les fallaban en los dos ámbitos en los cuales se suponía iba a estribar la alianza, por una razón única: los progresos del populismo.

Esta progresión aleja a América Latina de la democracia y del estado de derecho. También la aleja del ideal de integración regional.

Cuba no es un modelo pero sí una referencia, y un apoyo para los gobiernos de Venezuela y Bolivia. Asimismo, es ominoso constatar que se trata también del único país del continente que mantiene malas relaciones con la Unión Europea, sin perspectiva de mejoría, sobre todo por el atropello a los derechos humanos pero también por las posiciones asumidas por la diplomacia de Fidel Castro en los foros internacionales.

Más concretamente, en la Cumbre de Viena los europeos observaron con desolación como los gobiernos de Chávez y Morales destrozaban intentos de integración regional, como la Comunidad Andina de Naciones o el Mercosur, que ellos han apoyado históricamente (incluyendo mandando especialistas y financiando la cooperación interna). Con la embestida "bolivariana", estos dos grupos se están debilitando y dividiendo hasta tal punto que una explosión parece posible.

La ruina de la "alianza estratégica" entre los dos bloques se puede medir con una consideración: América Central, con todo y sus crisis política, económica y social, y su dependencia de Estados Unidos, constituye hoy el más sólido baluarte de los ideales europeos en América Latina.

Mientras tanto, los europeos deciden concentrarse en Brasil y México para no desaparecer políticamente del continente.

16 de mayo de 2006

El impasse mexicano desde la perspectiva latinoamericana

Resumen: La parálisis de las reformas propuestas por Vicente Fox ha generado molestias con el sistema político mexicano, en especial con la división de poder entre el legislativo y el ejecutivo. En este ensayo se argumenta que es erróneo situar el problema del impasse legislativo en el gobierno divido y el egoísmo de los legisladores. Según los datos, tanto de México como de otras naciones, no hay diferencias significativas en el desempeño económico y reformador de gobiernos unificados y divididos. La aprobación de reformas tiene más que ver con premios y castigos a los opositores al cambio.

Eric Magar es doctor en Ciencia Política por la University of California, en San Diego, y jefe del Departamento de Ciencia Política del ITAM. Vidal Romero es doctor en Ciencia Política por la Stanford University. Actualmente, ambos son profesores-investigadores de tiempo completo en el ITAM.


. . . En sentido real, la fuerza del presidente de México es un espejismo.

--Raymond Vernon, 1966

LA IRRUPCIÓN DEL GOBIERNO DIVIDIDO EN MÉXICO Y AMÉRICA LATINA

En elecciones críticas en 1997 y 2000 México entró directamente al círculo de las democracias sin adjetivos. Desde entonces, para beneplácito de muchos la política mexicana se decide primordialmente en elecciones competitivas. Sin embargo, el festejo fue muy pronto remplazado por el desencanto, cada vez más extendido entre comentaristas y observadores políticos, como sucede también con el menosprecio de parte de la administración de Vicente Fox, del Partido Acción Nacional (PAN). El ánimo crítico se ha nutrido de acusaciones de ineficacia e ineptitud, de denuncias por los escasos resultados del actual gobierno y por el incumplimiento de las muchas promesas de reforma hechas en la campaña de 2000. El mexicano no es un caso aislado, más bien parecería ser un capítulo más de una historia común en América Latina.

Entre los fracasos del presidente Fox sobresale la reforma estructural de la economía. Para los defensores del mercado, estas reformas son una condición sine qua non para que la economía mexicana crezca a buen ritmo, obtenga un mejor provecho del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y coloque al país en mejores condiciones para competir con las pujantes economías emergentes de Asia y Europa del Este.

La creciente pluralización de la arena electoral mexicana, la misma que deterioró sin remedio la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y democratizó el régimen, inauguró también una era de gobierno dividido, fenómeno no visto en México desde la década de 1920. Este fenómeno ocurre cuando el partido del presidente no cuenta con una mayoría en una o ambas cámaras del congreso. Comparado con el gobierno unificado, dada la diferencia de intereses, tanto en el interior de la legislatura como entre la legislatura y el ejecutivo, ello vuelve áspero el proceso legislativo y dificulta llevar a cabo cambios importantes al statu quo.

En este ensayo argumentaremos que el fracaso de las principales reformas pendientes no es, como a menudo se infiere, resultado del advenimiento del gobierno dividido en México. En la siguiente sección sostendremos que el impasse mexicano en los rubros fiscal, laboral y energético -- señalados como los de atención más urgente en la agenda mexicana -- se instaló en realidad desde hace mucho tiempo. Los primeros intentos fallidos de reforma ocurrieron hace más de una década. El cambio que se percibe actualmente es, de hecho, producto de la democracia misma, ya que los fracasos negociadores del pasado sucedían a puerta cerrada, y hoy se desarrollan ante la mirada pública. Más adelante, abordaremos el problema desde una perspectiva comparada para intentar demostrar que el gobierno unificado no es la panacea para todos los males. En la experiencia de América Latina de los últimos 20 años, los gobiernos unificados tampoco han alcanzado un registro reformador mucho más alto que el de los gobiernos divididos. Por ejemplo, Carlos Andrés Pérez en su segundo mandato como presidente de Venezuela nunca consiguió que su propio partido, Alianza Democrática, apoyara sus propuestas de reforma económica. En cambio, un congreso dividido no impidió que Fernando Henrique Cardoso estabilizara la macroeconomía brasileña ni llevara a cabo importantes privatizaciones. En síntesis, no hay garantía de que lo que se bloquea en un gobierno dividido sea aprobado por un gobierno unificado.

Ante la perspectiva de que el gobierno dividido llegó a México para quedarse por un rato, no faltan voces que sostengan la conveniencia de reformar el sistema electoral para restaurar cláusulas de gobernabilidad, o cuando menos facilitar mayorías al ejecutivo en el congreso. Tampoco faltan partidarios del rediseño constitucional a fin de dejar la supervivencia del jefe del ejecutivo en manos del congreso y, así, generar alicientes para la cooperación entre los poderes en el proceso legislativo. Si nuestro argumento es correcto, existen menos razones para preocuparse por el gobierno dividido, tanto en México como en otros sistemas presidenciales de la región. Creemos que estos llamados son un tanto apresurados. El gobierno dividido es un fenómeno democrático normal, esperable cuando se combina un electorado heterogéneo en sus intereses con instituciones que exigen un alto grado de consenso para poder tomar decisiones importantes. Así, la posibilidad de reformar tiene que ver con la distribución de preferencias del electorado y sus representantes, filtradas por las instituciones que permiten la negociación y el intercambio, más que con la buena voluntad y el espíritu altruista del presidente y los legisladores. Concluimos el ensayo con un análisis de las posibilidades de negociación con un gobierno dividido en regímenes presidenciales.

LAS REFORMAS PENDIENTES EN MÉXICO DESDE HACE MÁS DE 40 AÑOS

Desde mediados de la década de 1980, y sobre todo en la de 1990, el sistema económico de México experimentó una transformación profunda. En lo que representó un vuelco hacia la derecha tras la bancarrota de 1982, la llamada reforma estructural imprimió prudencia a las finanzas públicas, adelgazó sustancialmente el sector paraestatal y expuso los mercados al comercio exterior. En términos generales, la mudanza estructural tendió a privilegiar al mercado como rector del quehacer económico. Pero la reforma quedó inconclusa; dejó importantes sectores sin liberalizar. Aunque no son pocos los que aventuran la necesidad de echar atrás toda la reforma de mercado debido a sus magros resultados, tres son los principales rubros pendientes a juicio de los defensores del mercado: las reformas fiscal, laboral y energética. Estas tres sobresalen por su relevancia para que México esté en condiciones de sostener un buen ritmo de crecimiento económico. En entrevista realizada el pasado 30 de noviembre por Mario Vázquez Raña, para la Organización Editorial Mexicana, el presidente Fox estimaba que, de aprobarse las reformas estructurales que propone, la economía mexicana crecería anualmente entre 5 y 6 por ciento.

Hoy que el déficit y el endeudamiento se descartan a priori, la reforma fiscal estriba en la necesidad de dotar al gobierno de recursos para actuar. México se encuentra en un nivel de recaudación cercano a la mitad del promedio alcanzado por naciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Para mejorar la cantidad y calidad de la educación, para garantizar la seguridad pública o para desarrollar la infraestructura propicia a la inversión directa y productiva se necesitarán enormes inversiones por parte del gobierno, inversiones que resultan prohibitivas con la menguada capacidad recaudatoria actual.

La reforma laboral radica en la necesidad de flexibilizar el mercado de trabajo para alentar la inversión productiva y así poner un freno a la emigración, al desempleo y al engrosamiento del sector informal. El cambio propuesto implica quitar el monopolio de contratación a los sindicatos, eliminando la obligatoriedad de los contratos colectivos, así como reducir la injerencia del gobierno en las relaciones obrero-patronales para hacer voluntarias las quejas ante las Juntas de Conciliación y Arbitraje. Esto requiere reformas constitucionales.

En el caso de la reforma energética, el motor del crecimiento económico acelerado consume grandes cantidades, entre otras cosas, de electricidad, y pide precios razonables. Esto implica una mayor inversión en la producción y distribución de energía eléctrica. Puesto que en este rubro la constitución establece límites a la inversión privada, el gobierno debe ser el que realice la mayor parte de la inversión y garantice el abasto. Pero, al igual que en otros rubros, el gobierno mexicano no puede sufragar tales inversiones. Observamos así un cuello de botella cada vez más apretado que parece poner en jaque el desempeño económico futuro.

Como ya se mencionó, mucho del desencanto con la administración Fox proviene de su incapacidad para lograr las reformas -- ante la obstinación del congreso -- y cumplir con muchos otros resultados que prometió durante su campaña electoral. Pero no hay que pasar por alto que las administraciones priístas previas a Fox tampoco llevaron a cabo estas tres reformas, incluso a pesar del ímpetu reformador de los presidentes De la Madrid (1982-1988), Salinas (1988-1994) y Zedillo (1994-2000), y de que, por esos años, existían las condiciones para que el presidente ejerciera el control centralizado del proceso legislativo y de la reforma constitucional (véase Jeffrey Weldon, "The Political Sources of Presidencialismo in Mexico", en S. Mainwaring y M.S. Shugart (comps.), Presidentialism and Democracy in Latin America, 1997).

De hecho, detectamos indicios de que la reforma fiscal está en el congelador desde la década de 1960. Considérese el siguiente extracto de un clásico, El dilema del desarrollo en México, de Raymond Vernon (1966):

El nivel de inversiones públicas internas depende parcialmente de la capacidad y disposición del gobierno para recaudar impuestos y en parte de su habilidad para obtener utilidades de las empresas descentralizadas. La disposición y capacidad para recaudar impuestos están limitadas por [ . . . ] una prolongada tradición de evasión y corrupción [así como] por limitaciones técnicas en el aparato de recaudación de tributos [ . . . ] Como resultado, aunque el gobierno mexicano todavía tiene capacidad suficiente para maniobrar en el proceso de hacer modestas revisiones de la estructura impositiva [ . . . ] parece incapaz, por el momento, de recaudar más del 10 o el 11% de la producción nacional bruta en forma de contribuciones.

Aunque estas afirmaciones le vienen como anillo al dedo a la presidencia de Vicente Fox (el único cambio significativo es que hoy el gobierno recauda alrededor de 18% del PNB), el catedrático de Harvard University se refería en realidad a las de los presidentes Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) y Adolfo López Mateos (1958-1964), en el apogeo de la hegemonía del PRI. A pesar de que por aquellos años el PRI ostentaba mayorías de entre 95 y 100% en las cámaras del congreso, y de que al presidente se le reconocía el liderazgo centralizado de su partido, Vernon argumenta que el halo de omnipotencia presidencial era en gran medida simbólico. En los asuntos capitales, entre los que Vernon destaca la reforma fiscal, el presidente mexicano estaba en realidad dentro de una camisa de fuerza política, sostenida firmemente por los grupos de interés relevantes, que le imposibilitaron tomar medidas para acelerar el crecimiento económico de México.

En el caso de la política laboral, hay indicios de que la imposibilidad de reformar data del sexenio del propio presidente Salinas, el gran reformador. En sus memorias (México, un paso difícil hacia la modernidad, 2000) narra su frustrado intento de convencer a la cúpula sindical de las bondades de su propuesta de reforma constitucional:

La tarde del 17 de noviembre de 1993 [ . . . ] me entrevisté con el dirigente de los trabajadores, Fidel Velázquez, y con Arsenio Farell, el secretario responsable del área laboral. La reunión estaba planeada para plantear al líder obrero la conveniencia de promover ante el Congreso una iniciativa de reforma al artículo 123 de la Constitución. [Mientras exponía,] don Fidel empezó a moverse inquieto en su sillón. Pero más intranquilo se mostraba el Secretario del Trabajo [ . . . ] Quien primero dio la voz de alarma en contra de la propuesta fue el Secretario del Trabajo: para mi profunda sorpresa, pues le había comentado con anterioridad la reforma, se opuso totalmente a ella [ . . . ] Don Fidel se sumó a la resistencia [ . . . ] No tuve más remedio que acceder.

A Salinas no pareció bastarle que su partido tuviera entonces el control de 64% de los escaños de la Cámara de Diputados y de la virtual totalidad del Senado. Previó una fuerte oposición dentro de su propio partido, y ello fue suficiente para frustrar la reforma laboral de manera silenciosa. El trasfondo de este episodio es la reacción anticipada. Si A prevé que, sin remedio, B echará atrás su propuesta, y A no espera ganancias de este rechazo, lo conveniente es contenerse y no proponer nada. Como resultado: no se observa conflicto entre A y B (en este caso, segmentos del PRI), lo cual está lejos de significar que no existiera.

Sobre la fallida reforma energética, en específico la producción y distribución de energía eléctrica, existe entre los mexicanos una oposición mayoritaria a cambios en este rubro. Es significativo que en una encuesta realizada por ARCOP en 2004 a 1186 entrevistados, dos de cada tres de ellos respondieran "gobierno" al preguntárseles si creían que la electricidad es una actividad que debería estar en manos del gobierno o de particulares. Esta proporción se sostiene entre grupos de edad, lo que permite concluir que el fuerte conservadurismo de los mexicanos en materia de energía e hidrocarburos se transmite de generación en generación y, por tanto, viene de tiempo atrás. El único elemento optimista que se desprende del fracaso de la reforma eléctrica de Fox es que los partidos parecen transmitir esta preferencia del electorado hasta el gobierno. Algo esperable y normal en una democracia con frenos y contrapesos.

Así, observamos que, incluso en periodos de gobierno unificado en México, cuando el régimen no era democrático y los costos de formar mayorías eran relativamente bajos, no se consumaron reformas similares a las que ahora intenta el gobierno de Vicente Fox. En materias fiscal, laboral y energética, el fracaso reformador no es solamente atribuible a la democracia y al advenimiento del gobierno dividido, sino que responde a conflictos de interés muy profundos. En esto México parece no haber cambiado. Lo que definitivamente sí cambió ocurrió en otro plano: el de la visibilidad del conflicto político. La competencia por influir en la política pública, que antes se desarrollaba tras bambalinas, en reuniones de camarillas políticas con ceniceros repletos y total hermetismo, hoy se da en un ambiente mucho más abierto y transparente.

El ejecutivo y el legislativo discuten abiertamente las diferencias en sus proyectos. Intercambian acusaciones y se recriminan su mutua falta de compromiso con el país. Los analistas reprochan la falta de voluntad política y capacidad negociadora de los partidos. Y muchos ciudadanos culpan al sistema y a los políticos por su ineficacia para lograr acuerdos y llevar a buen puerto las reformas que mejorarán, o al menos eso se piensa, su situación. El impasse actual se compara con los tiempos "dorados", cuando un mismo partido controlaba ambas ramas de gobierno y el conflicto público era prácticamente invisible. Así, parecería que un gobierno dividido es lo que dificulta los acuerdos entre actores políticos y, a su vez, la viabilidad de las reformas propuestas por el ejecutivo. Sin embargo, estas diferencias de intereses no por estar ocultas dejan de existir entre los actores políticos, aun cuando sean del mismo partido. Es fácil pasar esto por alto.

EL ÍMPETU REFORMISTA DE GOBIERNOS UNIFICADOS Y DIVIDIDOS

Muy lejos de ser una rareza mexicana, el gobierno dividido es un fenómeno común en democracias presidenciales. Por ejemplo, dos de cada tres años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial el presidente estadounidense ha carecido de una mayoría en el congreso. En Chile, desde 1990 en que retornó a la democracia, se ha experimentado el gobierno dividido dos de cada tres años; mientras que Venezuela lo hizo más de la mitad del periodo entre 1959 y 1999. En conjunto, la región latinoamericana ha vivido con gobierno dividido 52% de los años entre 1985 y 2000. En democracias parlamentarias, el ejecutivo también puede (y suele) carecer de una mayoría legislativa, produciendo gobiernos minoritarios, similares al gobierno dividido. Entre 1945 y 1987, la tercera parte de los gobiernos emanados de los parlamentos de 12 democracias continentales europeas fueron de carácter minoritario (Michael Laver y Norman Schofield, Multiparty Government, 1991).

El debate actual sobre la conveniencia de cambiar las instituciones para acabar con el gobierno dividido es la versión mexicana de un debate mucho más amplio. En Estados Unidos, James Sundquist, por ejemplo, hizo un llamado a reformar la constitución para remediar la marcada ineficacia de su gobierno, evidenciada a su parecer con gran elocuencia por la tardía respuesta a la Gran Depresión o la dificultad para contener el pantagruélico déficit gubernamental de la década de 1980 (Constitutional Reform and Effective Government, 1986). En el contexto latinoamericano, Juan Linz llegó a preguntarse si la inestabilidad que experimentó la democracia en la región a lo largo del siglo XX no es, de hecho, producto del sistema presidencial y su marcada proclividad a la parálisis. En aras de la estabilidad, Linz instó a las jóvenes democracias a establecer el parlamentarismo como forma de gobierno ("Presidential or Parliamentary Democracy: Does it Make a Difference?", en J. Linz y A. Valenzuela (comps.), The Failure of Presidential Democracy: Comparative Perspectives, 1994).

A nuestro parecer, estos llamados son un tanto alarmistas, y responden a un mal entendimiento, muy generalizado, de cómo se toman decisiones en las instituciones del presidencialismo. Es significativo que incluso en Estados Unidos, que es por mucho el sistema mejor estudiado por la ciencia política, no exista un consenso sobre los efectos del gobierno dividido. Tras peinar las primeras planas de los principales diarios estadounidenses para detectar las iniciativas de ley más importantes que se discutieron en el Capitolio entre 1946 y 1990, David Mayhew no encontró pruebas significativas de que el gobierno unificado fuera más productivo en éstas que el gobierno dividido (Divided We Govern, 1991). La medida de importancia de Mayhew no deja de tener ciertos problemas de validez, y otros estudios académicos han refutado sus hallazgos, pero nos dan una buena idea del estado del debate en Estados Unidos.

Volviendo a México, tampoco encontramos indicios de la parálisis total con el gobierno dividido que se desprende de la lectura de las columnas de muchos analistas. Jeffrey Weldon proporciona un resumen de la actividad legislativa reciente en México que presentamos en el cuadro 1. En sus datos se detecta no una reducción, sino un sorprendente aceleramiento en la aprobación de iniciativas en las cámaras del Congreso de la Unión. Aunque debemos tomar esta evidencia con cierto escepticismo, porque siempre es posible que entre los números brutos se oculten diferencias importantes en el sentido y contenido de la legislación, no deja de sorprender que los diputados aprobaron más del doble de iniciativas en el segundo año de Fox (2001-2002) que en el segundo de Zedillo (1995-1996), y entre 3 y 4.5 veces más en los años subsecuentes. Lo que sí se hace patente en los datos es la reducción en el récord de bateo del presidente en el campo legislativo, en ambas cámaras. El presidente fue el autor del mismo número de iniciativas aprobadas (32) en los años legislativos 1996-1997 y 2004-2005, pero si en el primero representaban 73% de las iniciativas aprobadas, en el segundo sólo lo hicieron 11%. De ninguna forma esto quiere decir que haya parálisis, sólo que en el gobierno dividido el presidente no es ni el único, ni el principal legislador en México.

En un plano más general, lo arrojado por el estudio tampoco permite confirmar el argumento de que los gobiernos unificados tengan un mejor desempeño económico que los divididos. Si esto fuera cierto, esperaríamos un crecimiento mayor, una inflación menor o un flujo de inversión extranjera mayor cuando el presidente goza de una mayoría parlamentaria que en el caso contrario. La información que aparece en el cuadro 2 contradice estas expectativas. De hecho, y aunque las diferencias no son significativas, los gobiernos divididos de 18 países de América Latina entre 1985 y 2000 mostraron mejores niveles de inflación e inversión extranjera directa que los unificados, mientras que estos últimos crecieron ligeramente más. En cualquier caso, estas diferencias son pequeñas.

En cuanto a llevar a cabo reformas estructurales, tampoco encontramos pruebas de que los unificados sean gobiernos más exitosos que los divididos. Podemos tomar como vara de medir el cambio anual de los índices de reformas estructurales de Eduardo Lora, que presentamos en el cuadro 3. Los índices reflejan el avance relativo en liberalizar cinco rubros de actividad económica en 19 países de América Latina y el Caribe entre 1985 y 1999, otorgando una calificación anual entre cero (para el país menos reformador en el periodo) y uno (para el más reformador). Es patente que, en tres de los cinco rubros que contempla, así como en el índice agregado, los gobiernos divididos mostraron cambios promedio ligeramente mayores (es decir, mayor liberalización) que los de gobierno unificado. En todo caso, la diferencia en los cambios entre ambos regímenes se encuentran cerca del cero, lo cual indica que hubo buenos y malos reformadores en más o menos la misma proporción tanto en el grupo de gobiernos unificados como en el de divididos.

Así, está claro que ni el gobierno unificado trae necesariamente la bonanza económica, ni es la plataforma que inevitablemente consigue fuertes cambios al statu quo. Hay que desmitificar al gobierno unificado.

GOBIERNO DIVIDIDO, COSTOS DE TRANSACCIÓN Y CÓMO REFORMAR

Los gobiernos unificado y dividido tienen, cada uno, sus pros y sus contras. Ninguno es, positiva ni normativamente, superior al otro en todos los aspectos. Más bien, existe una tensión entre la coherencia de la política pública y su representatividad. Si el gobierno unificado tiende a producir programas más coherentes y a hacerlo con mayor agilidad que el dividido, este último tiende a conseguir que una mayor gama de intereses se vean representados en los resultados a costa de un proceso de aprobación más accidentado.

La coherencia entre las distintas partes de un programa de gobierno suele facilitar la consecución rápida y sin obstáculos de los objetivos de un grupo de la sociedad. Pero el atributo de agilidad en producir política pública de ninguna forma imprime sabiduría a las decisiones. Los objetivos alcanzados pueden o no coincidir con los intereses de la mayoría de la ciudadanía, por lo que no hay garantía de que sean "lo mejor para el país". La expropiación de la banca en México en 1982 -- una medida que como pocas contribuyó a desalentar la inversión privada en el país -- la tomó un gobierno unificado, con una agilidad legislativa extraordinaria. Lo que sí es dado esperar del gobierno unificado es que los intereses del ejecutivo serán más parecidos a los del legislativo que en el caso del dividido, pero eso es todo.

La representatividad de la política juega a favor de la democracia. La oposición del congreso, muy esperable en gobiernos divididos, induce al ejecutivo a considerar otros puntos de vista, además del propio, en el diseño de su programa. En caso de resultar aprobados, los elementos del programa habrán acomodado un número mayor de intereses. Aquí el problema es simétrico al discutido anteriormente: a medida que aumenta el número de intereses distintos que es necesario agregar, los acuerdos no sólo se dificultan (el gobierno pierde agilidad y poder de decisión) sino que el resultado puede contener tantos elementos contradictorios que resulte ineficaz para resolver los problemas que se intentaba superar.

No hay que perder de vista que un gobierno unificado y un gobierno dividido son sólo dos configuraciones de preferencias ciudadanas distintas, ambas regidas por las mismas reglas de juego. Una de las ventajas del régimen presidencial, con su elección separada de ejecutivo y legislativo, es que cuando una sociedad se encuentra dividida sobre un asunto, ambos lados del conflicto, con toda probabilidad, encontrarán sus intereses representados en las instancias de decisión política. El costo es el inevitable entorpecimiento del gobierno, pero se gana una mejor representación de las minorías.

Otra manera de concebir la tensión es mediante la noción de costos de transacción. Por ello debemos entender la inversión en recursos de diversa índole (por ejemplo, tiempo, dinero, concesiones o creatividad) necesaria para obtener resultados. Por la presencia de intereses más heterogéneos, el gobierno dividido aumenta los costos de transacción en el proceso legislativo, pero no necesariamente los vuelve infranqueables. Por otro lado, nada garantiza que éstos desaparezcan cuando se unifica el control del gobierno. Algo que se traba con un gobierno dividido, como las tres reformas mexicanas con Fox, también puede fracasar con un gobierno monocolor.

Dado que se espera que el gobierno dividido no desaparezca mañana en México, en vez de preguntarnos si es mejor el gobierno unificado y forzar mayorías artificiales, es más conveniente discutir las posibles estrategias de negociación en el gobierno dividido. En el fondo, lo que urge en México es un mejor entendimiento del sistema presidencial en general, y del gobierno dividido en particular, para saber mejor cómo se legisla cuando los costos de transacción son relativamente elevados y las reformas implican grandes cambios al statu quo.

Existen varias estrategias de negociación. Considérese primero una de las más recurrentes: otorgar concesiones al adversario. Estos paliativos pueden estar en el mismo ámbito que se busca cambiar en la negociación, diluyendo el alcance de la reforma; o bien pueden llegar en otros ámbitos de política pública. Las recientes reformas al sector de telecomunicaciones en América Latina hicieron concesiones del primer tipo a los sectores nacionalistas más recalcitrantes en México y Argentina (véase Victoria Murillo, "Political Bias in Policy Convergence: Privatization Choices in Latin America", World Politics, vol. 54, núm. 4, 2002). Las cláusulas de privatización contenían límites expresos a la inversión extranjera. Así, las reformas en estos casos fueron posibles gracias a que el ejecutivo adaptó su propuesta a las preferencias de los actores relevantes para su aprobación. El ejecutivo pierde en tanto sus preferencias no son llevadas a la práctica como él hubiera deseado, pero gana en que la reforma matizada por otros actores le resulta mejor que no reformar.

En otros casos, los presidentes a menudo recurren a pagos compensatorios para obtener el apoyo de sus adversarios. Tal fue el caso del PAN en los años de Salinas, que exigió transparencia en la arena electoral y el reconocimiento de sus victorias en las urnas a cambio de aprobar por votos las modificaciones constitucionales de la reforma económica. Asimismo, hay pruebas materiales de que la posición ideológica del adversario incide en el tamaño de las concesiones: los partidos de izquierda en América Latina, entre 1985 y 1999, exigieron sistemáticamente pagos en forma de gasto electoral mayores que los de derecha para dar su apoyo al programa de privatización del presidente. Esto obedece a que conforme la postura del partido y sus electores esté más alejada de la política propuesta, mayores costos electorales y de imagen enfrentará el partido político. Las reformas neoliberales propuestas por Menem en Argentina y Salinas en México enfrentaban a sus propios partidos políticos -- el Partido Justicialista (PJ) y el PRI, respectivamente -- , que tenían un largo historial de populismo. Menem compensó a sus aliados con mayores transferencias a sus provincias y Salinas puso en práctica amplios programas sociales dirigidos a la clientela del PRI.

Existen ingeniosas estrategias de negociación y no tan evidentes como las anteriores. Cuando resulta difícil ablandar a un adversario, puede resultar útil recurrir a terceros partidos, más influyentes. Samuel Kernell ha mostrado el uso sistemático, y casi siempre con éxito, que los presidentes estadounidenses han hecho de la televisión para solicitar en anuncios solemnes al electorado que por el bien de la nación escriban a sus congresistas para que cese su oposición a los planes del ejecutivo (Going Public: New Strategies of Presidential Leadership, 1986). Si esto no funciona, siempre es posible intentar reemplazar al adversario por otro menos duro. Hay pruebas de que los asambleístas estatales y gobernadores en Estados Unidos utilizan sistemáticamente el veto como una herramienta de promoción electoral. El uso estratégico del veto, y la confrontación abierta (y para muchos de mal gusto) que resulta, permiten a cada lado de la disputa arengar a sus filas en busca del gobierno unificado en la siguiente elección.

CONCLUSIÓN

Acusar al gobierno dividido de la parálisis en el tema de reformas estructurales equivale a culpar al electorado mexicano, que es quien al fin y al cabo el que decide la conformación de los poderes del gobierno. El electorado, sin embargo, no se equivoca, por la simple razón de que no es un actor unitario con una voluntad general y armónica. Por el contrario, el electorado es un conjunto de intereses individuales distintos y contradictorios.

Concedemos que sería preferible que el presidente en México pudiera llevar a cabo su proyecto de gobierno político. No obstante, no es menester reformar las instituciones para simplificar esta tarea. Es responsabilidad de los emprendedores políticos y sus partidos volver a aprender a construir mayorías. Su trabajo consiste en abrir nuevas líneas de enfrentamiento político que superen el actual impasse en el electorado. Negociar implica dar para recibir. Resulta ingenuo pensar que los opositores a las reformas las aprobarán altruistamente porque constituyen lo mejor para el país. Los frenos y contrapesos de nuestra constitución, que exigen altos niveles de consenso para tomar las decisiones de gran importancia, tienen razones sobradas para existir, expuestas magistralmente por Madison y sus coautores del Federalista. Sería poco prudente hacerlas a un lado para sobreponer un conflicto coyuntural.

8 de mayo de 2006

La izquierda de Lagos vs. la izquierda de Chávez

Resumen: Si bien Hugo Chávez se ha convertido en esta década en el dirigente político más popular en América Latina, el legado que deja Ricardo Lagos es más duradero y útil para las causas defendidas por la izquierda: justicia social, libertad e igualdad. Mientras el legado del líder venezolano se construye a partir de discursos antagónicos con la globalización, la consolidación democrática y el libre comercio, el modelo de izquierda impulsado por Ricardo Lagos se sustenta en la globalización, se apropia de los principios de la libre competencia y promueve la consolidación democrática.

Patricio Navia es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Diego Portales, en Chile, y profesor de Política de América Latina en la New York University. Es columnista del diario La Tercera y de la revista Capital.


EL LIDERAZGO IZQUIERDISTA DE HUGO CHÁVEZ

Porque ha sabido consolidarse como un actor relevante en la política latinoamericana, Chávez es considerado por muchos como el nuevo referente de la izquierda regional. Después de que ese lugar fuera ocupado indiscutiblemente por Fidel Castro durante décadas, Hugo Chávez (1954) es hoy el izquierdista más influyente de América Latina. Si bien su popularidad regional era ya evidente cuando llegó al poder, el frustrado intento de golpe en su contra en abril de 2002 le permitió convertirse en el principal líder de la izquierda tradicional de América Latina. Porque tenía todos los atributos tradicionalmente asociados con la izquierda -- discurso incendiario de justicia social, admiración irrestricta a la revolución cubana, denuncias contra el capitalismo y la globalización y una evidente enemistad con Estados Unidos -- , Chávez pudo alzarse como el nuevo símbolo de una izquierda latinoamericana que ya parecía agotada.

A diferencia de la izquierda revolucionaria de los años sesenta, el modelo de Chávez privilegiaba la revolución en democracia. Aun si algunos la definieron como hiperdemocracia (o democracia con esteroides), Chávez llegó al poder y se ha mantenido en la presidencia legitimado por el voto de los venezolanos. Aunque existan cuestionamientos fundados a los procedimientos de la democracia chavista, la diferencia más importante entre su estilo y el de Castro es el apego formal de Chávez a las herramientas de la democracia representativa.

Pero celebrar elecciones no es lo mismo que promover y consolidar la democracia. Desde que ganó las elecciones presidenciales de 1998 con 56.2% de los 6.5 millones de votos válidamente emitidos, Chávez Frías dejo en claro su intención de transformar profundamente el orden institucional de su país. Chávez obtuvo una amplia victoria (71.8% de 4.8 millones de votantes) en el referéndum consultivo para una nueva constitución en abril de 1999. En diciembre del mismo año, 87.7% de los 4.1 millones de votantes que acudieron a las urnas la ratificaron. Chávez logró una segunda victoria en la elección presidencial de 2000, con 59.8% de los 6.3 millones de votos válidos. En las parlamentarias de diciembre de 2005 -- celebradas pese al boicot de los principales partidos de oposición -- , el Movimiento de la V República de Chávez logró 89% de los 3.3 millones de votos válidamente emitidos. [1]

Aunque Chávez ha ganado legitimidad a través de los votos, varios indicadores independientes subrayan la debilidad de la democracia venezolana. Además de niveles decrecientes de participación y del boicot (contraproducente) de la oposición a las recientes elecciones, la autonomía e independencia de las instituciones democráticas venezolanas han sido puestas en entredicho por respetados observadores independientes. La debilidad o falta de mecanismos de pesos y contrapesos permite poner en tela de juicio la calidad de la democracia en ese país. Aunque algunos aleguen que las responsabilidades son compartidas por los partidos de oposición a Chávez y por las fallas de los partidos que gobernaron el país durante los años del Pacto de Punto Fijo, pocos se animarían a sugerir que la democracia venezolana goza hoy de buena salud. El fuerte liderazgo personalista de Chávez no es probablemente el único responsable de la fragilidad actual de la democracia, pero ciertamente Chávez no ha contribuido a construir instituciones democráticas sólidas. Seguramente el controvertido e incuestionable legado de Chávez en Venezuela no incluirá la consolidación democrática como una de sus contribuciones centrales.

La economía venezolana ha experimentado profunda inestabilidad durante los años de Chávez. Después de sufrir un crecimiento de -7.8% per cápita en 1999, el producto venezolano creció en 1.8% y 1.5%, respectivamente en 2000 y 2001. En 2002-2003 se produjo una nueva recesión (-10.5% y -9.3% per cápita). Gracias a los altos precios del petróleo, la economía se recuperó en 2004 (15.8%) y 2005 (aproximadamente 7.1%), por lo que el PIB per cápita de Venezuela es hoy todavía menor que el que existía antes de la llegada de Chávez al poder. [2] Peor aún, pese a que el gobierno ha dedicado cuantiosos recursos a programas sociales, las dramáticas fluctuaciones en las tasas de crecimiento y la alta inflación tendrán inevitablemente efectos nocivos de largo plazo en la pobreza y los niveles de desigualdad. Resulta sumamente difícil que las iniciativas de gasto social -- por más bien destinadas que estén -- puedan producir reducciones sustanciales en los niveles estructurales de pobreza y desigualdad sin que el país disfrute de un crecimiento económico sostenido y de bajas tasas de inflación.

Aunque Venezuela exportó más de 55000 millones de dólares en 2005 (más del doble que en dos años), su dependencia absoluta en su producción petrolera lo hace particularmente vulnerable a las fluctuaciones de precio. Pese a tener el balance comercial más saludable de la región (exportó 2.3 veces más de lo que importó en 2005), la economía venezolana no está plenamente integrada al comercio mundial. Más grave aún, si bien las exportaciones de petróleo son esenciales para la economía nacional -- y Estados Unidos es uno de los principales compradores del crudo venezolano -- , el presidente Chávez ha articulado un discurso antagónico a la globalización y el libre comercio. Aunque el desarrollo económico de su país depende de la actividad económica mundial -- y de la demanda de petróleo -- , Chávez ha privilegiado un discurso que recalca algunos de los (ciertamente reales) problemas asociados con la globalización, pero desconoce los (también incuestionables, en especial para el caso de Venezuela) beneficios que produce el avance del libre comercio mundial.

Así, no obstante que el desempeño interno de su gobierno haya sido menos que modesto y su contribución a consolidar la democracia sea cuando menos cuestionable, Chávez ha logrado consolidarse como un referente de la izquierda en la región. Si bien su capacidad para aumentar el gasto social y financiar programas destinados a los más necesitados depende del precio del petróleo, Chávez se ha convertido en un campeón de los enemigos de la globalización. Sus apariciones públicas en las que denuncia la globalización y a Estados Unidos son ampliamente celebradas por la izquierda. Su influencia en las campañas electorales en varios países de la región es también innegable, tanto por los alegatos sobre el supuesto financiamiento del gobierno venezolano a los candidatos de izquierda como por los insumos que ofrece el incendiario discurso anti-globalización y anti-Estados Unidos. Pero la legitimidad de Chávez en la izquierda latinoamericana se sustenta mucho más en la influencia que ha sabido ejercer en la región que en los resultados de su gestión como presidente. Si bien el legado de Chávez todavía se está forjando, resulta difícil defender la tesis de que Venezuela está hoy mejor que cuando Chávez asumió la presidencia. Pese a que Chávez parece tener la suficiente fortaleza y apoyo para ser reelegido en las elecciones presidenciales de diciembre de 2006, no resulta anticipado indicar que, en sus primeros siete años en el poder, ha contribuido poco a fortalecer y profundizar la democracia venezolana.

RICARDO LAGOS Y LA RENOVACIÓN DEL SOCIALISMO CHILENO

A diferencia de Chávez, Ricardo Lagos (1938) ha logrado ubicarse como un líder regional a partir del éxito de su gestión presidencial. Tanto sus adherentes como sus opositores concuerdan en que Chile está hoy mucho mejor que cuando Lagos asumió el poder. Mejor aún, ya hay suficientes pruebas para indicar que Lagos pasará a la historia como uno de los mandatarios más exitosos en la historia moderna de Chile. Es más, ahora que se dispone a abandonar el palacio de gobierno de La Moneda, Lagos acertadamente parece interesado en proyectar su influencia, liderazgo y legado más allá de las fronteras de su país.

Lagos se convirtió en el líder del socialismo chileno durante la última etapa de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Aunque se adhirió al gobierno de Salvador Allende -- quien lo nombró embajador en la Unión Soviética, cargo que no llegó a ocupar porque su ratificación no fue sancionada por el senado chileno -- , Lagos sólo desempeñó cargos académicos durante la fallida experiencia socialista de la Unidad Popular. Doctor en Economía por la Universidad de Duke, se autoexilió después del golpe de 1973 en Argentina y Estados Unidos. Poco después de haber comenzado a militar en el Partido Socialista en 1979, volvió a Chile para trabajar en un organismo internacional. Pero en la medida en que la dictadura se consolidó con la adopción de la Constitución de 1980, y que la oposición democrática de partidos de izquierda y de centro comenzó a unirse, Lagos empezó a desempeñar un papel más importante como intelectual público a favor de la transición a la democracia. Sin embargo, a pesar de su activa militancia en una de las varias facciones en que entonces estaba dividido el Partido Socialista, su principal contribución fue en el campo de las ideas.

Su contribución en 1983 en la formación de la Alianza Democrática (precursora de la Concertación) fue importante, pero no fue sino hasta su liderazgo en la consolidación del Partido por la Democracia en 1987 cuando Lagos se alzó como un dirigente importante en el socialismo renovado chileno. Su osado y espectacular desempeño en un programa de televisión en 1988 -- cuando encaró directamente al entonces dictador Pinochet ante las cámaras frente a la atónita mirada de algunos y el entusiasmo de otros que en sus casas pudieron percibir la vulnerabilidad del régimen -- lo consolidó como el principal líder de la izquierda renovada chilena. Su decisión de no competir por la nominación por la candidatura presidencial de la Concertación en 1989 con el aspirante de la Democracia Cristiana (DC), Patricio Aylwin, reflejó tanto la incuestionable ventaja del principal partido de centro para encabezar la transición como la prueba del visionario proyecto de largo plazo que Lagos y otros líderes de izquierda ya diseñaban para Chile. En ese entonces se decía que la transición chilena sería como la española (lo que implicaba que Aylwin sería Alfonso Suárez y Lagos, Felipe González); sin embargo, la sorpresiva derrota de Lagos como candidato al senado lo obligó a reinventarse con rapidez después de la contienda presidencial y parlamentaria de 1989. Como ministro de Educación del gobierno de Aylwin, Lagos pudo seguir en un primer plano del quehacer político chileno.

En 1993 sus aspiraciones presidenciales volvieron a verse frustradas al ser ampliamente derrotado en las elecciones primarias de la Concertación por el también demócrata-cristiano Eduardo Frei, quien lo nombró ministro de Obras Públicas. En ese cargo, Lagos encontró el camino que lo llevaría a conquistar la presidencia. Al asumir las enormes deficiencias en infraestructura del país, privilegió una estrategia que incorporaba la participación del sector privado en la construcción de costosas obras de infraestructura. Estos proyectos público-privados facilitaron tanto el desarrollo económico del país (permitiendo a los inversionistas obtener ganancias con sus inversiones) como la mejor asignación de los escasos recursos del Estado en proyectos que contribuyeran a mejorar la calidad de vida de los sectores más marginados. La llamada política de concesiones, impulsada por Lagos como ministro, pavimentó su propio camino a La Moneda. Asimismo, su exitosa labor en el ministerio, en un año en que la economía chilena experimentara una recesión, demostró la fortaleza del entonces indiscutido líder de la izquierda chilena.

Al asumir el poder, el 11 de marzo de 2000, Lagos se convirtió tanto en el tercer presidente consecutivo de la centro-izquierdista Concertación como en el primer socialista en llegar a La Moneda desde Allende. Su triunfo en la elección presidencial fue el más estrecho desde el fin de la dictadura pinochetista. Socialista y laico, por más que insistía en ser el tercer presidente de la Concertación, Lagos demostraba que también era el segundo socialista desde Allende. Al llegar a La Moneda, señaló, en alocución directa a Allende, pero sin nombrarlo:

Soy consciente de que desde estos balcones muchos se han dirigido al pueblo y aquí, en esta casa, uno de ellos dejó su vida y merece nuestro respeto [ . . . ] Si la imagen de la destrucción de este Palacio quedó grabada en la conciencia humana como un símbolo de la intolerancia, hoy aquí, esta tarde, los invito ahora a trabajar para que esta casa sea, en el siglo que nace, un símbolo universal de la capacidad del hombre de sobrevivir respetando los derechos de otro hombre [ . . . ] Pero también digo que no vengo a esta casa a administrar las nostalgias del pasado ni a mirar [hacia] atrás.

Esta referencia elíptica a la inmolación de Allende no fue la única que hizo Lagos. El 16 de enero de 2000, al confirmarse su triunfo presidencial en la segunda vuelta, comenzó su alocución señalando: "Gracias por estar aquí esta noche. Gracias por estar aquí Tencha Allende, representante de la dignidad de Chile". La mención a la viuda de Allende era una referencia velada y cuidadosa a la memoria del presidente mártir. En palabras de Borges en "El jardín de los senderos que se bifurcan": "Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla".

Las formas veladas de referirse a Allende demostraban tanto el difícil desafío de su gobierno como su determinación de construir un legado socialista diferente para Chile. Lagos entendía que tenía que construir un legado basado en el buen gobierno y en resultados concretos. La tasa de crecimiento económico, los indicadores de inflación, de desempleo y reducción de la pobreza serían los criterios que utilizarían los chilenos para evaluar a Lagos. Si la heroica forma en que Allende defendió con su vida el orden constitucional en 1973 lo convertía en el presidente que toda la izquierda chilena lleva en su corazón, sólo los incuestionables resultados de un buen gobierno harían de Lagos el modelo que todo futuro socialista chileno intentaría imitar en el momento de construir el socialismo del futuro.

Basándose en principios que privilegiaban el conservadurismo fiscal y la adopción de políticas destinadas a concentrar el gasto social en los más necesitados, la administración Lagos logró hacer frente a momentos difíciles en la economía chilena. Además del reconocido temor que la presencia de un socialista en La Moneda generaba entre el empresariado conservador altamente ideologizado, la economía internacional presentaba condiciones claramente desfavorables para Chile. Si bien la economía se expandió sólo levemente durante los cuatro primeros años de su sexenio (2.7% per cápita en promedio), los sólidos fundamentos macroeconómicos de la política fiscal permitían anticipar que el país se recuperaría cuando los vientos de la economía mundial comenzaran a soplar aires de recuperación. La tasa de crecimiento de 4.7%, y más de 6%, en 2004 y 2005, respectivamente, permitió que los sacrificios realizados durante los primeros años de su administración pudieran dar fruto en los últimos dos. Aunque el gasto social aumentó considerablemente desde el primer año, la mayor holgura presupuestaria ha permitido profundizar y financiar mejor una serie de programas de alto impacto en la reducción de la pobreza y la creación de la igualdad en las oportunidades de acceso a la salud y la educación. Debido a la estricta política de conservadurismo fiscal, el superávit del presupuesto ha alcanzado niveles sin precedentes gracias al favorable desempeño de la economía. En folclóricas palabras del ministro de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre, el gobierno saliente deja la economía lista tiqui-taca ("lista para la fiesta").

La determinación de Lagos de promover la integración de Chile al mundo mediante la firma de tratados de libre comercio (TLC) constituye una de las principales características de su gestión. Además de firmar TLC con la Unión Europea y Estados Unidos, Chile avanzó decididamente en su integración comercial con Asia y América Latina. Pese a haberse opuesto a la iniciativa de Bush de invadir Irak, defendiendo la autoridad de la ONU para sancionar la dictadura de Hussein, el gobierno de Lagos logró que Chile estrechara lazos con Washington. El envío de fuerzas de paz chilenas a Haití en 2004 demostró el buen estado de las relaciones entre ambos países. Mejor aún, la defensa de Lagos de la legalidad internacional y su apoyo a la ONU le valieron la admiración de la opinión pública mundial y la chilena (en especial cuando quedó claro que él no negociaba sus principios por más que pudiera estar en juego el TLC).

Pero el legado de Lagos trasciende la política macroeconómica y la integración comercial al mundo. La democracia se consolidó a pasos agigantados durante su sexenio. Además de una celebrada reforma constitucional, que puso fin a todas las cláusulas de democracia protegida que permanecían en la Constitución de Pinochet de 1980, la independencia y autonomía de las diferentes instituciones del Estado aumentaron considerablemente. Los pesos y contrapesos entre los diferentes poderes del Estado funcionaron mejor que nunca antes. La libertad de prensa se consolidó y las libertades individuales aumentaron en el papel y en la práctica. Los desagravios a las víctimas de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, así como los gestos simbólicos que permitieron consolidar y fortalecer el respeto por los derechos humanos y civiles de los chilenos, consolidaron avances importantes pero insuficientes iniciados durante las administraciones de Aylwin y Frei. Cuando Lagos asumió el poder, menos de 20% de los chilenos creía que el país estaba en la dirección correcta. Al finalizar su mandato, más de 60% de los chilenos cree que el país avanza en la dirección correcta. [3] La legitimidad de Lagos en el concierto internacional emana de la exitosa gestión que el primer presidente socialista después de Allende tuvo en su sexenio en La Moneda.

EL LEGADO DE LAGOS

Pese a haber asumido el poder en un momento difícil, en sus primeros meses Lagos experimentó una corta luna de miel con el electorado. Ya que Pinochet había retornado al país una semana antes de su investidura -- por lo que Lagos se vio forzado a ocupar parte de su tiempo y energías en lidiar con el difícil legado de la dictadura -- , y como la situación económica era aún delicada (el crecimiento en 1999 había sido de -2.0% per cápita), la luna de miel de su gobierno duró muy poco. Como se muestra en la gráfica, la popularidad del presidente Lagos alcanzó un punto máximo en diciembre de 2000, para luego caer a niveles cercanos a 40% durante buena parte de 2001. Un escándalo de corrupción que afectó a varios parlamentarios de la coalición de gobierno y a funcionarios de confianza del presidente (entre ellos el ministro de Obras Públicas que había sido colaborador del propio Lagos cuando éste ocupó esa cartera) hicieron que la popularidad presidencial descendiera a niveles todavía más bajos hacia finales de 2002.

Pero a partir de 2003, Lagos pareció encontrar la receta del éxito en su gestión. Su popularidad empezó a elevarse hasta alcanzar niveles cercanos a 60% a mediados de 2004. Las últimas mediciones disponibles de finales de 2005 indican que Lagos ha logrado mantener su popularidad en niveles cercanos a 60%. Respecto a sus predecesores, Lagos termina su mandato con una popularidad incluso superior a la de su predecesor Eduardo Frei (1994-2000), y todavía más alta a la lograda por el exitoso gobierno de transición del también concertacionista Patricio Aylwin (1990-1994).

Existen diferentes explicaciones para la popularidad lograda por Lagos; sin embargo, el buen desempeño de la economía contribuyó innegablemente. Pero sus niveles de aprobación comenzaron a mejorar antes de que lo hiciera la economía. Su capacidad para alcanzar un acuerdo de modernización del Estado e introducir financiamiento público en las campañas electorales justo cuando las acusaciones de corrupción arreciaban, le permitió convertir un gigantesco problema en la oportunidad para introducir las reformas necesarias al sector público y más transparencia en la democracia. Pero, posiblemente, fue también su determinación de oponerse a la iniciativa de Bush de invadir Irak lo que le valió el respeto y admiración de la opinión pública chilena. Puesto que Chile ocupó temporalmente un escaño en el Consejo de Seguridad de la ONU (2003-2004), su determinación de no aceptar la legitimación de la guerra en Irak fue prueba incuestionable de que Lagos era un hombre de principios y profunda convicción democrática y de derecho internacional. Su popularidad entonces comenzó una tendencia al alza que se vio incrementada cuando la situación económica de Chile mejoró a partir de finales de 2003.

LOS DESAFÍOS DE BACHELET

En buena medida, el éxito de la gestión de Lagos permitió a la centro-izquierdista Concertación mirar con optimismo las elecciones presidenciales de 2005. Después de que muchos anticiparon tempranamente el fin de la Concertación en el sexenio Lagos, la coalición de gobierno construyó, a partir de la popularidad del presidente, una impresionante victoria en las elecciones municipales de octubre de 2004 y en las presidenciales y legislativas de diciembre de 2005.

Además de convertirse en la primera mujer en llegar a la presidencia de Chile, Michelle Bachelet (1951) fue la primera persona que logra una cuarta victoria electoral consecutiva para una misma coalición política en el país. En buena medida, el ser mujer le permitió neutralizar una de los principales argumentos -- la alternancia en el poder -- de la oposición para intentar terminar con el predominio electoral que la Concertación ha ejercido en Chile desde el fin de la dictadura. ¡Qué mayor alternancia que una mujer en La Moneda!

Su apretada victoria (46% en primera vuelta y 53.5% en la segunda) pone en evidencia algunos de los enormes desafíos que enfrenta Bachelet. La nueva dirigente de la coalición creada para encabezar la transición a la democracia necesita dotar a la centro-izquierda de un nuevo discurso y de una nueva plataforma. Para evitar ser víctima de su propio éxito, la Concertación necesita enarbolar nuevas banderas. Aún debe avanzar en producir más crecimiento económico, reducir la pobreza y enfrentar las profundas desigualdades que persisten en Chile; sin embargo, Bachelet también debe hacerse cargo de la creciente demanda por inclusión que existe en un Chile donde millones de personas han pasado a engrosar las filas de la clase media. Porque Bachelet ha prometido que agregará más participación popular a las exitosas políticas sociales y económicas de los tres gobiernos de la Concertación, y como su propia victoria simboliza más inclusión y más diversidad en el gobierno, su principal desafío será incorporar a la gente como partícipes y actores en el gobierno. Bachelet ha indicado, valiéndose de su experiencia como médico pediatra, que para que los tratamientos sean efectivos son necesarios tanto los medicamentos adecuados como la participación activa de los pacientes. Mucho más que su experiencia como leal militante socialista durante los últimos 35 años, y más que su extenso conocimiento de temas de defensa y seguridad nacional, serán sus habilidades de médico las que le permitirán construir un legado que incorpore los éxitos de sus tres predecesores concertacionistas pero que, además, se haga cargo de la demanda por inclusión y diversidad que nació del propio éxito de las políticas económicas y sociales en estos 16 años de gobiernos centro-izquierdistas en Chile.

LAGOS VS. CHÁVEZ

A la luz de los resultados, resulta evidente que Ricardo Lagos ha sido un presidente más exitoso que Hugo Chávez, pero el mandatario venezolano parecería generar más entusiasmo y provocar más interés en la izquierda de América Latina que el presidente saliente de Chile. Si bien todos los indicadores macroeconómicos y de pobreza señalan que Chile ha avanzado más decididamente que Venezuela en pos del desarrollo económico y de la justicia social, el fervor que produce en muchos izquierdistas la figura de Chávez es sustancialmente mayor que la aprobación que provoca Lagos. Nadie dudaría en señalar que Chile es hoy más democrático, más desarrollado, más pluralista, más tolerante y más izquierdista que cuando Lagos asumió el poder; no obstante, el exitoso legado del presidente socialista chileno parece provocar menos admiración y ciertamente menos seguidores que los encendidos discursos del mandatario venezolano. La influencia de Chávez en la región se ve facilitada en buena medida por los cuantiosos recursos con que cuenta, aunque la admiración que la opinión pública tiene por él, que se identifica con la izquierda, no responde a una cuestión de recursos.

La izquierda reconoce que el modelo de Lagos es claramente más exitoso que el de Chávez; sin embargo, el presidente venezolano parece más admirado y querido que el mandatario chileno. Aunque Lagos sea el modelo a seguir, Chávez parecería seguir siendo el modelo a admirar por muchos idealistas de izquierda de la región. Pero, ya que la izquierda latinoamericana parece hoy destinada a asumir el poder en varios países, la experiencia de Ricardo Lagos en Chile parecería ser el faro que alumbrará el sendero de los próximos presidentes izquierdistas de América Latina. La hoja de ruta dibujada con disciplina, coherencia y compromiso constante con los ideales de izquierda por el presidente Lagos en Chile lleva a un mejor destino que la predicada por Chávez con vehemencia y entusiasmo, pero sin los mismos loables frutos que la impulsada por Lagos, el presidente de izquierda más exitoso de América Latina de los últimos 50 años.

NOTAS

[1] Consejo Nacional Electoral de Venezuela, http://www.cne.gov.ve

[2] "Balance preliminar de las economías de América Latina y el Caribe 2005", en www.cepal.cl

[3] Centro de Estudios Públicos, www.cepchile.cl

El crucial año electoral de América Latina

Resumen: Durante los 13 meses siguientes la vasta mayoría de los latinoamericanos elegirán a su presidente. Los críticos del neoliberalismo proclaman la perspectiva de una inclinación hacia la izquierda. Los analistas más conservadores expresan su alarma porque la izquierda pueda llegar al poder en tantas naciones latinoamericanas al mismo tiempo. Pero es muy posible que en 2006 el sueño o la pesadilla no se vuelvan realidad para ninguno de ambos bandos.

Joseph L. Klesner es profesor de Ciencia Política del Kenyon College y profesor visitante patrocinado por la Fundación Fullbright en el University College, Dublin.


Durante los 13 meses siguientes al 27 de noviembre de 2005 la vasta mayoría de los latinoamericanos elegirán a su presidente, y en la mayoría de los casos también a sus congresos. Doce naciones en el hemisferio llevarán a cabo sus elecciones presidenciales, incluidas todas las naciones grandes excepto Argentina. Las últimas elecciones programadas serán las de Venezuela en diciembre, donde Hugo Chávez muy posiblemente será reelecto. Chávez ha hecho un llamado para que los latinoamericanos abandonen el neoliberalismo, lo cual en teoría podrían hacer en la ronda electoral de este año.

La victoria de Evo Morales en diciembre, un indio aymara que encabeza el Movimiento al Socialismo (MAS) de Bolivia, ha alentado a los partidarios al cambio y producido nerviosismo entre los que están preocupados de que estas elecciones puedan conducir al distanciamiento del modelo basado en el mercado defendido por Washington. Sin embargo, si evalúan la situación cuidadosamente, es muy probable que la izquierda se vea frustrada y que la derecha encuentre que ha exagerado sobre el grado de cambio que vendrá este año porque, con algunas excepciones, los votantes probablemente no alterarán de manera fundamental la dirección económica del continente.

Aunque el neoliberalismo probablemente se mantenga como la estrategia prevaleciente en América Latina, hay aún mucho descontento presente con cómo la democracia se practica en la región: no es que la democracia esté enfrentado un colapso inminente en todo el continente, porque la mayoría de los latinoamericanos rechazan el autoritarismo. Sin embargo, los ciudadanos parecen ser capaces de separar su fuerte preferencia por la democracia de su insatisfacción con cómo aquellos que están hoy en el poder los están guiando o con cómo las instituciones políticas funcionan en sus sociedades. Este descontento podría fácilmente ser aprovechado por populistas como Chávez. Que se convierta en la base de un nuevo populismo depende de las fortalezas institucionales en los sistemas de partidos de cada una de las naciones, en si los que hoy tienen el poder pueden ser reelegidos, y en los temas sobre los que los competidores de estas elecciones cruciales quieran hacer énfasis. Chile, Colombia, México y Brasil parece ser que se quedarán más o menos en su rumbo actual. Bolivia, Perú y Ecuador, que ya están teniendo dificultades con la gobernabilidad, fácilmente podrían cambiar de dirección.

Aunque el neoliberalismo probablemente se mantenga como la estrategia económica dominante en América Latina, hay aún mucho descontento en cómo se practica la democracia en la región -- no es que la democracia enfrente un colapso inminente en todo el continente, ya que la mayoría de los latinoamericanos rechaza el autoritarismo -- . Sin embargo, los ciudadanos parecen ser capaces de separar su fuerte preferencia por la democracia de su insatisfacción por la forma en que aquellos que están hoy en el poder los están guiando o en cómo las instituciones políticas funcionan en sus sociedades. Este descontento podría fácilmente ser aprovechado por populistas como Chávez. Que se convierta en la base de un nuevo populismo depende de las fortalezas institucionales en los sistemas de partidos de cada una de las naciones, de si los que hoy tienen el poder pueden ser reelegidos, y de los temas sobre los que los contendientes de estas elecciones cruciales quieran hacer énfasis. Parecería que Brasil, Chile, Colombia y México permanecerán más o menos en su rumbo actual. Bolivia, Ecuador y Perú, que ya están teniendo dificultades con la gobernabilidad, fácilmente podrían cambiar de dirección.

EL ÁNIMO DE LOS ELECTORES LATINOAMERICANOS

Los datos de Latinobarómetro de 2005 indican que los latinoamericanos prefieren la democracia y el mercado, aunque expresan frustración por cómo la democracia y el mercado han trabajado en sus sociedades particulares. Desconfían profundamente de los políticos y las instituciones democráticas creadas para proveerlos de representación.

Chávez puede estar llamando al rechazo de estrategias de desarrollo neoliberales, pero los datos de las encuestas indican que los latinoamericanos realmente no conciben una alternativa a la economía de mercado. Como argumenta Kurt Weyland, el haber atravesado por una reestructuración económica traumática en las últimas dos décadas, los ciudadanos comunes no están ávidos de repetir la experiencia. Ni tampoco ven que los políticos de oposición ofrezcan alternativas reales.

Sin embargo, los latinoamericanos están descontentos con su presente situación económica. Están profundamente insatisfechos con el funcionamiento de la economía de mercado en sus propios países, y pesimistas sobre el desempeño económico futuro. En específico, los latinoamericanos creen que sus dirigentes han manejado mal la privatización y que la de los servicios públicos ha sido un desastre. Más aún, una mayoría importante de latinoamericanos se preocupa por el desempleo. Los encuestados que están insatisfechos con la situación económica están llegando a conclusiones razonables y racionales, sin lugar a dudas no están siendo engañados por populistas como Chávez, Morales y sus aliados. Las condiciones deberían incitar a los latinoamericanos a poner en cuestión la administración de sus economías.

Las actitudes sobre la democracia reflejan las relacionadas con el mercado. Los latinoamericanos prefieren rotundamente la democracia a sus alternativas, pero expresan insatisfacción con la práctica de la democracia. Cuando Latinobarómetro les preguntó si considerarían un gobierno militar, la vasta mayoría de latinoamericanos respondió que no, y cree que para que su país se desarrolle debe haber una democracia. Las preferencias sobre los regímenes varían. Menos de una mayoría de peruanos y hondureños, y una escasa mayoría de ecuatorianos, rechazan la posibilidad de un gobierno militar. En contraste, casi todos los costarricenses rechazan un gobierno militar, y dos tercios de chilenos, venezolanos y mexicanos coinciden.

La satisfacción con la democracia es otro asunto, sin embargo. Incluso los firmes demócratas costarricenses están descontentos con la forma en que ésta se practica en su país, y menos de uno de cinco nicaragüenses, peruanos y ecuatorianos están satisfechos con el desempeño democrático de sus regímenes. Con algunas excepciones, la satisfacción con la democracia es paralela a la satisfacción con el desempeño del mercado. De nuevo, en países que han tenido dificultades económicas, se mantienen altos niveles de insatisfacción con la democracia.

¿Dónde está el problema con la democracia, en la mente del público? Cuando se pide a los latinoamericanos que midan su grado de confianza en las instituciones nacionales, legislaturas y partidos políticos, los califican muy bajo. Menos de uno de cada cinco latinoamericanos expresa algo de confianza en los partidos políticos y menos de tres de cada 10 confían en el congreso nacional. Así, en la valoración de los latinoamericanos, las instituciones más importantes de representación califican por debajo de las instituciones objetivamente problemáticas como el poder judicial y la policía.

Como la mayoría de los latinoamericanos enfrenta contiendas electorales este año, tales bajos niveles de confianza en instituciones representativas clave como los partidos políticos y el congreso presentan dilemas para la democracia latinoamericana. En efecto, el carácter del sistema de partidos en cada nación que tenga elecciones este año desempeñará tal vez el papel más importante en la formación del grado de continuidad entre el partido en el gobierno que salga del poder (o esperando una reelección) y el que entre en el poder después de la elección. Para ver el posible resultado de las contiendas de este año, debemos tomar en consideración no sólo el ánimo del público, sino cómo esas opiniones interactúan con el sistema de partidos del país.

SISTEMA DE PARTIDOS Y REPRESENTACIÓN

Especialistas en sistemas de partidos de América Latina han subrayado que los países de la región varían totalmente en cuanto a cómo sus sistemas de partidos están institucionalizados, concepto que toma en cuenta la volatilidad electoral y la longevidad de los partidos. Entre las naciones que realizarán elecciones, podemos contrastar sistemas de partidos institucionalizados estables, como el de Chile, Costa Rica o, discutiblemente, México, con los sistemas de partidos tan inestables como el de Bolivia, Ecuador y Perú. Donde los que gobiernan no pueden participar para ser reelectos y los sistemas de partidos están institucionalizados, podemos esperar transiciones razonablemente predecibles en las cuales, incluso si el candidato ganador promete cambios sociales o económicos, los cambios verdaderos en las políticas serán moderados y probablemente neutralizados por un congreso en el cual es probable que exista poca alteración en la representación de partidos. Los sistemas de partidos inestables, sin embargo, pueden dar como resultado ganadores inesperados en las elecciones presidenciales y a partir de ese momento un cambio más pronunciado en las políticas.

Podemos observar una conexión clara entre la estabilidad del sistema de partidos y las actitudes hacia la democracia. En la gráfica se exhibe la relación entre la volatilidad electoral en elecciones recientes con el cambio en la satisfacción con la democracia durante la última década. Esta gráfica muestra que los países latinoamericanos más grandes con sistemas de partidos altamente volátiles han experimentado el declive más pronunciado en la satisfacción con la democracia desde que Latinobarómetro comenzó a rastrear el concepto. Sin lugar a dudas, la relación va en ambas direcciones. En sistemas de partidos volátiles, los ciudadanos se frustran con la democracia y son escépticos sobre las capacidades que los partidos tienen para representarlos. Al mismo tiempo, es probable que los votantes descontentos se acerquen a los nuevos partidos y a candidatos independientes, aumentando la inestabilidad de sus sistemas de partidos. En cualquier caso, la capacidad del sistema de partidos para ofrecer una representación de intereses estable sufre con el tiempo la volatilidad electoral.

La volatilidad electoral también refleja la búsqueda del electorado por encontrar una mejor representación, en especial en los países con gran población indígena. La insatisfacción con la democracia y la falta de compromiso con ella como una forma de vida en Bolivia, Ecuador y Perú resulta no sólo de las evaluaciones económicas de los encuestados. La frustración en esas sociedades se debe mucho al sentimiento de los pueblos indígenas de no sentirse incluidos por completo en la "democracia" en la que viven y de que los sistemas de partidos en esos países no los han representado. El surgimiento del MAS de Morales y el Pachakutik en Ecuador pueden comenzar a hacerse cargo del déficit de representación, pero en el corto plazo sólo incrementará la volatilidad electoral de aquellas naciones al surgir nuevos sistemas de partidos. Al mismo tiempo, debemos reconocer que los anteriores sistemas de partidos han caído en Bolivia, Ecuador y Perú, así que debemos ver como un desarrollo positivo el surgimiento de nuevos partidos con raíces más profundas dentro de la sociedad que los vehículos independientes y personalistas de políticos como Alberto Fujimori.

DOCE CONTIENDAS PRESIDENCIALES

Si el electorado actúa según sus frustraciones sobre la brecha que existe entre la promesa de la democracia y su realidad depende de si quienes ocupan un puesto en el gobierno actual pueden participar, de si los sistemas de partidos pueden canalizar y representar eficazmente la opinión pública y de si nuevos partidos pueden aparecer en los sistemas incipientes. Las contiendas presidenciales de este año incluyen tres donde quienes ocupan un puesto en el gobierno pueden ser reelectos y harán campaña, cinco donde quienes ocupan un puesto en el gobierno no pueden participar pero los sistemas de partidos son relativamente estables, y cuatro donde los que están en el gobierno no son elegibles y cuyos sistemas de partidos se han ido a pique.

CANDIDATOS QUE OCUPAN UN CARGO EN EL GOBIERNO

Donde quienes ocupan un cargo en el gobierno actual pueden participar, la dinámica de la contienda presidencial difiere totalmente de los lugares donde no hay reelección. La competencia entre quienes ocupan un puesto en el gobierno, además de ser una oportunidad para que los electores elijan a su candidato preferido, también es un referéndum sobre su forma de gobernar. Los candidatos que están en el gobierno disfrutan de ventajas decisivas sobre sus rivales por el poder: atención de los medios de comunicación y reconocimiento del nombre, mayor capacidad para controlar la agenda de noticias y, con frecuencia, recursos del Estado para ayudar a financiar las campañas. Si la insatisfacción con un candidato que está ocupando un cargo en el gobierno es muy grande, los rivales pueden esperar el triunfo.

En Colombia, el presidente Álvaro Uribe convenció al congreso colombiano de aprobar una enmienda constitucional que permitiera la reelección -- no permitida en la Constitución de 1991 -- . En otro tiempo miembro del Partido Liberal, Uribe contendió como independiente en 2002 y ganó con facilidad. Ha gobernado con el apoyo de miembros conservadores y liberales (uribistas) en el congreso, aunque ha estado en conflicto con el liderazgo de su antiguo partido (oficialista). Su gobierno ha seguido políticas neoliberales moderadas, pero es mejor conocido por su estrategia de línea dura en la larga lucha contra las guerrillas de las FARC y del ELN, y por su apoyo al Plan Colombia, la política antinarcóticos de Estados Unidos. A Washington le gusta diferenciar a Uribe de Chávez y estará satisfecho si Uribe gana en mayo, como las encuestas indican que lo hará. Sin embargo, antes de ello, en marzo, los votantes colombianos elegirán un nuevo congreso, donde la creciente fragmentación del sistema de partidos -- alguna vez dentro de los más estables de América Latina -- puede hacer que la gobernabilidad sea un reto en el segundo periodo de Uribe.

Dada la decisión de la oposición venezolana de no contender en las elecciones legislativas de diciembre de 2005 y a los altos niveles de aprobación de Chávez, éste debería ganar fácilmente cuando se enfrente a los votantes en diciembre de 2006. Los altos precios del petróleo y una administración Bush que insiste en vilipendiarlo fortalecen la tentativa de reelección de Chávez. Es cierto que existen profundas divisiones en la sociedad venezolana, y aspectos del gobierno de Chávez son problemáticos desde la perspectiva teórica de la democracia, pero una mayoría de venezolanos lo apoyan mientras continúe con sus estrategias populistas. Chávez no ha creado un partido eficaz para institucionalizar sus ventajas electorales, pero cuenta con un gran número de asociaciones civiles comprometidas con el chavismo, lo cual garantiza su reelección este año.

Es debatible qué tan amenazante es Chávez para el neoliberalismo que predomina en el continente. Venezuela nunca se alejó demasiado del camino de la reforma neoliberal en los noventa, así que él apenas está volviendo del neoliberalismo en la forma en que otros países latinoamericanos tendrían que hacerlo si siguieran sus exhortos. El incremento repentino de los precios del petróleo y los préstamos externos financian los programas sociales que ha puesto en marcha. Otros apenas pueden emularlo, lo cual debe apreciar Washington para simplemente ignorar a Chávez en vez de continuar provocando el conflicto donde él puede parecer como el David contra el Goliat de Bush.

El hombre en el poder que enfrenta el mayor reto es Luiz Inácio "Lula" da Silva de Brasil. A menudo, los críticos califican de caótico el sistema de partidos brasileño, pero ha estructurado opciones presidenciales razonablemente predecibles desde 1994. Este año es probable que sea lo mismo, aunque quien será el principal contendiente de Lula está por determinarse. El candidato perdedor en 2002, José Serra del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), ahora alcalde de São Paulo, debería ser el rival más fuerte de Lula, y algunas encuestas anticipadas han indicado que Serra podría vencer a Lula, en parte debido a los escándalos de corrupción del Partido del Trabajo de Lula. Si los partidos opositores más fuertes, el Partido del Frente Liberal y el mismo PSDB, respaldarán a Serra todavía no se determina. La complejidad de un sistema de partidos en donde cuatro compiten pero otros 15 ocupan escaños en el congreso significa que resolver quién será el contendiente de Lula en la recta final de la elección podría llevar mucho tiempo en decidirse. Sin embargo, la posibilidad de una recta final con Lula como un candidato que enfrenta un opositor con el respaldo de otros partidos grandes es muy alta -- en cada elección desde 1990, Lula se ha caracterizado por enfrentar a un candidato más conservador, y en ésta sucederá lo mismo -- . En el congreso, ese sistema de partidos, con ocho o más partidos seguros, presenta retos enormes a quienquiera que sea presidente, como Lula ya lo ha aprendido.

SISTEMAS DE PARTIDOS ESTABLES SIN CANDIDATOS QUE ESTÁN EN EL GOBIERNO

Donde los sistemas de partidos son relativamente estables, incluso el cambio del liderazgo presidencial rara vez puede alterar drásticamente la dirección política actual y las políticas de desarrollo. Este año electoral comenzó con la elección de los votantes hondureños de José Manuel Zelaya del Partido Liberal de centro-derecha, con un margen de tres puntos sobre Porfirio Lobo Sosa del aún más conservador Partido Nacional que está en el gobierno actual. El sistema bipartidista de Honduras, el más estable en la región, contrasta escasamente en cuanto a políticas entre los partidos, y los candidatos de izquierda reciben muy pocos votos. Zelaya había prometido eliminar la corrupción gubernamental, al tiempo que Lobo Sosa tomó una línea más dura en asuntos de la ley y el orden. Ambos abogan por el libre comercio con Estados Unidos. Por lo tanto, es probable que la política hondureña sufra pocos cambios con la presidencia de Zelaya.

También se realizaron las elecciones presidenciales en Chile, donde Michelle Bachelet ganó la cuarta elección consecutiva de la Concertación desde 1989. De manera previsible, la Concertación, de centro-izquierda, presentó un frente unido con la retirada de la contienda de la demócrata-cristiana Soledad Alvear a favor de la socialista Bachelet a fin de que la coalición tuviera más oportunidad de vencer a los dos candidatos de derecha, Joaquín Lavín de la Unión Demócrata Independiente (UDI) y Sebastián Piñera de Renovación Nacional (RN), quienes no pudieron llegar a un acuerdo en las primarias presidenciales dentro de la coalición Alianza por Chile. La Alianza presentó una lista conjunta para el Congreso, pero la Concertación ganó una mayoría de escaños en ambas cámaras, lo cual colocó a Bachelet en una fuerte posición legislativa. Mientras muchos analistas se han referido a la presidencia de Lagos y la victoria de Bachelet como prueba de un movimiento hacia la izquierda, ambos han conducido una coalición en la cual el Partido Demócrata Cristiano (PDC) es el más grande y apenas de izquierda. Lagos no se distanció de la estrategia de desarrollo con base en el mercado y Bachelet no lo hará aunque ambos hayan prestado más atención a preocupaciones de política social de lo que lo harían los contendientes principales de la derecha. Han sido, por supuesto, más firmes con un Pinochet envejecido en cuanto a temas de derechos humanos, acciones que deberían consolidar la democracia chilena, no debilitarla.

El otrora muy estable sistema bipartidista de Costa Rica ha cambiado. Los resultados de las elecciones presidenciales de 2002 indican que los costarricenses buscaron alternativas al social-demócrata Partido Liberación Nacional (PLN) y al más conservador Partido Social Cristiano (PSC). Otto Solís, del Partido Acción Ciudadana (PAC), llegó en tercer lugar con más de 26% de los votos, forzando a Costa Rica a realizar su primera elección de segunda vuelta en la historia. Sin embargo, en la elección de febrero, el popular ex presidente Óscar Arias contendió por el PLN, venció a Solís por escaso margen en una elección muy cerrada, aunque las encuestas previas a los comicios mostraron que Arias gozaba de un margen importante sobre Solís. Al contrario de Arias, Solís se opone al Acuerdo de Libre Comercio con Centroamérica. Si bien la victoria de Arias no cambiará sustancialmente la dirección de las políticas públicas en Costa Rica, el electorado costarricense ha mostrado su descontento con la clase política y su manejo de dichas políticas.

En Nicaragua, la revolución de 1979 ha estructurado la competencia electoral entre el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y la oposición desde la primera elección posrevolucionaria en 1984. Daniel Ortega se ha presentado como el candidato del FSLN en cada elección, ganando la controvertida contienda electoral de 1984, pero perdiendo cada una de ellas desde entonces. Es muy probable que vuelva a ser el candidato del FSLN en noviembre de 2006. El escándalo ha marcado las presidencias del ex presidente Arnoldo Alemán y del actual presidente Enrique Bolaños, ambos del Partido Liberal Constitucionalista (PLC), lo cual al menos explica parcialmente la extrema insatisfacción pública con el funcionamiento de la democracia en Nicaragua. Debido a que el FSLN y el PLC son muy coincidentes y el historial de este último ha sido mediocre, cualquier partido podría ganar las elecciones.

Dados los cambios trascendentales en la política mexicana durante las dos décadas pasadas, es preciso ser cauteloso al describir su sistema de partidos como relativamente estable. Sin embargo, están en la contienda tres partidos: el Partido de la Revolución Democrática (PRD) en la izquierda, el Partido Acción Nacional (PAN) en la centro-derecha y el Partido Revolucionario Institucional (PRI), todavía un partido del centro, o al menos alrededor del cual gira la política mexicana. El gobierno de Vicente Fox ha hecho pocos progresos en la mayoría de los frentes políticos durante sus primeros cinco años en la presidencia, en parte debido a la ineptitud política y en parte porque simplemente no controló al congreso, donde los partidos de oposición -- incluyendo ahora al PRI -- han tomado ventaja de la condición minoritaria del PAN para dedicarse a la maniobra partidista.

El electorado mexicano enfrentará algunas opciones claras el día de la elección: Roberto Madrazo, del PRI, ha prometido modernizar su partido, pero ha provocado una grave escisión interna mediante el uso de viejas tácticas; Andrés Manuel López Obrador, del PRD, ofrece desde soluciones populistas a los años de austeridad que se han vivido, y Felipe Calderón del PAN, quien no proviene del neopanismo de Fox, ala neoliberal de su partido. Sin embargo, los analistas pueden exagerar fácilmente las diferencias programáticas entre estos candidatos y sus partidos. De cualquier forma, ninguno de ellos cambiará drásticamente la dirección de las políticas públicas mexicanas. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) ata a México a la agenda neoliberal, además de que una parte significativa de la sociedad mexicana se ha beneficiado del tratado. Más aún, ninguno de estos candidatos contará con una mayoría que lo respalde en el congreso, así que es muy probable que el conflicto partidista restrinja un cambio importante de políticas en los próximos tres años, por lo menos. Así, la inercia mantendrá a México en la senda neoliberal en el futuro previsible.

SISTEMAS DE PARTIDOS INESTABLES SIN CANDIDATOS QUE OCUPEN UN CARGO EN EL GOBIERNO

El mayor cambio en América Latina puede darse en las naciones andinas, donde los sistemas de partidos son hoy altamente inestables. Ahí, tanto el modelo neoliberal como la democracia misma tienen los niveles más bajos de aprobación pública, lo que refleja la enorme insatisfacción con la forma en que la economía y el sistema político han operado. Ahí, también, las poblaciones indígenas han hecho el más pronunciado acto de presencia sobre el escenario político, demandando una representación más justa. Bolivia, Ecuador y Perú se han convertido en las naciones menos gobernables del hemisferio.

El sistema de partidos de Bolivia fue dominado por mucho tiempo por el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), pero desde que la democracia fue restaurada en 1980, ningún presidente ha obtenido el apoyo de la mayoría en el congreso. Ese sistema de partidos previo se ha derrumbado, con el repudio hacia el MNR. Sin embargo, la elección de 2005 puede haber establecido un nuevo sistema de partidos en el que los pueblos indígenas tienen un representante institucional conformado en el MAS (Movimiento al Socialismo).

El MAS de Morales surgió de un movimiento social de cocaleros y campesinos indígenas. El mensaje de Morales, de nacionalismo económico, en particular sobre el desarrollo de los extensos recursos de gas natural de Bolivia; de insubordinación a Estados Unidos, especialmente a la política de narcóticos y de mejor representación del pueblo indígena que apoyó a su partido, le hizo obtener una victoria inesperadamente fácil. Su rival neoliberal, el ex presidente interino Jorge Quiroga, contendió desde el centro-derechista Poder Democrático y Social (Podemos), una nueva organización que ganó pluralidades en Santa Cruz y otras provincias bajas del este, ricas en depósitos de gas natural. Debido a que Morales y el MAS obtuvieron la mayoría absoluta (54% de los votos y 72 de los 130 escaños en la Cámara de Diputados), están en una posición dominante para reorientar radicalmente la política de Bolivia, aun cuando Podemos mantiene fuerzas regionales. Ya que el MAS obtuvo sólo 12 de los 27 escaños en el senado, Morales tendrá que negociar con sus opositores para llamar a una nueva asamblea constituyente para escribir una nueva constitución que incorpore más eficazmente a los indígenas bolivianos al sistema político en términos que respeten su autonomía cultural.

Mientras Morales ha proclamado su amistad con Fidel Castro y Chávez, ninguno de ellos puede ofrecerle más que apoyo simbólico. Incluso los aliados potenciales como Lula son precavidos -- Petrobras, de Brasil, tiene importantes intereses en los campos de gas natural bolivianos, lo cual puede tener más peso que las simpatías ideológicas -- . Por lo tanto, al llegar a la presidencia, Morales ha bajado el tono del discurso antiempresarial que marcó su campaña. La sociedad boliviana sigue estando profundamente dividida, tanto como Venezuela desde que Chávez llegó al poder. Esta elección indica que las divisiones entre quienes apoyan a Morales y sus opositores pueden estar formando un nuevo sistema de partidos.

Al igual que en Bolivia, el sistema de partidos en Perú cayó en las últimas dos décadas. La incapacidad de los antes dominantes partidos para representar adecuadamente a los pobres y a los indígenas permitió que los neopopulistas Fujimori y Alejandro Toledo llegaran a la presidencia en 1990 y 2001 con plataformas en contra de quienes habían estado en el poder. Sin embargo, ni Fujimori ni Toledo crearon partidos eficaces para incorporar a los grupos sociales que los apoyaron, a organizaciones políticas permanentes. Cuando el electorado peruano vaya a las urnas el 9 de abril encontrarán al ex presidente Alan García de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) y a Valentín Paniagua de Alianza Popular en la boleta, pero es más probable que voten ya sea por Lourdes Flores del partido de centro-derecha, Unidad Nacional, núcleo del Partido Popular Cristiano, o por Ollanta Humala del Movimiento Etnocacerista, candidato del Partido Nacionalista Peruano.

La popularidad de Humala se ha incrementado recientemente, haciendo ver a los analistas la similitud de condiciones entre ésta elección y la de 1990 en la que el entonces desconocido Fujimori llegó al poder. Las reglas para presentarse a las elecciones presidenciales combinadas con el repudio de los partidos más antiguos permite a los nuevos contendientes, en especial a los candidatos que están en contra del sistema, emerger repentinamente, lo cual parece que está sucediendo de nuevo, haciendo muy impredecibles las elecciones de abril. En el caso de que gane, es muy posible que Humala parezca un aliado de Chávez y Morales, pero los analistas han destacado que aunque esté ganando el apoyo principalmente del electorado de izquierda y de las regiones donde la población indígena está concentrada, el candidato expresa una mezcla de ideas izquierdistas, nacionalistas y autoritarias, al tiempo que promete la autonomía étnica. Es el clásico candidato anti-sistema en una sociedad donde gran parte de la población es indígena y está marginada de los partidos tradicionales.

De la misma manera, la reciente inestabilidad política de Ecuador -- con siete presidentes en ocho años -- y su fragmentado sistema de partidos hacen difícil predecir quién ganará en la elección de octubre. En 2002 quien finalmente ganó, Lucio Gutiérrez -- mejor conocido por su participación en el golpe de 2000 -- , obtuvo sólo 20% de los votos en la primera vuelta. Actualmente, el socialista León Roldós Aguilera y el alcalde de Guayaquil, Jaime Nebot, del Partido Social Cristiano, representan las mejores candidaturas en la sucesión del presidente interino Alfredo Palacio, quien llegó al poder cuando el congreso removió a Gutiérrez en abril de 2005, después de protestas callejeras masivas de los indígenas ex partidarios de Gutiérrez. Éste siguió un doble discurso, haciendo campaña como populista pero buscando aplicar una rígida disciplina fiscal, para indignación de sus ex partidarios. Es muy probable que las organizaciones políticas indígenas -- en particular la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) y el Movimiento Multicultural Pachakutik (PK) -- desempeñen un papel importante en 2006, como lo hicieron en la elección de Gutiérrez hace cuatro años y como lo hicieron al forzar las destituciones presidenciales de 1997, 2000 y 2005. El PK no se ha pronunciado aún por un candidato, pero Roldós o Rafael Correa, otro crítico del neoliberalismo, son los que más probablemente recibirán su apoyo. Quienquiera que gane es muy improbable que cuente con mayoría en el congreso, dilema que bloqueó a Gutiérrez y contribuyó a las acciones autocráticas que llevaron a su destitución posterior -- incluida la disolución de la Corte Suprema y su reemplazo con una nueva -- . Así pues, es muy posible que la gobernabilidad siga siendo el asunto más importante para quien se convierta en el presidente de Ecuador.

Por último, las elecciones de Haití fueron pospuestas cuatro veces mientras el gobierno interino luchó por ordenar todos los preparativos preelectorales, siendo el registro electoral el más importante. Finalmente, el ex presidente René Préval, aliado del derrocado presidente Jean-Bertrand Aristide, encabezó la primera vuelta realizada el 7 de febrero, pero fracasó en obtener el requisito de 50% necesario para ser declarado electo. Sin embargo, las protestas de los partidarios de Préval obligaron a las autoridades electorales de Haití a declararlo vencedor sin realizar la segunda vuelta. Como lo indica esta decisión, es probable que el sistema político de Haití continúe estancado en el ámbito donde el orden legal y el ejercicio eficaz del poder tienen muy poco contacto.

¿AÑO ELECTORAL CRUCIAL?

Los críticos progresistas del neoliberalismo y la influencia de Washington en América Latina proclaman la perspectiva de una inclinación hacia la izquierda en los gobiernos de la región como resultado de este ciclo electoral. Los analistas más conservadores y la propia administración Bush expresan su alarma porque la izquierda pueda llegar al poder en tantas naciones latinoamericanas al mismo tiempo. Es muy posible que en 2006 el sueño o la pesadilla no se vuelvan realidad para ninguno de los dos bandos, ni tampoco en los cuatro a seis años en que aquellos presidentes electos gobernarán. Más candidatos conservadores tienen una buena oportunidad de ganar en Brasil, Colombia, México y Perú, de entre los países grandes, lo mismo en Honduras y Nicaragua. Los costarricenses eligieron a un ex presidente respetado y experimentado, si bien con un margen muy estrecho. Aunque los candidatos de centro-izquierda ganen en Brasil y México como lo hizo Bachelet en Chile, la dirección total de estas sociedades se mantendrá en gran parte igual a la del pasado reciente porque sus congresos no cambiarán de manera profunda. En los sistemas presidenciales, los poderes ejecutivos están limitados por lo que los legisladores estén dispuestos a hacer. En sistemas que no producen mayorías gobernantes para el partido del presidente, él o ella se ven forzados a negociar cualquier cambio. Sólo donde la fragmentación de los sistemas de partidos es tal que los populistas creen que pueden usar su carisma personal para gobernar sin considerar las normas constitucionales, es más probable un cambio rápido.

El cambio por venir más significativo es probable que surja de las naciones andinas, ya que estas elecciones se llevarán a cabo en donde se cuenta con las poblaciones indígenas más numerosas -- Bolivia, Ecuador y, tal vez, Perú -- . Allí la insatisfacción con el funcionamiento del sistema político y de la economía de mercado que no han logrado cumplir sus promesas a los pobres es la más profunda. Allí también, el sistema de partidos ha fracasado en proporcionar una representación adecuada para la mayoría de los ciudadanos. Por esta razón, existen allí sociedades que han sido en gran parte ingobernables en la década pasada. La lucha directa a través de manifestaciones callejeras no es extraña. Se han destituido presidentes o han sido forzados a renunciar por su incapacidad de cumplir las promesas hechas en campaña y las revelaciones de corrupción. El electorado está enojado en estos países e invita a políticos populistas a cabalgar al poder montados sobre ese enojo. El cambio más importante que probablemente resulte de este populismo, sin embargo, es el mejoramiento en la posición política de los pueblos indígenas necesaria desde hace tanto tiempo. Los políticos populistas también pueden hablar en voz alta sobre la necesidad de abandonar el neoliberalismo, pero las condiciones económicas de todos, menos Chávez, el rico petrolero, no permitirán mucho cambio en sus estrategias económicas.

Democracia en América Latina

Resumen: Los procesos electorales del 2006 en América Latina nos representan la legitimidad de la que goza la democracia en la región. Sin embargo, el neopopulismo presenta una tentación al electorado cuyas exigencias sociales no han sido cumplidas. Solamente fortaleciendo las instituciones políticas, dando respuesta a las exigencias sociales y logrando crecimiento económico se podrá consolidar la democracia latinoamericana.

Ignacio Walker es ministro de Relaciones Exteriores de Chile y doctor en Ciencias Políticas por la Princeton University.


Tal vez una de las paradojas de nuestra región y de nuestro tiempo es que, a la vez que experimentamos una de las situaciones democráticas más amplias y extendidas de toda nuestra historia republicana, o al menos de nuestra historia independiente, existe una percepción muy generalizada sobre la fragilidad de esas democracias. Se habla del "déficit" democrático o de los problemas de gobernabilidad democrática en América Latina.

Así, por ejemplo, nuestra región se prepara para realizar -- o ya se han realizado, o están en proceso de hacerlo -- una docena de elecciones hasta finales de 2006, lo que es un aspecto notable de la "democracia electoral" que campea por la región. Sin embargo, lo anterior coexiste con una serie de interrogantes sobre la solidez de estos procesos, muy distintos entre sí, en el contexto de la gran heterogeneidad de América Latina.

En términos más bien periodísticos, consideramos que esta paradoja está bien recogida en un titular de la revista chilena Siete+7, del 29 de noviembre de 2002, que decía "América Latina: democrática e ingobernable", aludiendo, por un lado, a la buena salud que goza la región en términos de democracia electoral y, por otro, a los serios déficit en términos de gobernabilidad.

Lo que sigue son algunas reflexiones que intentan aportar algunos elementos en torno a la tarea necesaria, impostergable y permanente de desentrañar algunas de las claves sobre las dificultades -- así como las posibilidades -- que encontramos para consolidar una democracia estable en América Latina, en condiciones aceptables de gobernabilidad.

CONTRA LOS DETERMINISMOS

La primera reflexión, forzosamente breve, se refiere a la necesidad de cuestionar algunos enfoques tradicionales, que han estado presentes en el campo de las ciencias sociales al menos desde la década de 1950, que se acercan peligrosamente a ciertos determinismos o enfoques estructurales que nos hablan, no sólo de las dificultades, sino de cierta imposibilidad de asentar la democracia y el desarrollo en América Latina.

Cuando hablamos de "determinismos" tenemos muy en cuenta aquel notable artículo de Albert Hirschman, "El advenimiento del autoritarismo en América Latina y la búsqueda de sus determinantes económicos", como también ese notable libro editado por David Collier, en 1979, sobre El nuevo autoritarismo en América Latina, en el que Hirschman advierte precisamente contra los peligros de los enfoques deterministas, relacionados con las "exigencias intrínsecas" supuestamente asociadas a ciertos procesos y a sus características "estructurales". Sabemos que toda esa discusión giraba en torno al libro, tan notable como provocador, de Guillermo O'Donnell, sobre los regímenes burocrático-autoritarios de América Latina, en el que planteaba la tesis de que el advenimiento de dicho tipo de regímenes habría correspondido a una necesidad de la "profundización" capitalista en América del Sur (aunque el mismo O'Donnell negara que tal hubiese sido su tesis, así, en términos tan deterministas).

Tal vez una de las primeras expresiones de esta suerte de determinismo en el campo de las ciencias sociales fue aquella literatura que subrayaba ciertos aspectos de la cultura política latinoamericana que la harían no apta para la implantación de una forma democrática de gobierno, tal como se la entiende en la tradición liberal, o democracia liberal o representativa. Así, por ejemplo, la existencia de una cultura católica, corporativa, orgánica, centralista, clientelista, patrimonialista, jerárquica, entre otros rasgos comúnmente asociados a nuestra cultura política, serían una suerte de impedimento estructural para el advenimiento de la democracia representativa en nuestra región.

A decir verdad, parte importante de esta literatura de tipo "culturalista" se ha referido, en distintas versiones y tiempos, no sólo a América Latina, sino a Asia, a la ex Unión Soviética y a otros tantos ejemplos que podríamos mencionar, en las más diversas latitudes -- la última versión, la más actualizada y reciente de este enfoque se refiere al mundo árabe y Medio Oriente y las supuestas limitantes culturales que allí existirían para el advenimiento de la democracia -- . Lo cierto es que buena parte de estos enfoques se ha ido desvaneciendo ante las pruebas empíricas del colapso de regímenes autoritarios y el advenimiento de regímenes democráticos en sociedades cuyas características "culturales" las hacían aparentemente poco aptas para la democracia. Los casos de Asia y América Latina son algunos de los ejemplos más recientes y elocuentes para rebatir este enfoque.

Una segunda manifestación de este tipo de enfoques deterministas se refería ya no tanto, o al menos directamente, a la cuestión de la democracia, pero sí al desarrollo, y se concentraba en el tipo de inserción económica internacional de ciertos países a partir de ciertos rasgos "estructurales". Tal es el caso de las tempranas teorías de la dependencia, que sostenían, como tesis central, que "somos subdesarrollados, porque somos dependientes", lo que constituía a todas luces una extrema simplificación. Afortunadamente Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto, en su célebre libro Dependencia y desarrollo en América Latina, editado por Siglo XXI en 1969, salvaron la teoría de la dependencia de este determinismo simplista, sosteniendo, entre otras cosas, que "a pesar de los 'determinantes' estructurales, hay espacio para alternativas en la historia", prefiriendo hablar de "situaciones de dependencia" más que de una categoría o teoría de la dependencia.

En fin, no extenderemos esta fase introductoria, salvo para sostener que en las ciencias sociales de América Latina ha habido una inclinación muy marcada hacia los determinismos de distinto tipo, basados en ciertos análisis "estructurales" que terminan por colocar una verdadera camisa de fuerza sobre la realidad política, social, económica y cultural.

Consideramos, incluso, que en esta nueva literatura surgida en la última década en torno a los muy interesantes trabajos de Juan Linz y Arturo Valenzuela, entre otros, en relación al presidencialismo en América Latina, hay algo de determinismo; y nos adelantamos a señalar que compartimos muchas de las afirmaciones centrales de esta literatura en cuanto, por lo menos, a no haber sometido a escrutinio público al presidencialismo en la región, el que permanece como una especie de mito intacto.

En este caso, el tema de las dificultades para asentar las bases de una democracia estable ya no tendría relación con rasgos de la cultura política o de la estructura económica, sino más bien con la cuestión de las formas de gobiernos (presidencialismo versus parlamentarismo). La experiencia comparada y las pruebas empíricas demostrarían que, especialmente bajo sistemas multipartidistas, las formas parlamentarias serían más funcionales que las presidencialistas para la consolidación de una democracia estable. Así lo insinúa el título mismo de uno de los más célebres libros sobre la materia: El fracaso de la democracia presidencialista.

Dejamos, pues, planteado, a modo de introducción, nuestro propio escepticismo frente a cierto tipo de literatura en la región, bastante abundante en las últimas décadas, que tiende a caer en determinismos de diverso tipo y que impide captar la complejidad de los procesos, en una perspectiva histórica y dinámica; en desmedro, por ejemplo, de un enfoque de políticas públicas, o del buen o mal manejo económico, o del papel de las élites dirigentes, entre tantos otros factores, para explicar el éxito o fracaso de los procesos democratizadores en la región. De hecho, para cerrar este capítulo introductorio, fue ésta la posición que asumía el propio Hirschman en su crítica a los determinismos de diverso tipo, al acentuar, por ejemplo, la necesidad de políticas económicas más ortodoxas en cierta fase del proceso de industrialización sustitutiva de importaciones, en los años cincuenta, aun a costa de ser acusado de "ecléctico". Su respuesta, frente a esta acusación, no se hizo esperar: "prefiero ser acusado de ecléctico que de reduccionista".

NEOPOPULISMO, NEOLIBERALISMO Y DEMOCRACIA

La segunda reflexión, justamente para tratar de ser consistentes con lo anterior, es a partir de la historia.

Sostenemos que, a lo largo del último siglo, la historia de América Latina es la de la búsqueda, más o menos exitosa, de respuestas o alternativas a la crisis del predominio oligárquico, con una marcada dificultad por sustituir el orden oligárquico por un orden democrático.

En esa búsqueda, puede decirse que la respuesta más característica de nuestra región a la crisis oligárquica y los devaneos históricos posteriores, de oleadas de democratización y autoritarismo, ha sido la del populismo, viejo y nuevo (neopopulismo de nuestros días). Ésta es la única creación verdaderamente latinoamericana. El liberalismo ha sido más bien marginal, más propio de las élites que de los pueblos, más de la mano del autoritarismo que de la democracia. Esta última se ha dado a tientas, con altibajos, en forma confusa e inconsistente, más como aspiración que como realidad.

En efecto, antes y después de los procesos de independencia, existió un "orden oligárquico", en lo económico, lo social y lo cultural, en distintas formas políticas, coloniales y postcoloniales. Se trató de un orden elitista y, a la postre, excluyente, pero de un orden al fin y al cabo. Tras su desplome, desde los comienzos del siglo XX, en la forma de lo que hemos denominado la crisis del predominio oligárquico, le siguió el desorden más que un nuevo orden, este último entre mesocrático y popular, con serias dificultades de institucionalización -- lo que es inherente al populismo -- , a veces de la mano de la democracia, muchas otras de la del autoritarismo, con incrustaciones republicanas y revolucionarias, dependiendo del periodo y el lugar de que se trate.

Esta crisis oligárquica se dio en forma muy irregular en el tiempo, en algunos casos de manera prematura y radical, como en la revolución mexicana de 1910, y en otros en forma muy tardía, como en América Central -- o en Perú, me atrevería a decir -- , hacia los años cincuenta. Sólo México fue capaz de instaurar un orden político propiamente dicho, estable e inclusivo, con la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI), con sus insuficiencias y sus propias contradicciones. De México se podrá afirmar que tuvo orden político, que es de lo que la mayor parte del tiempo ha carecido América Latina, pero en ningún caso un régimen democrático de gobiernos ("dictadura perfecta" la llamó Vargas Llosa); ello, hasta la verdadera transición a la democracia en ese país, como la que tuvo lugar con el traspaso de mando entre Ernesto Zedillo y Vicente Fox, hace casi seis años, en el contexto más amplio de democratización en América Latina.

En este proceso de búsqueda de respuestas o alternativas a la crisis oligárquica, hubo tradiciones revolucionarias, como la ya mencionada de México (1910), Bolivia (1952) y Cuba (1959); hubo diversas formas de autoritarismo, de tipo tradicional (Batista, Duvalier, Somoza, Stroessner, Trujillo), populista (Lázaro Cárdenas, Juan Domingo Perón y Getulio Vargas, en México, Argentina y Brasil, respectivamente) o burocráticos, como los militarismos del Cono Sur (Argentina, Brasil, Chile y Uruguay), pero escasamente hubo democracia. Chile, Costa Rica y Uruguay de alguna manera lo han sido -- aunque acabamos de referirnos a Chile y Uruguay como ejemplos de regímenes burocrático-autoritarios -- . En otro sentido, Colombia y Venezuela también lo han sido, o lo fueron, con todos los "peros" y reservas que habría que añadir; pero lo cierto es que lo que sí hubo en América Latina fue populismo, o cierto modelo "nacional y popular", como también se le ha llamado, respecto del cual sólo queremos señalar que una de sus principales características ha sido (y sigue siendo) su marcada ambigüedad en torno a la democracia como régimen político de gobierno.

Como sabemos a través de la literatura existente sobre la materia -- aunque tiendo a pensar que la mejor manera de matar al populismo es definiéndolo -- , lo característico del viejo populismo, o modelo "nacional y popular" de las décadas de 1930 y 1940, fue el haberse constituido en un intento de respuesta a la crisis del predominio oligárquico, adquiriendo la forma de un arreglo institucional basado en una alianza social entre sectores populares y medios, alrededor del Estado, concebido como tabla de salvación de los desposeídos y de una estrategia de desarrollo basada en la industrialización. No fue la oposición burguesía-proletariado, como en el análisis marxista de la sociedad industrial, sino la oposición pueblo-oligarquía, lo que caracterizó al viejo populismo. Este último fue antiimperialista y antioligárquico más que anticapitalista, teniendo como núcleo central lo "nacional y popular". Fue ambiguo en torno a la democracia como régimen político, adquiriendo en algunos casos formas directamente autoritarias, y en otros casos formas más democráticas, como en el caso de los "adecos" en Venezuela, o los "apristas" en Perú. El interés del populismo radicó en la incorporación de las masas como cuestión central por resolver, en un esquema inclusivo, las más de las veces en formas corporativas y clientelistas.

Habría que decir, en todo caso, que en un sentido no despreciable, el arreglo institucional del viejo populismo tuvo, a la vez, aspectos de democratización y modernización; lo primero, en torno a la incorporación social de los nuevos sectores populares y medios emergentes, como una de las características de la crisis oligárquica; y lo segundo, en torno al proceso de industrialización que estuvo en el centro de algunas de las experiencias más importantes del modelo nacional y popular (típicamente en Argentina, Brasil y México).

Hemos querido subrayar este punto porque sostenemos que el nuevo populismo (neopopulismo) de nuestros días, asociado y en tensa relación con los fenómenos de democratización más recientes en América Latina, no tiene elementos ni de uno ni de otro; es decir, ni de democratización ni de modernización. Es más, el neopopulismo de nuestros días se convierte, de alguna manera, en uno de los principales obstáculos tanto en términos de la consolidación de una democracia estable como de una auténtica modernización de nuestras estructuras productivas. En algún sentido importante, el nuevo populismo es nuevo de puro viejo, pero sin las condiciones estructurantes de los años treinta y cuarenta, en torno a la crisis del predominio oligárquico y el incipiente proceso de industrialización a que diera lugar. Lo cierto es que, como dice Alan Knight, en su obra Democracia y populismo en América Latina: "al igual que Carlos II, el populismo parece que se está demorando un 'tiempo desmesuradamente largo en morir'".

Antes de proseguir con el populismo o el neopopulismo y volver sobre la cuestión central de esta reflexión, referida a la democracia en América Latina, presentamos dos o tres reflexiones sobre el liberalismo y algunas de sus características asociadas a su trayectoria en la región.

Lo cierto es que el liberalismo se ha dado sólo marginalmente en América Latina, tal como ya hemos insinuado, más en el nivel de las élites que de los pueblos, más de la mano del autoritarismo que de la democracia. Tal vez sea ésta otra de las claves para entender las dificultades para asentar en nuestra región la democracia representativa, la que, mal que mal, y a fin de cuentas, tiene mucho que ver con la tradición liberal.

En efecto, y brevemente -- en este caso casi bordeando la caricatura -- , podríamos decir que desde los llamados "Científicos", bajo la dictadura de Porfirio Díaz, en México, a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, hasta los llamados "Chicago Boys", en la dictadura de Pinochet, en nuestra historia más reciente, el ideario liberal ha ido más de la mano del autoritarismo que de la democracia, privilegiando la libertad económica a costa, las más de las veces, de la libertad política. La experiencia más reciente de los regímenes burocrático-autoritarios en el Cono Sur de América Latina es sólo la más actual y refinada (e implacable) de todos los intentos "liberales" que hemos conocido para asentar la libertad económica sobre bases sólidas, sacrificando la libertad política.

De hecho, si se revisan los contenidos de las constituciones políticas que en su tiempo dictaron Batista, Somoza o Trujillo, éstas fueron de las más "liberales" de su tiempo. El ideario liberal rondaba en muchas de las mentes iluminadas de los dictadores latinoamericanos y ha sido, en nombre de la libertad económica, que se cometieron muchas de las tropelías que hemos conocido, comúnmente asociadas a estos regímenes autoritarios, en al menos dos de las categorías que hemos mencionado: autoritarismos tradicionales y burocrático-autoritarios (cabe excluir a los autoritarismos populistas de los años treinta y cuarenta, porque surgieron ante las narices de la crisis internacional del capitalismo liberal y, por lo tanto, la palabra "liberal" o "liberalismo" no era parte de su ideario).

Antes de volver sobre la cuestión del neoliberalismo y el neopopulismo de nuestros días, y su relación con la cuestión de la democracia, incluiremos una reflexión sobre una de las posibles formas de entender la historia más reciente de América Latina, digamos, en los últimos 40 años, en especial a partir de la revolución cubana. Nos referimos a ciertos dilemas que ha enfrentado la región y que tienen relación con la cuestión que nos preocupa; a saber, la de las dificultades para consolidar una democracia estable en América Latina.

Quisiéramos señalar que son tres los dilemas fundamentales que ha enfrentado nuestra región en las últimas décadas, lo que de alguna manera nos ayuda a explicar la situación anterior.

El primer dilema que enfrentó América Latina, digamos en la década de 1960 y comienzos de la de 1970, fue aquel entre "reforma o revolución", postulado en términos tan radicales como trágicos, como quedaría demostrado posteriormente. El tema central era el de las reformas estructurales de nuestras economías y la vieja cuestión de la propiedad sobre los medios de producción, todo ello desencadenado principalmente a partir de la revolución cubana, en plena Guerra Fría.

El tema es de sobra conocido, sólo deseamos resaltar que aquel dilema fue trágico en dos sentidos: 1) dividió en forma irreconciliables a las fuerzas "progresistas" que postulaban el cambio social, y 2) su desenlace, al menos en buena parte de la región pero con implicaciones para todos, fue el advenimiento de una ola igualmente trágica de nuevos regímenes autoritarios; ello dio lugar, hay que reconocerlo, a uno de los periodos más ricos y fructíferos de la literatura en el campo de las ciencias sociales, desde la teoría de la dependencia, pasando por la referida a los quiebres de los regímenes democráticos, los nuevos autoritarismos surgidos de ese proceso traumático y los posteriores procesos de transición y consolidación democrática.

La gran víctima de este dilema entre reforma y revolución fue la democracia como régimen político de gobierno, tratada despectivamente desde algunos sectores como "formal" o "burguesa", y por otros sencillamente como un obstáculo insalvable para su propio proyecto de refundación capitalista.

Habría que preguntarnos si algunos procesos más recientes en América Latina no tienden a reponer, aunque sea en forma más sutil o solapada, aquel dilema entre reforma o revolución, volviendo a replantear la cuestión de los cambios estructurales de la economía o la propiedad sobre los medios de producción. Sólo lo planteamos como interrogante porque podría desviarnos del tema central.

El segundo dilema que enfrentó América Latina, aún más trágico que el anterior y en muchos sentidos consecuencia del mismo, fue aquel entre "democracia o dictadura", característico de los años setenta y ochenta. En este caso, el tema central ya no era aquel sobre los medios de producción o las reformas estructurales de la economía -- aunque podría decirse que sí lo fue, pero en un sentido inverso al planteado en la década anterior -- , sino directamente el del régimen político de gobierno (democracia o autoritarismo), en torno a la cuestión central de los derechos humanos como fundamento ético de la democracia.

Si el primer dilema devino trágicamente en el advenimiento de regímenes autoritarios, el segundo lo hizo virtuosamente en el advenimiento de sistemas democráticos, en lo que se ha dado en llamar la "Tercera Ola" de democratización en el mundo (Samuel Huntington). Es más, la experiencia autoritaria más reciente y la memoria aún traumática de nuestros pueblos en torno a la misma es una de las principales fuentes de legitimidad y supervivencia de los nuevos regímenes democráticos que han emergido en la región.

No hay que menospreciar lo que hemos logrado en términos de democratización. Las 12 elecciones que tendrán lugar hasta finales de 2006 son la demostración más elocuente de lo anterior. El Informe Latinobarómetro 2005 muestra que, a pesar de todo, existe una alta valoración de la democracia, la que coexiste con altos niveles de insatisfacción. El Informe PNUD 2005 señala que "la democracia se ha convertido en el sistema político dominante en América Latina", destacando que "casi todos los países de América Latina son democracias electorales en funcionamiento". El Freedom House 2006 indica que, hoy por hoy, todos los países de América Latina son democracias electorales, con las excepciones de Cuba y Haití (hay quienes califican a este último país simplemente como un caso de "estado fallido"). Dicho informe cataloga a 10 países como "libres"[1] y nueve países como "parcialmente libres",[2] con la excepción ya señalada de Cuba y Haití, a los que califica de "no libres" (recordemos que Haití enfrenta su propio proceso electoral). The Economist, en un reciente reportaje sobre la región, señala que "la democracia ha llegado a ser un hábito y, con ésta, la sana alternancia [es] normal en el poder".

Por cierto que, junto con lo anterior, hay una serie de análisis que se concentran en las sombras y no sólo las luces de los recientes procesos de democratización, subrayando los problemas de gobernabilidad democrática que aún subsisten, el "déficit" democrático en la región o los serios y preocupantes problemas económicos y sociales que permanecen sin resolver. Bástenos decir al respecto que, desde este lado oscuro de la luna, tenemos 14 presidentes que, desde 1985, no han podido terminar su mandato. [3]

Tal vez el verdadero dilema que enfrenta América Latina, con esta nueva ola democratizadora y en el contexto más amplio de la globalización, es el que se da entre inclusión y exclusión social. No obstante, este dilema no es específico o privativo de la región por lo que indicamos que, así como en los años sesenta y comienzos de los setenta, el dilema por resolver en América Latina era aquel entre "reforma o revolución", y en los años ochenta y noventa aquel entre "dictadura o democracia", el verdadero dilema que enfrenta nuestra región en nuestros días es aquel entre "democracia o populismo" y que este último (neopopulismo), a diferencia del viejo populismo de los años treinta y cuarenta, aparece como uno de los principales obstáculos, tanto en términos de democratización como de modernización.

La primera voz de alerta en torno a este tercer dilema de nuestra historia política más reciente estuvo asociada a las políticas económicas adoptadas en los primeros procesos de democratización, principalmente en torno a los gobiernos de Raúl Alfonsín, Álan García, José Sarney, en Argentina, Perú y Brasil, respectivamente. Hay que decir que, en el caso chileno, que fue prácticamente la última transición en América Latina, estos tres ejemplos fueron claves y definitivos en torno a lo que no había que hacerse en materia de políticas económicas.

En síntesis, es lo que Alejandro Foxley en algún momento llamó el "ciclo populista": un primer año de expansión fiscal, para generar un mayor poder adquisitivo en la población, aprovechando la capacidad ociosa (real o supuesta) de la economía; un segundo año en que hay que pagar la cuenta tanto en términos tanto de inflación como de déficit fiscal; un tercer año con crisis económica transformada en crisis social, con fuertes movilizaciones en las calles, y un cuarto año en que la crisis económica y social se convierte en crisis política (en el caso del presidente Alfonsín significó incluso una crisis constitucional en términos de una entrega anticipada del gobierno a su sucesor).

El neopopulismo de nuestros días es más estructurado que este "ciclo populista" característico de los años ochenta, aunque contiene una paradoja: es un populismo, por así decirlo, con cierta responsabilidad fiscal, bastante alejado de los procesos de hiperinflación y déficit fiscales crónicos de los años ochenta. Debemos otorgar algún crédito a los economistas en este último aspecto, aunque siempre está por verse cómo enfrentará este nuevo populismo un ciclo económico a la baja, de "vacas flacas", en un escenario, tanto internacional como interno, de mayores restricciones y menos holguras. Es allí donde se pone a prueba el muy sui generis concepto de "elasticidad" de la economía, históricamente asociado al populismo latinoamericano. [4]

En todo caso, conviene tener presente que tanto el viejo como el nuevo populismo surgen a partir de ciertas condiciones sociales estructurantes, o al menos habilitantes, que lo hacen posible. En el caso del nuevo populismo de América Latina, en nuestra historia más reciente, surge de la extendida realidad de la pobreza, la desigualdad y la desesperanza, expresadas todas ellas, más allá de las cifras o estadísticas, en aquel elocuente graffiti escrito en algún muro de Lima, Perú, y que nos ahorra muchos comentarios: "No más realidades, queremos promesas". Es esta realidad de privación y exclusión, acompañada de la incapacidad de las élites tradicionales y sus instituciones para responder a las demandas sociales, lo que posibilita el surgimiento de este nuevo populismo y de su compañera de siempre, la demagogia. Y no hay que olvidar que, en la antigua Atenas, el desmoronamiento de la democracia de Pericles no vino por el surgimiento de tendencias autoritarias sino de la aparición de demagogos como Cleón y Alcibíades, que terminaron por levantar a los atenienses contra sus propias estructuras democráticas.

Para ser justos y lograr un análisis más equilibrado, hay que reconocer que, detrás de muchas de estas experiencias a las que comúnmente nos referimos como "neopopulismo", hay una contribución o al menos un llamado de atención, o una voz de alerta, en cuanto al énfasis en temas sociales emergentes que históricamente han estado muy sumergidos o camuflados, y que han llegado a ser relevados hasta llegar a constituirse en parte integrante de la agenda pública en la región.

Tal es el caso, por ejemplo, de la realidad de los pueblos indígenas y de los movimientos sociales vinculados, tema que está para quedarse y que constituye otro de los aspectos de esta reacción antioligárquica y antielitista a la que nos referíamos anteriormente como uno de los aspectos del populismo latinoamericano. Lo anterior demostraría que esta "desoligarquización", si se nos permite la expresión, no es un proceso que haya concluido, en este caso específico relacionado con una suerte de apartheid social que encontramos en muchas de las realidades y procesos relacionados con los pueblos indígenas y la exclusión social de que han sido objeto históricamente y hasta nuestros días.

Aunque el indigenismo no es sinónimo de populismo, sí tiene que ver con un aspecto significativo de la democratización social de nuestros días, tal como en los años treinta o cuarenta la incorporación de los sectores populares y medios emergentes constituyó también un aspecto de la democratización social.

En todo caso, y retomando el argumento central de esta segunda reflexión, sólo queremos subrayar que una de las características del populismo latinoamericano, tanto del viejo como del nuevo, es su marcada ambigüedad en relación con la democracia representativa como forma política de gobierno. Se podrá hablar de democracias participativas, populistas o plebiscitarias, pero no de la forma clásica de la democracia representativa.

Y es aquí donde convergen el neopopulismo y el neoliberalismo, sobre el cual ya hemos adelantado algo.

En efecto, podemos decir que tres son las diferencias entre el neoliberalismo y el liberalismo clásico: su reduccionismo economicista -- a diferencia del liberalismo clásico que fue a la vez una formulación filosófica, ética, legal, social, cultural y económica -- ; en segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, cierto desprecio por el ámbito de lo público, incluido el ámbito de la política y el Estado -- muy distinto del liberalismo clásico que, por ejemplo, en algunas formulaciones como las de John Stuart Mill vienen a ser casi una anticipación de lo que conoceríamos en el siglo XX como algunos aspectos de la socialdemocracia y el propio estado de bienestar -- , y, en tercer lugar, su marcada ambigüedad en torno a la democracia como forma política de gobierno, lo que causaría el escándalo del propio John Locke.

En suma, los neoliberales -- y desgraciadamente no es muy distinto lo que puede decirse de muchos de los viejos liberales en la región -- no han despreciado las formas dictatoriales de gobierno, y es por eso que el liberalismo en América Latina y el neoliberalismo de nuestro tiempo -- y lo decimos en el Chile de los "Chicago Boys" -- han caminado de la mano del autoritarismo más que de la democracia. No ha sido fácil el encuentro en América Latina entre liberalismo y democracia, como tampoco lo ha sido el encuentro entre populismo y democracia.

DEMOCRACIA O POPULISMO EN AMÉRICA LATINA

La tercera y última reflexión, habiendo ya advertido contra el peligro de distintos tipos de determinismos, y las insuficiencias y contradicciones del neopopulismo y el neoliberalismo, especialmente en lo que se refiere a la democracia representativa como forma política de gobierno, tiene relación con tres características que, a nuestro juicio y a la luz de nuestra propia historia, y de una mirada comparativa, deberían reunirse para consolidar una democracia estable; a saber, la cuestión de la calidad de las instituciones políticas, la capacidad del sistema de dar respuesta a las demandas sociales en un periodo de aumento de las expectativas y la capacidad de expandir el crecimiento económico para sustentar lo anterior.

Si no se dan estas características, se va al populismo, y si es cierto que el dilema de nuestro tiempo es aquel entre "democracia o populismo", entonces se termina por socavar los cimientos de la democracia.

La necesidad de un crecimiento económico alto y sostenido no es función del neoliberalismo o del "Consenso de Washington"; es función del sentido común y de un mínimo de responsabilidad en el manejo de los asuntos públicos. El gran problema del neopopulismo es que, con su énfasis unilateral en la distribución de la riqueza, amenaza con matar la gallina de los huevos de oro, así como el gran problema del neoliberalismo que, con su énfasis unilateral en el crecimiento económico ("derramas" o "trickle down economics"), amenaza con concentrar la riqueza y aumentar la desigualdad, creando las condiciones para el surgimiento del populismo.

Todo esto tiene que ver con las instituciones. En el número especial de la Revista de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile (vol. XXIII, núm. 1, 2003), dedicada íntegramente al tema "El populismo y las democracias", Patricio Navia publicó un interesante artículo con el sugerente título "Partidos políticos como antídoto contra el populismo en América Latina", en el que sostiene la tesis de que los partidos pueden ser un antídoto contra el populismo: "los países donde existen formaciones partidarias estables y fuertes tienen menos riesgos de experimentar fenómenos populistas", o, dicho de otro modo, "las experiencias populistas en esos países sólo aparecen asociadas al debilitamiento de los partidos políticos. Así, la existencia de verdaderos partidos políticos es una condición necesaria, [aunque] no suficiente, para evitar la irrupción del populismo".

Lo que dice Navia en relación con los partidos políticos podría aplicarse a las instituciones políticas en general: a mayor institucionalización, menor posibilidad de surgimiento o consolidación del populismo, y viceversa. El populismo actúa y florece particularmente cuando no existen mediaciones políticas y en condiciones de no institucionalización, generalmente bajo la forma de identificación de un líder personalista y una masa informe. Según Guy Hermet, uno de los principales estudiosos del populismo en América Latina, la mejor definición de este fenómeno es la que formuló, hace casi 40 años, Helio Jaguaribe, lo que tiene mucho que ver con el tema que estamos tratando:

Lo que es típico del populismo es [ . . . ] el carácter directo de la relación entre las masas y el líder, la ausencia de mediación de los niveles intermediarios, y también el hecho de que descansa en la espera de una realización rápida de los objetivos prometidos.

Por ello, según Hermet, el núcleo propiamente distintivo del populismo es su relación con el tiempo político en cuanto a las promesas de satisfacción inmediata de las aspiraciones y demandas del pueblo, en un contexto de "impaciencia irreflexiva", lo que sería incompatible con los tiempos de la política (largos, por definición), producto de la complejidad del ejercicio del gobierno. Así, "el populismo mantiene con el tiempo una relación de simultaneidad, en oposición absoluta con la temporalidad normal de la política", expresada en aquella elocuente expresión de François Mitterrand, de "dar tiempo al tiempo". De allí la importancia de los partidos y las instituciones políticas en general, es decir, la necesidad de afianzar los necesarios niveles de mediación institucional, alejados de todo personalismo mesiánico y demagógico, respetando los ritmos inherentes al funcionamiento de la democracia, caracterizada, según el propio Hermet, "por sus procedimientos orientados hacia la deliberación, hacia la confrontación de intereses, en resumen, hacia una gestión de los conflictos escalonada en el tiempo".

En consecuencia, la cuestión del imperio de la ley -- y del estado de derecho en general -- cobra la mayor importancia en términos justamente de la calidad de las instituciones y la vigencia de una auténtica democracia representativa.

Un reciente informe de Latinobarómetro 2005 (1995-2005) "Diez años de opinión pública" (www.latinobarometro.org), como análisis y compilación de sus estudios de opinión pública de los últimos 10 años en América Latina, no hace sino confirmar el trabajo teórico de Guillermo O'Donnell en torno a la cuestión crítica y fundamental sobre "The (Un)rule of Law in Latin America" para explicar muchas de las carencias que podemos advertir sobre la democracia en América Latina.

De acuerdo con dicho informe: la ineficacia del sistema judicial, si consideramos que 66% de la región señala que tiene poco o nada de confianza en el poder judicial; el fenómeno extendido de la corrupción, si consideramos que (según el mismo informe, y con la excepción de Uruguay y Chile) "todos los otros países de la región tienen una percepción mayoritaria por encima de 60% de que los funcionarios públicos son corruptos"; el fenómeno aún más extendido del clientelismo como práctica política, que viene a sumarse a las causas de la baja confianza en las instituciones y su legitimidad, son algunos de los principales hallazgos de dicha investigación, la que concluye, sobre esta materia, lo siguiente:

En América Latina, el imperio de la ley es percibido como limitado, no todos pueden ejercer todos sus derechos, no todos por tanto quieren cumplir sus obligaciones, no todos cumplen con la ley. La cultura cívica está minada por la desigualdad en el imperio de la ley. La experiencia de cada cual confirma que no hay igualdad frente a la ley.

Esta aspiración sobre igualdad ante la ley debe entenderse como un aspecto pendiente de la modernización de nuestras estructuras, de su eficiencia y su transparencia, en una dirección no populista. Muchas veces, más allá (o más acá, en realidad) de las grandes transformaciones institucionales o macrorreformas, el verdadero tema que debería preocuparnos es el de las microrreformas, como la necesidad de asegurar que se paguen los impuestos o que se cumpla con las leyes laborales. Es detrás de la infracción a este tipo de normas básicas y elementales donde muchas veces encontramos el germen de un descontento social y la irrupción, como consecuencia lógica y a veces inevitable, del populismo y la demagogia.

Estas percepciones sobre el imperio de la ley y el estado de derecho nos permiten, en un sentido más amplio, recoger algunas percepciones sobre el tema central de esta exposición referida a la democracia en América Latina, y afirmar que, a pesar de todo -- percepciones sobre desigualdad y pobreza, corrupción, clientelismo, falta de igualdad efectiva ante la ley, incapacidad de las instituciones para responder a las demandas sociales, entre otros aspectos que podríamos señalar -- , la democracia, asociada por la gente principalmente y por propia definición, a un régimen de libertades, a la realización de elecciones regulares limpias y transparentes, a una economía que asegure un ingreso digno, a una libertad de expresión para criticar abiertamente y a un sistema judicial que trate a todos por igual, goza de una legitimidad nada despreciable.

En efecto, Latinobarómetro indica que 70% de los habitantes de la región cree que la democracia tiene problemas, pero es el mejor sistema de gobierno; 66% dice que es el mejor sistema para llegar a ser un país desarrollado; 62% afirma que en ninguna circunstancia apoyaría a un gobierno militar; 53% estima que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno; 59% cree que no puede haber democracia sin un parlamento, mientras que 54% considera que no puede haber democracia sin partidos políticos; 53% de la gente cree que la democracia permite solucionar los problemas que se tienen como país; hay 11 países de 18 donde más de 60% de la población dice que el voto es eficaz y en 13 de los 18 países más de 50% cree en la eficacia del voto para cambiar las cosas.

Por cierto, también existe el revés de la moneda y es así como 19% de la gente está en desacuerdo con que la democracia sea el mejor sistema de gobierno; el mismo 19% que declara que, en algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático; 22% está en desacuerdo con que la democracia sea el único sistema de gobierno con el que un país pueda llegar a ser desarrollado; 30% declara que apoyaría a un gobierno militar si las cosas se ponen difíciles; 61% declara altos niveles de insatisfacción con la democracia; 28% sí cree que puede haber democracia sin congreso, y 34% sí cree que puede haber democracia sin partidos políticos, mientras que 37% cree que la democracia no resuelve sus problemas.

Es interesante constatar que, a pesar de que detrás de muchas de estas percepciones sobre carencias y frustraciones existe un terreno propicio para el florecimiento del populismo, ellas no han conducido a involuciones autoritarias y que, antes bien, la memoria histórica relacionada con nuestra experiencia más reciente tiende a afirmar la legitimidad de los procesos democráticos. Como bien señala el informe del PNUD (2004) sobre "La democracia en América Latina", "los movimientos de oposición no tienden hoy hacia soluciones militares sino hacia líderes populistas que se presentan como ajenos al poder tradicional y que prometen perspectivas innovadoras". Según dicho informe, lo que resulta consistente con lo que ya se ha dicho, el malestar de nuestros pueblos, en nuestros días, no sería "con" la democracia, sino "en" la democracia.

En todo caso, y en el balance final, el informe de Latinobarómetro concluye que la democracia cuenta con una alta aprobación (claramente mayoritaria). Aquélla se sostiene en un piso en que las propias carencias económicas -- incluida la crisis económica de 1998 a 2002 -- no logran socavar completamente sus bases; se trataría, por lo tanto, de un piso mínimo "duro" de más de 50% de la población.

Lo anterior, sin desdeñar las diferencias que existen entre distintos grupos de países frente a diversos temas, da cuenta de la enorme heterogeneidad en la región. Así, por ejemplo, los países que se perciben a sí mismos como más democráticos serían Costa Rica, Chile, República Dominicana, Venezuela y Uruguay, mientras que los que se perciben a sí mismos como menos democráticos serían Ecuador, Guatemala, Nicaragua, Paraguay y Perú. Los mayores niveles de apoyo a la democracia se dan en países como Argentina, Costa Rica, Venezuela y Uruguay, mientras que los menores niveles de apoyo se dan entre Guatemala, Honduras y Paraguay. Los países con la mayor percepción de vigencia del estado de derecho son Chile, Colombia, República Dominicana y Uruguay -- aunque en el segundo se percibe una cultura cívica débil -- , mientras que los países con menor percepción del estado de derecho son los mismos que tienen menores niveles de cultura cívica, como Bolivia, Brasil, Ecuador y Perú. En cuanto a desempeño presidencial, los mayores niveles de aprobación se encuentran en América del Sur, principalmente en Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Uruguay y Venezuela, todos ellos con más de 60% de aprobación, mientras que los menores niveles de aprobación se dan en los países de América Central, con la excepción de El Salvador, que fluctúan entre 32 y 44% de aprobación.

En general, para explicar muchos de estos fenómenos el informe de Latinobarómetro 2005 señala que existiría una incongruencia entre, por un lado, la cultura cívica, en términos de igualdad ante la ley, ejercicio de derechos, cumplimiento con obligaciones, la percepción de un estado de derecho limitado, la inexistencia de un trato por igual y bajos niveles percibidos de representación y, por otro lado, el nivel de las estructuras, en que se advierten una baja confianza en las instituciones y un estancamiento en los niveles de apoyo a la democracia.

En cuanto a las instituciones, es interesante constatar que las municipalidades y la policía son las dos mejor evaluadas en la región, por lo que existe también una evaluación de la democracia en un plano bastante micro, es decir, en la realidad más cercana a la gente, lo que contrasta con la mala evaluación de las realidades macro, frente a instituciones como los partidos políticos, el parlamento y, muy especialmente, el poder judicial, que son percibidos como muy lejanos de esa realidad cotidiana y ajenos a ella.

En síntesis, el informe de Latinobarómetro concluye que, a pesar de que a lo largo de la última década puede decirse que "todo cambia para seguir igual" -- la desconfianza aumenta o se mantiene igual, la percepción en relación al estado de derecho no avanza, las expectativas crecen, los problemas prioritarios no encuentran solución y la participación política no se ha fortalecido -- ; a pesar de todo lo anterior, "América Latina no abandona la democracia en ningún momento desde que se inicia" (a finales de los años setenta), dirigiendo de paso una crítica, que tendemos a compartir, en especial con sectores académicos e intelectuales, en torno al excesivo énfasis en la pasada década en la reforma económica, con olvido de la reforma política y los bienes políticos (y la democracia es un bien político).

Coincide con esta última apreciación el informe del PNUD, ya mencionado, al advertir cómo cierto economicismo que tendió a predominar en los últimos años, unido a concepciones sobre "mercado impersonal" y "saber tecnocrático", estarían volviendo la mirada sobre las instituciones y la política, de la que surge la necesidad de avanzar hacia una "democracia de ciudadanía" que garantice de manera efectiva la vigencia de los derechos civiles, políticos y sociales, y que vaya más allá de la simple "democracia electoral" que hemos conocido en nuestra historia más reciente.

En cuanto a lo anterior, sabemos que esta mirada sobre la política presenta sus propias tensiones y contradicciones. Así, por ejemplo, mientras 14 presidentes han debido dejar el poder, interrumpiendo sus mandatos constitucionales por diversas razones, las 12 elecciones que tienen lugar y que tendrán lugar de aquí a finales de 2006 demostrarían que, a pesar de todo, la democracia electoral aún se mantiene vigente. Porfiadamente, podríamos decir, los pueblos se resisten a una involución autoritaria y se mantiene una no despreciable legitimidad de los procesos democráticos en la región.

Cualesquiera que sean las opiniones o reacciones que nos causen, las significativas mayorías electorales que han recibido, desde Luiz Inácio "Lula" da Silva, con más de 60% de los sufragios obtenidos en la segunda vuelta electoral, en Brasil, hasta Evo Morales, que acaba de recibir 54% en Bolivia, refuerzan esta legitimidad democrática de los recientes procesos en América Latina. Podría mencionarse también, por qué no, el más de 50% de los votos obtenidos por Hugo Chávez en el referéndum revocatorio realizado en Venezuela, cuya legitimidad fue avalada por la OEA, el Centro Carter y el Grupo de Amigos de Venezuela, y 42% que acaba de obtener el "kirchnerismo", en Argentina, muy superior a 22% obtenido por el candidato Néstor Kirchner en la última elección presidencial.

Se trata de procesos muy distintos entre sí, sin perjuicio de las aparentes similitudes y también está por verse, en todos ellos y en el resto de los 12 procesos electorales que tendrán lugar en la región, la capacidad para mostrar resultados concretos y tangibles, lo que incidirá en su legitimidad de ejercicio. Pero lo que nadie puede negar es la gran legitimidad democrática que encontramos en todos ellos, como un aspecto de la democracia electoral a la que nos hemos referido. En definitiva, todo esto es un tema sobre el buen gobierno y, como dice Peter Hakim, presidente del Diálogo Inter-Americano, en su artículo "Dispirited Politics" (2003):

el mayor peligro que se cierne sobre la democracia en América Latina no es la existencia de políticos demagógicos, o de militares con ambiciones desmedidas, o de ideologías autoritarias. La mayor amenaza es, a decir verdad, el desempeño mediocre continuo -- la inhabilidad de los gobiernos democráticos para hacer frente a las más importantes necesidades y demandas de sus ciudadanos . . .

Muchos de estos procesos están tensionados por el dilema entre democracia o populismo, tanto en términos de los desafíos de democratización como de modernización, en la era de la Posguerra Fría y la globalización. Aunque hasta ahora hemos evitado deliberadamente cualquier referencia al caso chileno, y aunque en la realidad que hemos descrito anteriormente no hay modelos que sean muy nítidos y que no admitan dudas, ni lecciones que puedan traspasarse mecánicamente de un país a otro, tal vez nos atreveríamos a sugerir que, si podemos atribuir alguna característica al caso chileno en nuestra historia más reciente, es la de haber levantado un dique de contención en relación con la tentación populista. La llamada "democracia de los acuerdos", como una alternativa a la democracia populista y plebiscitaria -- también como una alternativa a la democracia simplemente mayoritaria -- y el "crecimiento con equidad" -- como una alternativa de desarrollo tanto al neoliberalismo como al neopopulismo -- son tal vez los dos aspectos más centrales y significativos de la experiencia chilena, desde una perspectiva comparativa.

También podríamos mencionar el "suprapartidismo" como una exigencia y necesidad mientras exista presidencialismo y multipartidismo, a fin de evitar el cogobierno de los partidos, de tan triste memoria en el Chile de comienzos de los años setenta; los papeles tecnocráticos con propia legitimidad democrática y no simplemente como una realidad importada desde las aulas de la academia o las universidades, en el interior de una pretendida asepsia política, como tantas veces encontramos en la región y, finalmente, mencionaríamos la existencia de un proceso de aprendizaje, a partir de las lecciones de nuestra historia más reciente, con su polarización y su tragedia.

De alguna manera, esta reflexión sobre la democracia en América Latina ha terminado siendo una reflexión sobre los temas de la democracia y el populismo, los que terminan por constituirse en uno de los principales dilemas de la región en nuestra historia más reciente. Hemos planteado que, en definitiva, la creación y perfeccionamiento de instituciones políticas sólidas se convierte en el verdadero dique de contención en relación con la tentación populista y el tema de la calidad de las instituciones, la capacidad del sistema de dar respuestas a las demandas sociales en un periodo de aumento de las expectativas y la capacidad de expandir el crecimiento económico, se convierten, para sustentar lo anterior, en requisitos fundamentales para consolidar una democracia estable en América Latina.