24 de enero de 2008

Tecnología y Estado

Javier Corral Jurado

El lunes, la Cámara Nacional de la Industria de Telecomunicaciones por Cable publicó un desplegado en los principales diarios capitalinos, acusando las presiones que Telmex ejerce sobre el gobierno del presidente Felipe Calderón para que le sea modificado su título de concesión y se le elimine la prohibición que desde hace 18 años tiene para ofrecer por su red el servicio de tv.

Aquella prohibición fue plasmada como una condición sine qua non para llevar a cabo el proceso de privatización de Telmex, y tuvo como principal propósito evitar que la nueva empresa privada que nació como dominante en el sector telecomunicaciones —puesto que heredó el antiguo monopolio estatal en la telefonía— lo fuera también en la radiodifusión y, con ello, se generara un fenómeno de alta concentración de recursos y posibilidades comunicacionales en manos de una sola compañía. No faltó entonces la presión de la empresa dominante en el mercado de la tv, Televisa. Y en dato paradójico, los mismos asesores jurídicos que entonces recomendaron la redacción para ese texto hoy aconsejan suprimirlo.

No estuvo mal la prohibición ni ahora les faltan argumentos para eliminarla. De su lado está el desarrollo tecnológico que fincado en la digitalización permite el fenómeno de la convergencia de múltiples servicios en una misma red, eso que Raúl Trejo Delarbre ha llamado la “imbricación con la teledifusión de las comunicaciones, y que abre perspectivas históricas para el desarrollo cultural y la promoción del conocimiento en la sociedad mexicana”.

No hay obstáculo tecnológico para aprovechar esa oportunidad; así lo plantea también la opinión de la Comisión Federal de Competencia que, en 2006, recomendó impulsar la convergencia (o triple play) en su sentido más amplio, en el que todos puedan dar de todo, y así también lo propuso el 7 de noviembre de 2007 la Asociación Mexicana de Derecho a la Información, cuando concurrió al Senado a presentar su propuesta integral para una nueva legislación de telecomunicaciones, radio y tv: “La convergencia digital ha de ser estimulada de la manera más intensa y extensa posible, siempre a partir de políticas que establezca la autoridad regulatoria y privilegiando, por encima de cualquier otro, el interés público”.

Y creo que el problema denunciado por los cableros tampoco está en el concepto ni en enfrentar una realidad tecnológica como la convergencia. El asunto está en la operación de esas medidas por parte del gobierno, y en la impunidad con que el antiguo monopolio estatal y hoy privado se ha comportado en el cumplimiento de sus obligaciones asimétricas. Las diversas formas como elude y resiste ser declarado lo que es: un agente con poder sustancial de mercado, dominante en el sector de las telecomunicaciones.

Ahí es donde se localiza el mayor problema: hay una ausencia del Estado para reordenar a este y otros grupos de interés. No han existido políticas públicas amplias y capaces de proporcionar a la mayoría acceso a tecnologías interactivas como internet y telefonía y a medios de difusión como tv y radio. El interés monopólico ha obstaculizado la diversificación de empresas que, junto con una auténtica y eficaz regulación estatal, podría mejorar la calidad y reducir los precios al consumidor.

Telmex ha sido hasta ahora el regulador de sí mismo y del mercado; no conoce la acción del Estado para exigirle cumplir su título de concesión; por la vía de proveer recursos financieros se asoció sin disimulo con el dominante de la tv, y en la transversalidad de su poder económico y político ha sofocado leyes, impuesto funcionarios y vetado a otros posibles, repele y persigue cualquier intento de competencia con la fuerza de su inversión publicitaria, impone las tarifas, mantiene cerrada la interconexión de su red a quien gusta o delimita los alcances de ella, y cobra al consumidor varios de los precios más altos en el mundo.

Sólo desde la ignorancia sobre el sector de las telecomunicaciones o desde la premeditada acción de desinformar se puede afirmar que hoy México cuenta con la telefonía más barata que hace 18 años. ¿Comparado con qué, con quiénes? Cuando a nivel internacional ¡y por virtud de ese fenómeno tecnológico! las tarifas se han venido reduciendo; entre el mismísimo club de los países ricos (OCDE), México ocupa —además del glorioso primer lugar en la lista de multimillonarios de Forbes— el tercer lugar en las tarifas más altas de la telefonía residencial fija de bajo consumo, el segundo en la móvil de bajo consumo, el primero en llamadas internacionales para negocios, y el segundo en llamadas internacionales de uso residencial.

No es concebible que un gobierno con el talante como el del presidente Calderón le abra a Telmex su título para expandirse a otros negocios sin abrir primero la competencia en las telecomunicaciones. No imagino el triple play sin la posibilidad de un Estado que acabe con el asalto en despoblado que significan la tarifa y el redondeo en la telefonía celular. Estoy seguro de que quienes lo asesoran en estos asuntos actuarán con responsabilidad con el Presidente y con el país.

Profesor de la FCPyS de la UNAM

22 de enero de 2008

UN POLÍTICO CON VODKA EN TU FIESTA

A menudo, en nuestro imaginario colectivo los políticos no son más que hombres grises, la antitesis de la diversión. Nos hablan de impuestos, desempleo y otros temas apasionantes.

Fiesta holandesa en la playa



Aquí tenemos Pier Anne Nawijn, ex miembro del parlamento holandés, cantando y bailando hace un par de años en un torneo de Volley playa, cual quinceañero en plena efesvercencia. Un aplauso para Pier por hacer gala de tal derroche de energía.

Divertida a su manera



Parlamento de Aragón (España), Septiembre de 2007, primera comparecencia (y última) de la parlamentaria Isabel Teruel como portavoz socialista de Educación ante la cámara. 10 minutos de lo más surrealista. Isabel comienza dirigiéndose al Presidente con un “Sí, cariño mío, lo que tu quieras”. Su intervención continúa y el resto de diputados casi no puede ni aguantar las risas durante esos eternos 10 minutos.

También el G8 se lo pasan bien



Todos sabemos que George Bush es un cachondo mental, pero por lo que parece nuestro amigo tejano aún no le tiene cogido el punto a la canciller alemana Angela Merkel. No hay más que comprobar la cara que puso ésta cuando George se le acerco por la espalda en la última cumbre del G8 en Rusia para masajearle la espalda.

Una cervecita para pasar el mal trago



Suponemos que después de los aspavientos de Angela, nuestro querido George debió pasar un mal rato, así que para limar asperezas nada mejor que ¡¡¡una cerveza bien fría!!! Espera George, un momento, ¿tu no habías tenido ciertos problemillas con la botella? ¿O fue con las galletas? ¡Por lo que más quieras, aguanta y no recaigas de nuevo!

El Vodka crea extrañas parejas de cámara



El incombustible Eurodiputado Finlandés Alexander Stubb, del Partido Popular Europeo, defendiendo el vodka en el parlamento europeo: los finlandeses quieren que el vodka tenga el mismo rango legal que el Ron o el Güisqui y que no se le considere una bebida de segunda. Al fin y al cabo saben de que están hablando: 7 países producen el 70% del vodka y se beben ese 70%. Después de admitir que no es un gran fan de los hermanos Kaczynski de Polonia, concluye que han hecho un gran trabajo defendiendo el vodka, así que les regala una botella para ver si así relajan su posición sobre la constitución Europea. Estos declinaron la ofrenda.

Las viejas glorias nunca mueren



Si nos ponemos a hablar sobre lo cachondos que son los políticos, es evidente que tarde o temprano tendría que salir nuestro amado Silvio, el maestro, el único, el inimitable: Berlusconi. Aquí Silvio saluda a su manera a una amable polícía municipal italiana en un gran alarde de educación y afectividad. Un vídeo trucado, que durante mucho tiempo tuvo a los internautas pellizcándose de incredulidad.

21 de enero de 2008

Mexicanos

Macario Schettino Yáñez

Mexicanos ¿Qué nos define como mexicanos? ¿En verdad “sin maíz no hay país”? ¿En serio dependemos del petróleo para ser soberanos? Me parece que estas preguntas, y otras parecidas, exigen una respuesta. Estoy convencido de que el debate verdadero es éste, y mientras no lo enfrentemos, seremos incapaces de resolver adecuadamente los temas que están pendientes: la reforma del Estado y las reformas económicas.

Insisto en que los ganadores de la guerra civil que acostumbramos llamar Revolución Mexicana debieron construir una narración histórica que les diese la legitimidad que las armas nunca dan. Esa narración se fue elaborando desde los años 20, pero culminó en el gobierno de Lázaro Cárdenas, más específicamente a mediados de 1938. Se trata de las dos décadas en que el capitalismo estuvo en riesgo de desaparecer y las ideas antiliberales eran especialmente fuertes. Parecía que las opciones del futuro estaban entre el totalitarismo de derecha de Mussolini y Hitler o el de izquierda de Stalin.

En ese entorno se creó el “nacionalismo revolucionario”, esa mezcla de ideas que fue el sustento del régimen. Convergían en esa narración el comunismo acérrimo de Diego Rivera y otros artistas, el indigenismo de Cárdenas, los cuentos de la historia liberal porfirista y las características de una sociedad atrasada como era la nuestra entonces: rural, comunitaria, católica.

En consecuencia, la Revolución asocia lo mexicano a esa mezcla. Es nacionalista lo rural, no lo urbano; lo indígena, no lo europeo. México es come curas, pero católico, es decir medieval y guadalupano. México dice ser liberal, democrático y federal, pero en la realidad es comunitario, autoritario y centralizado. La sociedad entera es corporativizada desde el Estado. Cárdenas crea los sindicatos y federaciones obreras, las centrales campesinas, las cámaras empresariales obligatorias; subordina al Banco de México y a la Suprema Corte al presidente; crea un partido político corporativo sobre el esqueleto del PNR; impulsa la educación socialista. Y nacionaliza la industria petrolera, jugada maestra que lo convierte en héroe en vida.

Desde entonces, todo aquel que se atreviera a criticar a indígenas y a campesinos, a maestros rurales, a la Virgen de Guadalupe, al presidente centralista, a Pemex, era inmediatamente calificado de antipatriota, de extranjerizante, que en esa sociedad cerrada era el peor insulto. Como México no hay dos, y quien no es mexicano no es nada. Porque la xenofobia completaba ese discurso patriotero.

El régimen sostenido en ese discurso resultó un fracaso absoluto para este país. Mientras hubo tierra ociosa, logramos crecer lo mismo que el resto del mundo, no más. Después, hubo que endeudar a la nación, despilfarrar el manto petrolero que logró salvar lo que la nacionalización casi había destruido. México, como buena parte de América Latina, desperdició el siglo XX.

Pero hoy este discurso continúa. Una cantidad importante de personas cree, efectivamente, que no se puede ser mexicano si no se come maíz, si no se cree en Guadalupe, si no se ensalza a los indígenas (aunque secretamente se les desprecie). No se puede ser mexicano si Pemex desaparece, no importando que su existencia nos cueste a todos para beneficiar sólo al sindicato, como también ocurre con Luz y Fuerza del Centro, o con el Seguro Social. No se puede ser mexicano si se duda de la Revolución, del milagro mexicano, de la heroicidad de Zapata, Villa y Cárdenas. Para todas estas personas, no importa que 100 años después esté claramente demostrado el gran fraude que ha sido esa narración y ese régimen. No importa que en todo ese tiempo los pobres no hayan dejado de serlo, que el país jamás haya dejado de estar “en desarrollo”.

Por eso éste es el gran debate. Porque los farsantes que dicen defender al campo, a la soberanía, a los pobres, viven de la ignorancia y de las creencias producto de ese “nacionalismo revolucionario”. Y son esos mismos farsantes los que impiden que este país sea una democracia plena, porque siguen viviendo de las corporaciones. Son ellos quienes impiden acabar con la pobreza, porque de esos pobres obtienen sus votos.

Ya estuvo bueno. Con sus mentiras, casi han acabado con México. Los verdaderos patriotas queremos un país democrático, competitivo y justo. Porque queremos sentirnos orgullosos de nosotros mismos. No del maíz ni del petróleo ni de Guadalupe.

Profesor en la División de Humanidades del ITESM-CCM

4 de enero de 2008

Mitología de la Revolución

José A. Crespo

Una importante aportación histórica ha hecho Macario Schettino con su libro recién publicado, Cien años de confusión (2007), para comprender con mayor amplitud la peculiar experiencia política, económica y social del México del siglo XX. De lectura amena y estilo pedagógico, el propósito general del libro es cuestionar, de manera seria y documentada, la mitología que está detrás de los numerosos sucesos aislados pero confluyentes que genéricamente consideramos como Revolución Mexicana. Una mitología deliberadamente construida por el régimen que emanó de esa serie de sucesos para legitimar su dominación sobre principios distintos a aquellos en que se basó el porfiriato, que también tuvo su propia legitimidad (a partir del positivismo cientificista y el darwinismo social). Típicamente se han manejado cuatro grandes explicaciones de la revolución maderista de 1910. 1) Una crisis económica profunda que movilizó a las masas campesinas que subvirtieron el orden político vigente. 2) Una revolución esencialmente obrera, que ante las contradicciones del capitalismo se levantaron en armas, dando respaldo al llamado maderista para buscar la democracia política y, posteriormente, las reivindicaciones laborales. 3) La entrega que hizo el porfiriato de la economía al capital extranjero generó una ola nacionalista que en cierto momento terminó por derrocar al régimen que desnacionalizó el capitalismo. 4) El autoritarismo porfirista agotó su legitimidad y sus posibilidades de continuidad, tanto por el envejecimiento de la clase política (incluido el dictador) como por la falta de movilidad política y de incorporación de nuevas élites al régimen.

De estas cuatro grandes líneas de explicación dice Schettino—, las tres primeras, de índole económico y social, son justo las que aportan los elementos legitimadores del régimen que surgió tras la Revolución, pero es la cuarta, de orden esencialmente político, la que más se aproxima a la realidad, aunque la legitimidad que aporta al nuevo orden es más bien modesta (la defensa del voto y la movilidad política). Aunque Schettino no recurre como referencia a la vasta bibliografía sobre la sociología de las revoluciones, en esencia sus conclusiones coinciden con las emanadas de los enfoques no marxistas de ese fenómeno. Vienen a mi mente el estudio clásico de Crane Brinton, Anatomía de la revolución, desde un ángulo histórico, y las aportaciones de Samuel Huntington, desde una perspectiva politológica. Ambos coinciden en señalar que no es una crisis económica profunda, la movilización de la clase proletaria (que apenas si se esboza en los países que experimentan estas revoluciones) o una amplia y concertada rebelión campesina (aunque en todas se incorporan movilizaciones campesinas, generalmente inconexas y regionales), lo que explica la caída del Antiguo Régimen, sino justamente la estructura misma de esos regímenes: autocracias cerradas y anquilosadas, incapaces de incorporar a nuevas élites movilizadas políticamente, no a causa de una profunda crisis económica, sino estimuladas y fortalecidas por un periodo de expansión y modernización socioeconómica impulsada por los propios autócratas (los borbones en Francia, los zares en Rusia, los manchúes en China y el porfiriato en México). El detonador es la propia incapacidad de los autócratas para entender que ha llegado el momento de abrir el sistema político (con lo cual se hubieran evitado los estallidos revolucionarios), con reformas incluso modestas, pero eficientes para renovar y airear un tanto la agotada autocracia, cuya legitimidad política se había casi esfumado.

Uno de esos mitos fundadores consiste en presentar a Francisco I. Madero como el líder real del movimiento que removió del poder al viejo dictador. Madero fue sin duda el iniciador formal de la Revolución, pero los diversos focos de insurrección apenas tuvieron conexión con el mártir democrático, al que ni siquiera obedecían militarmente. Y más que la convocatoria de Madero a tomar las armas, fue la caída del propio Díaz lo que, ante el vacío de poder, desató el mayor número de levantamientos en distintos puntos. La mayoría por reivindicaciones locales, agravios personales y ambiciones de poder, pero, paradójicamente, dirigidas contra el gobierno de Madero (como claramente lo fue el zapatismo con su lema “Tierra y Libertad”). Madero fue un aprendiz de brujo cuyos sortilegios revolucionarios rápidamente salieron de su control (como sucedió con casi todos los líderes moderados de otras revoluciones: los girondinos en Francia, Kerensky en Rusia y Sun Yat Sen en China). El propio Madero desconfiaba de las revoluciones pues creía —con razón— que generaban un enorme costo humano, social y económico, sólo para encumbrar en el poder a una nueva élite que, olvidándose pronto de sus promesas democráticas, daba pie a un renovado autoritarismo no muy distinto del que había derrocado. El porfirato mismo —cuya bandera original fue “sufragio efectivo, no reelección— era prueba de ello. Y creyó Madero conjurar ese evidente riesgo preservando la estructura administrativa y militar del porfiriato, sin prever que eso mismo incubaría el germen de la contrarrevolución. Pero en cuanto a que de una revolución sólo puede surgir un nuevo autoritarismo, Madero no se equivocó (como la dictadura napoleónica, el régimen bolchevique, el nacionalismo taiwanés, el nacionalismo chino y el priismo mexicano). Y las “conquistas de la Revolución” fueron también incorporadas —frecuentemente de manera más eficaz— en una serie de países que no experimentaron una revolución social. Schettino contribuye pues a desnudar ese gran mito revolucionario, que prevalece profundamente en nuestra conciencia política y aún se enseña en escuelas y universidades.

2 de enero de 2008

Fox, el revolucionario

José A. Crespo

No conozco a ningún mexicano (salvo a mí mismo) que haya leído o esté leyendo el libro de Vicente Fox recién traducido al español, La revolución de la esperanza (es que hay distintos niveles de masoquismo literario). Es un libro que claramente está dirigido al público estadunidense, lo que se nota por la forma de dirigirse al lector, los ejemplos y los símbolos que utiliza. Quizás el interés de haber escrito este libro para los estadunidenses responda al mayor mercado que hay allá. O bien, pensó que ahí mantiene una buena imagen, mejor en todo caso que la que conserva entre los mexicanos.

El asunto es que, desde el primer momento, se percibe cómo Fox utiliza símbolos e imágenes caros a los estadunidenses, así haya tenido que distorsionar un tanto la realidad. Por ejemplo, se presenta como un “muchacho campesino” que, gracias a su esfuerzo y tesón estrictamente meritocrático, logró ascender en la escala social y económica, para culminar en la presidencia misma de la República. Una trayectoria que suele entusiasmar mucho a los estadunidenses. Afirma Fox que, “como las mejores historias americanas, la mía ofrece la esperanza de que cualquier muchacho campesino pueda llegar a ser presidente de una gran democracia”. Y agrega que “este es un sueño que se realiza… sólo en las Américas”. Claro que no aclara que, en México, ser un “muchacho campesino” significa un alto nivel de marginación social y económica, sufrir discriminación de varios tipos, contar con pocas oportunidades de educación y ascenso social, que no corresponde ni de lejos a la situación que vivió Fox. Fox tuvo acceso a buenas escuelas, incluida la Universidad Iberoamericana durante la licenciatura, así como viajes y otros recursos que difícilmente tiene un “muchacho campesino” en México. Pero seguramente habrá lectores estadunidenses que, de no conocer su trayectoria real, vean en él a un moderno Benito Juárez (salvo por no ser de raza indígena) o, más probablemente, un Abraham Lincoln.

Fox se presenta también no sólo como un activista político en pos de la democracia, sino como un auténtico revolucionario, aunque no bajo la connotación que a ese término dan los priistas ni menos el que le confiere la izquierda marxista. Es un revolucionario por enfrentar y derrotar a un añejo régimen autoritario, cual David frente a Goliat. Eso es en parte cierto, si bien no bastó, como sugiere Fox, para desmantelar ese régimen y sustituirlo por una auténtica democracia, empeño que abandonó a poco tiempo de llegar a Los Pinos. Pero haber derrotado al PRI lo ubica históricamente según él en un nivel semejante al de Nelson Mandela, Martin Luther King o Vaclav Havel, los cuales lograron “movilizar a millones mediante el ejemplo de su valor y la fuerza de sus ideas”. Bueno, si nadie más lo dice, no queda más remedio que decirlo uno mismo.

Pero Fox también se siente revolucionario por el estilo con el que enfrentó al PRI: estilo bronco, pendenciero y revoltoso. Recuerda cómo en la campaña de 1988 en la que competía para ser diputado—, junto a Manuel Clouthier, subió al estrado agitando el estandarte de la Virgen de Guadalupe evocando al revolucionario Hidalgo mientras gritaba: “Quedan muchas Alhóndigas por quemar”, y repetía aquella famosa frase de un jefe cristero: “Si avanzo, síganme. Si me detengo, empújenme. Si retrocedo, mátenme”. Por fortuna, nadie se tomó en serio esta última exhortación. Desde luego, no podía faltar la comparación de su propia gesta con la de Francisco Madero, el revolucionario demócrata: “Después de nuestra propia revolución democrática y pacífica, recordé el ejemplo de Madero”. Pero Fox se queja de que Madero “ha sido desdeñado por revisionistas del PRI como un dirigente débil, carente de energía para castigar a sus enemigos… un presidente vacilante”. Curiosamente, esos historiadores, sean o no del PRI, tienen razón al caracterizar de esa forma a Madero, y justo en eso sí hubo parecido entre el apóstol y Fox. ¿O acaso llamó a cuentas a alguien del régimen priista? Dijo hace tiempo Enrique Krauze, con razón, que Fox se parecía a Madero en que, políticamente hablando, “no sabía que no sabía”. En su defensa, Fox recuerda las palabras de don Francisco: “Derroté a un dictador, no pretendo volverme otro”. Algo que no puede aplicarse del todo al caso de Fox. Derrotó al régimen priista, cierto, pero su desempeño no fue muy distinto al de un presidente priista, al menos en lo que hace a su compromiso democrático.

Incluso, el último presidente del PRI (hasta ahora), Ernesto Zedillo, queda hoy mejor parado en lo que hace a la democratización, algo que de alguna manera reconoce Fox: “Mi propio predecesor, Ernesto Zedillo, dirigió la transición de nuestro país a la democracia… es un ex presidente (nótese, ex presidente) tan honrado que realmente necesitaba trabajar para ganarse la vida” (tras haber dejado Los Pinos). Y más adelante agrega que, al reconocer su triunfo en 2000, “el presidente Zedillo demostró ser un verdadero demócrata… Fue un acto de integridad electoral que señalará para siempre al discreto economista como una figura histórica de la pacífica transición de México a la democracia”. Un lugar bien ganado que, en cambio, la historia le escatimará a Fox. Y es que, según él mismo afirma, “en el proceso político éramos simples aficionados; fuera del PRI, nadie sabía cómo funcionan las palancas de la maquinaria política mexicana. Pero sí sabíamos cómo vender una marca”. Y esa marca fue “dar a México la esperanza de que la democracia cambiaría sus vidas para bien”. Hasta ahí llegó, en efecto, la “revolución” foxista. En vender, mercado-técnicamente al electorado mexicano, la esperanza y la incumplida promesa de un auténtico cambio.