15 de marzo de 2010

Los demócratas y la empresa de telecomunicaciones de Haití

Mary Anastasia O'Grady

Joseph P. Kennedy II dejó de lado por un momento sus asuntos petroleros con Hugo Chávez el mes pasado para responder a una columna que escribí sobre otro de sus emprendimientos. Se trata de un contrato de 1999 entre Fusion Telecommunications, donde Kennedy formaba parte de la junta directiva, y el monopolio estatal de telecomunicaciones Haiti Teleco.

Las afirmaciones de Kennedy en una carta fechada el 11 de febrero al editor de The Wall Street Journal, así como la pregunta aún sin respuesta sobre por qué Fusion tenía acceso a la red de Teleco con un descuento de 75% sobre la tarifa oficial que aparece en los documentos enviados a la Comisión Federal de Comunicaciones de Estados Unidos (FCC)– llaman la atención. Esto es especialmente valedero ya que, el viernes 12 de marzo, un ex director de asuntos internacionales de Haiti Teleco se declaró culpable en una corte federal del estado de Florida de lavado de dinero en conexión con una conspiración de sobornos entre 2001 y 2003.

Llegar al fondo del acuerdo de Fusion, que un editorial de The Wall Street Journal de mayo de 2001 caracterizó como "sórdido", es importante para Haití. Su presidente cuando se firmó el contrato era René Préval, en ese momento un aliado cercano de Jean Bertrand Aristide. El presidente estadounidense era Bill Clinton, quien había restablecido al despótico Aristide en el poder en 1994. Numerosos amigotes de Clinton también eran parte de la junta directiva de Fusion.

Hoy, Préval es presidente otra vez, Clinton es el enviado oficial de la ONU a Haití y burócratas internacionales diseñan un plan de reconstrucción que, según el periódico Washington Post "sugiere ingeniería social en una amplia escala, que podría involucrar niveles de inversión privada y pública en Haití que realmente nunca se imaginaron antes". Si hay alguna esperanza de que este plan, con un costo estimado de entre US$1.000 millones y US$3.000 millones, no termine financiando pistas de esquí en Puerto Príncipe, hay que exigir que quienes estén el poder rindan cuentas.

Mi columna del 25 de enero describió acusaciones realizadas por el gobierno interino de Haití entre 2004 y 2005 en una demanda civil entablada en la corte federal del sur de Florida contra Aristide. La demanda señalaba que la investigación del gobierno sobre Teleco mostraba que Aristide hizo arreglos con "ciertos" proveedores de telecomunicaciones estadounidenses y "les otorgó tarifas significativamente reducidas por servicios brindados por Teleco a cambio de comisiones o sobornos...". La demanda indicó que una de las empresas que realizó ciertos pagos "a ciertas empresas en el extranjero" fue Fusion. Acusa que una de las compañías que hizo pagos a a ciertas "empresas off-shore" fue Fusion. Haití afirmó que podía probar los cargos, pero luego cuando Préval fue elegido presidente otra vez en 2006 retiró la demanda.

Kennedy sostiene que mi columna "establece mal los hechos en torno al acuerdo de Fusion con Teleco" y que él no estaba "al tanto de ninguna acción, práctica o política que fuera sospechosa moralmente de alguna forma o que violara ninguna ley internacional o interna".

Sólo Kennedy sabe si estaba al corriente de alguna violación de las normas de la FCC. Pero eso no altera los hechos: puesto que Teleco era un monopolio a fines de la década del 90 y comienzos de la de 2000, los operadores estadounidenses que hacían negocios con esa empresa estaban sujetos a la política de acuerdos de la FCC (ISP). Las reglas de la FCC indicaban que los prestadores estadounidenses con tráfico hacia países ISP debían presentar sus contratos ante la comisión y que esos contratos eran de dominio público. Las normas de la ISP también indicaban que un monopolio sólo podía ofrecer una tarifa a los operadores estadounidenses. Si le otorgaba una tarifa más baja a un prestador, esa empresa tenía que presentar el contrato ante la comisión y alertar a todos los competidores más importantes de la nueva tarifa. La tarifa oficial luego caería para todos los operadores.

A fines de los 90 algunos haitianos que trabajaban en Teleco me dijeron que "la empresa Fusion de los Kennedy" obtenía un descuento especial y que tenía una oficina dentro de Teleco. Llamé a Fusion para preguntar al respecto pero ni siquiera confirmaron si tenían negocios en Haití. Luego, la FCC me informó que su archivo que contenía los contratos de Haití, que son documentos públicos, se había extraviado. Cuando la FCC le pidió a los operadores que entregaran un duplicado, Fusion entregó una copia de 1999. Luego acudió a los tribunales para bloquear mi acceso al documento.

Fusion perdió y cuando el contrato se difundió mostró que la empresa tenía una tarifa de 12 centavos de dólar por minuto en circunstancias que la tarifa oficial era de 50 centavos por minuto. Como me dijo un haitiano, en una de las rutas más transitadas del hemisferio occidental, "era una mina de oro".

Una de las afirmaciones más graciosas de Kennedy es que el pacto especial de Fusion con Teleco era "un acuerdo innovador" y un ejemplo de "desregulación de monopolios estatales". La FCC sugirió algo distinto en otra situación similar. En 2008 le impuso una multa de US$400.000 a la firma de Nueva Jersey IDT por no presentar su acuerdo con Teleco de 2003, en el que obtuvo un precio de 8,75 centavos por minuto, un descuento del 66% frente a la tarifa oficial.

Un empresario independiente estadounidense que hace negocios en el Caribe hace poco me explicó el panorama haitiano de esta forma: "no nos molestamos con Haití ya que la Ley de Prácticas Extranjeras Corruptas prohíbe que entidades estadounidenses legítimas ingresen en el mercado haitiano. En Haití hay que pagar para jugar. El beneficio de contar con cables submarinos competitivos sería transformador para los haitianos. En cambio, se quedaron con los amigotes de Clinton que les imponían impuestos a los pobres."

Lo que es peor, como demuestra el más reciente esfuerzo de asistencia, por lo menos algunos de estos amigotes no se han ido.

12 de marzo de 2010

El monopolio detrás del hombre más rico del mundo

Eduardo Kaplan

Por primera vez en la historia del ranking de la revista Forbes, América Latina da a luz al hombre más rico del mundo. En este caso se trata del magnate Mexicano Carlos Slim Helú, quien ya se había ubicado entre los primeros puestos en los últimos años, y por fin supera a leyendas en el panteón de los empresarios como Bill Gates y Warren Buffett.

Desde que el anuncio se hizo público en la tarde del miércoles, se han sumado referencias al nuevo galardón de Slim como otro ejemplo del ascenso de los países en desarrollo y su contribución al crecimiento económico mundial, mientras los países desarrollados todavía luchan para salir de la crisis financiera iniciada en 2008.

No cabe duda de que grandes potencias emergentes como China, Brasil, India y México tienen más peso en la economía mundial y que en parte los beneficios de esa participación se notan en la mejoría de las condiciones de vida para sus ciudadanos. Una de las paradojas del galardón de Slim, sin embargo, es que parte de su escalada hacia la cima de la riqueza se debe a las mismas razones que obstaculizan el desarrollo de México y otros países emergentes.

El hijo de un inmigrante Libanés que llegó a México en 1902 sin hablar español, Carlos Slim ha logrado en una vida mucho más de lo que generaciones han soñado: superar su situación económica para poder ofrecer a sus hijos mejores condiciones y acceso a nuevas oportunidades. En una región como América Latina donde la movilidad social se ha estancado, hay anécdotas en la historia de Slim que parecen salidas de las novelas del estadounidense Horatio Alger Jr., que se hicieron populares en el siglo XIX en el país norteamericano, cuando millones de inmigrantes llegaban a esas orillas en busca de mejorar su calidad de vida.

Como los héroes de Alger, Slim ha dedicado su vida al trabajo y a su familia. Y al igual que Warren Buffett, ha invertido en compañías ignoradas por otros empresarios que a la larga redituaron importantes ganancias. Pero el impulso que le permitió acceder a la estratosfera de la riqueza mundial se lo dio en 1990 la compra al estado del monopolio telefónico Telmex.

Slim modernizó a la empresa, y con el beneplácito de las autoridades, ha disfrutado de lo que efectivamente ha transformado en un monopolio privado justo en un momento en que el sector, desde la telefonía celular hasta Internet, se ha convertido en parte esencial del desarrollo de cualquier sociedad.

Aunque tiene competidores, lleva las riendas del negocio gracias al poder de Telmex para conectar los diferentes servicios. La falta de competencia real en el sector es en gran parte responsable de los altos costos de la telefonía en México en comparación con otros países en desarrollo.

Slim no es el primer magnate en la región que manejó con habilidad las concesiones del gobierno, y merece ser reconocido por haber construido un gigante de las telecomunicaciones con operaciones en casi veinte países, además de tener intereses en empresas en los sectores más importantes de la economía mexicana. El éxito de Slim es indiscutible, y aunque para algunos representa la pujanza emprendedora de los mercados emergentes, es también producto de antiguas costumbres que impiden el libre acceso a oportunidades para la mayoría.

Eduardo Kaplan es columnista de Dow Jones Newswires

10 de marzo de 2010

La democracia del Siglo XXI

Carlos Sabino

Carlos Sabino es profesor de historia, economía y sociología para la Universidad Francisco Marroquín (Guatemala).

Dos problemas inquietantes

Dictadura y desarrollo económico

América Latina, después de un pasado de inestabilidad institucional y política, fue retornando gradualmente a formas de gobierno democráticas a partir de 1978: la oleada de cambios resultó incontenible y, una a una, fueron desapareciendo las dictaduras que existían hasta que —a finales de la década siguiente— sólo persistía la excepción solitaria de Cuba, anclada en su estático sistema comunista. Esta transformación política suscitó extendidas esperanzas y una actitud de renovado optimismo en la región pues, con gobiernos elegidos popularmente, se pensó que se iniciaría una etapa de consolidación capaz de asegurar las libertades ciudadanas y de crear un ambiente propicio para el crecimiento económico. Pero este último objetivo resultó, por lo general, bastante esquivo.

Si analizamos lo ocurrido en la región durante las tres últimas décadas podemos concluir que el crecimiento ha sido lento e irregular, sometido a constantes fluctuaciones de no poca envergadura. En primer lugar porque la crisis económica de 1982, la llamada crisis de la deuda, fue mal encarada inicialmente por las restablecidas democracias: en muchos países se profundizó el mismo modelo estatista que había producido la crisis, con sus secuelas de brutales inflaciones, desempleo y aumento de la pobreza. Sólo al final de esa década varios gobernantes se decidieron a introducir amplias reformas al sistema vigente, definitivamente inviable ya, disminuyendo los gastos del estado, balanceando sus cuentas y favoreciendo el desarrollo de una economía más libre y abierta. La crisis fue entonces superada, al menos en sus efectos de corto plazo, lo que sin duda contribuyó al afianzamiento de los sistemas políticos democráticos que se habían establecido o estaban a punto de introducirse.

Pero ya algo antes, hacia mediados de la década de los ochenta, comenzó a plantearse para muchos analistas uno de esos dos inquietantes problemas que queremos discutir en este artículo: el Chile de Pinochet, una nación gobernada por una rígida dictadura1 pero que había impuesto un modelo de economía de mercado bastante libre, se destacaba en la región por su eficaz manejo de la crisis. Chile había logrado recuperarse con velocidad después de sufrir una seria recesión y avanzaba económicamente a un paso muy rápido, reduciendo el desempleo y mejorando firmemente la calidad de vida de sus habitantes. Sus políticas económicas resultaban coherentes y bien encaminadas, produciendo excelentes resultados económicos y también sociales. ¿Es que acaso, por desgracia, era la dictadura misma el factor que alimentaba los éxitos del país austral? ¿Eran las democracias, que existían ya en la mayor parte de Iberoamérica, las que debilitaban la conducción económica e impedían resolver los problemas que aquejaban a las demás naciones?

La respuesta que —en esos años— se dio a estos interrogantes, fue por lo general negativa. La mayoría de los analistas pensábamos que no era el modelo político de Pinochet el que favorecía el desarrollo económico sino que, muy por el contrario, podía decirse que Chile avanzaba porque aplicaba de un modo consecuente políticas de libre mercado, aún a pesar de la falta de libertades políticas y civiles: no era la dictadura el factor que favorecía el desarrollo sino que, con justas políticas económicas, se podía lograr un rápido desenvolvimiento económico aunque existiese la rémora de un sistema político opresivo.2 Al iniciarse la década de los noventa las exitosas reformas de Bolivia, México, Perú, Argentina y Brasil parecían confirmar esta opinión, aunque, desde el punto de vista contrario, se destacaba que el caso chileno se parecía más al de los llamados “tigres asiáticos” que al de los demás países de América Latina. Corea del Sur y Taiwán había logrado el despegue de sus economías bajo auténticas y duras dictaduras, Hong Kong lo había hecho siendo colonia británica y sin gozar de libertades políticas, mientras que Singapur crecía bajo un régimen autoritario y muy poco democrático. Ya China, aún bajo la férula de su partido comunista, exhibía un desempeño admirable en materia económica y los restantes ejemplos asiáticos, sin excepción, mostraban una concordancia con la opinión de que se necesitaban gobiernos fuertes durante un largo tiempo para alcanzar un desarrollo sostenido que pudiese reducir drásticamente la pobreza.

Podría preguntarse, como muchos lo hacíamos en esa época, por qué era necesaria una dictadura, o al menos un gobierno autoritario y estable, para lograr el desarrollo. Más específicamente, ¿cuál era la conexión causal, concreta que podía producir ese efecto? Pero, más allá de eso, quedaba a nuestro favor el hecho imperturbable de que no cualquier gobierno autoritario servía para lograr las metas económicas deseadas: ¿no era acaso la empobrecida Cuba de Fidel Castro también una dictadura? ¿No lo eran todos los sistemas comunistas, visiblemente fracasados, o los gobiernos de Birmania (hoy Myanmar) o de aquellos países latinoamericanos que, en la década de los setenta, llevaron al estancamiento y a la crisis posterior?

La destrucción de la democracia

Dejemos en suspenso, por ahora, las respuestas a este embarazoso problema y veamos, para seguir con el hilo de la narración, lo que sucedió en nuestra región luego de la época en que se realizaron las reformas que llevaron a una cierta apertura económica. Es verdad que estos cambios, en algunos casos, fueron bastante notables y que lograron, en poco tiempo, hacer desaparecer flagelos como la inflación y el estancamiento, pero es cierto también que las reformas se detuvieron en cierto punto, concentrándose en los equilibrios fiscales, la liberación de los mercados cambiarios, la eliminación de ciertos subsidios, la reducción de los aranceles a la importación y las privatizaciones. No fueron poca cosa, ciertamente, pero no alcanzaron a tocar a fondo los mercados laborales, a reducir la presión fiscal o a eliminar controles burocráticos que trababan las actividades económicas, mientras que muchos subsidios indirectos se cambiaban por otros, de tipo directo, y en poco se reducían realmente los gastos gubernamentales.

Las reformas habían sido realizadas como respuestas coyunturales a la grave crisis de los ochenta y no como un programa de cambio estructural. Una vez pasada la crisis no hubo voluntad política para extenderlas y en varios casos, por el contrario, se dio marcha atrás y se volvió a ampliar la esfera de las regulaciones y de la actividad estatal, como en la Venezuela de Rafael Caldera (1994-1999) o en el Ecuador de finales del siglo XX. El hecho es que sobrevinieron en la región nuevas crisis —algunas profundas, como la de Argentina en 2001— y una nueva actitud de generalizado repudio a lo que se dio en llamar el “neoliberalismo”, englobando con tal término a cualquier política que amenazara el renovado crecimiento del estado.

Ya a finales de los años noventa se produjo, en Venezuela, el primero de los episodios que llevarían a la región a un sostenido ascenso de las izquierdas, cuando Hugo Chávez logró la presidencia con el 56% de los votos en las elecciones de diciembre de 1998. Pero pronto pudo apreciarse que este cambio representaba algo más que el resultado de esa simple oscilación pendular entre centro izquierda y centro derecha a la que estamos acostumbrados en casi todas las democracias. Chávez llegó con un programa que incluía el llamado a una asamblea constituyente “original” y con una retórica incendiaria que propiciaba el enfrentamiento entre pobres y ricos, presentándose como un populista que quería iniciar cambios radicales a favor de los sectores de menores ingresos. Lo que hizo, en pocos meses, fue desmantelar prácticamente todo el andamiaje de las instituciones del país y adoptar una postura de confrontación por completo alejada de los compromisos y de los consensos. A partir de 2003 quedó como dueño absoluto del poder, colocándose como un dictador ajeno a toda restricción legal e impulsando una transformación global de acusado tinte socialista. Con su llamada “Revolución Bolivariana” Chávez logró, sin mayor derramamiento de sangre, lo que hasta entonces parecía imposible: destruir la democracia desde adentro, copando sus instituciones después de una primera victoria electoral legítima, como ya lo habían hecho algunos de los fascismos europeos de la primera mitad del siglo XX y ciertos caudillos latinoamericanos para esa misma época. La democracia venezolana era imperfecta, sin duda alguna, plagada de controles económicos y cada vez menos liberal en el sentido profundo del término, pero tenía una tradición nada desdeñable y había sido capaz de asimilar las amenazas guerrilleras de los años sesenta, manteniendo el principio de alternabilidad y garantizando algunas libertades políticas básicas. Lo que de liberal le quedaba se perdió, en muy poco tiempo, para transformarse en un sistema totalmente personalista en lo político y cada vez más socialista y opresivo en lo económico.

Si el caso venezolano hubiese constituido sólo una excepción no estaríamos, hoy, ante el inquietante problema que se nos presenta. Pero a la aventura política de Chávez siguieron, a los pocos años, sucesivos cambios políticos de fondo en varios otros países de la región, como Bolivia, Ecuador y Nicaragua, manifestándose una tendencia similar también en Argentina y en el Paraguay. Es más, en varias otras naciones de América Latina —Perú, México y Costa Rica, por ejemplo— surgieron émulos del militar venezolano que, si bien no alcanzaron el poder, llegaron a tener (o tienen) inusitada fuerza electoral. Quedó así erosionada —a nuestro juicio profundamente— la confianza que implícita o explícitamente se ha tenido siempre en lo que un tanto vagamente se llama “el sistema democrático”: la idea de que las peores amenazas contra tal sistema vienen de los golpes de estado o de injerencias externas, la suposición de que una democracia consolidada y funcional —como lo era la venezolana— es capaz de resolver todas las tensiones internas que existen en la sociedad y sostenerse como modo de gobierno aún en las circunstancias más difíciles. Lo que vemos hoy en América Latina, por el contrario, es la fragilidad extrema que poseen los regímenes democráticos de la región, su debilidad ante la demagogia y el populismo, cuando estos se deciden a usar las libertades existentes para capturar el poder y destruir las instituciones y los valores en que se fundamenta el sistema democrático liberal.

Democracia y libertad

Para encontrar respuestas a los problemas que hemos presentado en la sección precedente debemos realizar una tarea de análisis conceptual que nos permita entender mejor los términos de lo que se debate —generalmente bastante confusos— y realizar, a la vez, una descripción más concreta de los sistemas políticos vigentes en la región.

El concepto de democracia, para comenzar, se usa en la actualidad de un modo realmente impreciso. Por democracia se entiende a veces, simplemente, una forma de gobierno donde la soberanía reside en el pueblo y en la que las decisiones fundamentales se toman por la regla de la mayoría, mediante sucesivas elecciones. Nada más. Otros, sin embargo, añaden a estas ideas básicas algunos requisitos importantes, que provienen del antiguo ideal republicano: que las elecciones sean realmente libres, que el gobierno se ejerza por medio de representantes, que se respete a las minorías y —en general— que exista un estado de derecho, donde las personas que ejercen los cargos públicos tengan que someterse a la ley igual que todos los demás ciudadanos. Si no se cumplen estas condiciones el sistema rápidamente degenera, convirtiéndose en lo que se llama la tiranía de las mayorías, un modo de gobierno donde se conculcan los derechos de las minorías y el gobernante, apoyado en parte por la masa de votantes, logra imponerse con un poder casi absoluto sobre toda la sociedad. Acaba así la democracia y se torna, más o menos abiertamente, a un sistema de tipo dictatorial.

La distinción, sin duda, era ya conocida por los antiguos. Desde Aristóteles se concebía a la democracia como una forma degradada de gobierno, donde las asambleas dominadas por los demagogos resultaban fácilmente manipulables y producían un sistema inestable, propicio a los cambios bruscos y propenso a ser dominado por una sola persona. Y, aunque las democracias actuales ya no se manejen a través de tumultuosas asambleas, el parecido existe, pues la emergencia de los populismos y los fascismos muestra con claridad hasta qué punto un régimen democrático tiene limitaciones inherentes a su propia naturaleza que, si no son convenientemente tomadas en cuenta, pueden producir el derrumbe completo del sistema.

En el mundo contemporáneo, como decíamos, no suele hacerse una distinción demasiado clara entre esas dos formas aparentemente similares de gobierno y, a todas, se las designa con el simple término de democracia. Pero un más ajustado análisis ha llevado a muchos autores a calificar este término genérico, para precisarlo, llamando “democracia liberal” al sistema en que, además de realizar consultas electorales, se mantiene una adecuada división de poderes, se respetan los derechos individuales y se establecen claras limitaciones a la esfera de la acción estatal, al ámbito sobre lo que una mayoría circunstancial puede actuar y decidir. El hecho de que en Irán o en Venezuela, por ejemplo, se realicen periódicas elecciones permitirá a algunos llamar “democracias” a los sistemas políticos que allí imperan, pero en todo caso es obvio que dichas democracias nada tienen de liberal, puesto que en Irán domina realmente una teocracia y Venezuela puede considerarse una autocracia o un régimen caudillista de dominio unipersonal.

Esta distinción conceptual entre auténticas democracias liberales y los sistemas que, manteniendo una fachada electoral, son realmente dictaduras de uno u otro tipo, nos sirve para plantear con más claridad el segundo de los problemas que nos formulamos en este artículo: ¿por qué, cómo y en qué condiciones se pierde el equilibrio entre los poderes y una democracia, aparentemente consolidada, deja de ser liberal y se convierte en una dictadura más o menos encubierta? La primera respuesta, la más inmediata y simple, es que sólo puede darse este proceso cuando un fuerte movimiento de la opinión pública impulsa hacia el poder a un hombre, un partido o una coalición que no respeta ni acepta las libertades individuales ni las formas de convivencia que permiten la existencia de un régimen democrático liberal. Cuando esto sucede resultará entonces fácil, desde el poder, conculcar las libertades ciudadanas y avanzar hacia la dictadura: esto podrá lograrse casi sin violencia, pues existirá una mayoría (o una amplia minoría) capaz de apoyar al gobernante en su camino de crear nuevas leyes que destruyan las instituciones existentes y proyecten una imagen de legalidad para su actuación. Se cambiarán las normas, se pondrán funcionarios dóciles al frente de las nuevas instituciones y se podrá reprimir a la oposición dentro del marco de la ley… de las nuevas leyes que el gobernante cree para afirmar y consolidar su poder absoluto. Uno de las primeras víctimas de este proceso será la llamada alternancia o alternabilidad que es propia de un régimen republicano: la posibilidad efectiva, siempre realizada en el mediano plazo, de que cambien los gobernantes y las políticas del estado. No casualmente los nuevos autoritarismos latinoamericanos se apresuran, como hemos visto en los últimos años, a cambiar las constituciones existentes; lo hacen para modificar instituciones y para concentrar el poder, por supuesto, pero ante todo para permitir la reelección y, si es posible, para dar una apariencia de legitimidad al gobierno de una sola persona por tiempo indefinido.

El proceso, al menos para quienes hemos seguido la emergencia de los nuevos autoritarismo de América Latina, se realiza así con relativa facilidad: para decirlo en términos concretos e históricos, una vez que Chávez gana su primera crucial elección y logra convocar a una Asamblea Constituyente, contando aún con la mayoría, resulta fácil entender el subsiguiente cambio, su consolidación en el poder, la forma en que desde el propio estado va logrando arrinconar a las fuerzas que se le oponen y construir el marco legal para ejercer su dictadura. Pero por qué, debemos preguntarnos, ¿por qué se generan estos movimientos de opinión que llevan a un caudillo a situarse en la inmejorable posición de quien puede adueñarse del poder, incluso con la bendición de los votos? ¿Qué lleva a una mayoría de un electorado a echar por la borda todos los resguardos institucionales republicanos y promover una salida que, aunque no se lo vea desde el comienzo, lleva en rápida transición hacia la dictadura?

Democracia y redistribución de ingresos

Lo que muestra la reciente experiencia de América Latina es que la ciudadanía se siente completamente frustrada —en la mayor parte de los países— después de tres décadas de gobiernos democráticos de muy distinta orientación. La frustración surge ante el lento progreso económico, la abrumadora corrupción y un rampante aumento de la delincuencia que impide a millones de personas llevar una existencia normal y mejorar su nivel y su calidad de vida. Es de esta frustración, que se proyecta a todo el sistema —a los políticos, a los partidos y a la democracia misma— que surge el apoyo a los líderes que prometen acabar con todos los males de un modo casi mágico, enarbolando la idea de asambleas constituyentes todopoderosas que permitan “refundar” el país pero que, en definitiva, desembocan en gobiernos personalistas que se apartan por completo de la democracia liberal.

Este extendido malestar proviene, en última instancia, de las expectativas que grandes sectores de la población depositan en el sistema democrático, de lo que se pide y exige a sus gobiernos, los cuales nunca resultan estar a la altura de tales expectativas. En Latinoamérica, al igual que en muchas otras partes del mundo, el sistema político recibe exigencias desmedidas que en buena medida lo transforman y desnaturalizan: no se le pide solamente que mantenga el orden, que procure mecanismos para la resolución pacífica de los conflictos y que permita la libre expresión de la voluntad de los ciudadanos; no, se le pide mucho más, se le exige que lleve bienestar a todos, que redistribuya la riqueza y combata la pobreza, que dé empleo, salud, educación y hasta vivienda a toda la colectividad. Y aquí, aunque no lo parezca, radica el meollo del problema.

A partir de este punto, del momento en que la democracia se concibe como una gigantesca máquina de redistribución económica, comienza un ciclo que, retroalimentándose, termina generando graves problemas que aparentemente desafían toda solución. Los más pobres, cobrando conciencia de su fuerza electoral, reclaman cada vez con mayor intensidad que se les otorgue beneficios de toda naturaleza; algunos políticos, evaluando bien el peso numérico de estos sectores, comienzan entonces a hacer promesas que son acogidas con entusiasmo, pero que resultan imposibles de cumplir. Desde el gobierno se toman medidas económicas de corte populista, de corto plazo, que son bien recibidas por buena parte del público pero que lesionan la economía y resultan por lo tanto completamente ineficaces. La oposición política, por lo general, entra entonces a competir con los gobiernos, ofreciendo aún mayores beneficios a la masa de los necesitados y formulando promesas cada vez más amplias y por lo tanto más difíciles de cumplir. Las campañas electorales se van convirtiendo en torneos donde cada partido trata de sobrepasar a los restantes en sus vanos ofrecimientos de proporcionar más y mejor educación, mayor atención a la salud, subsidios directos a los más pobres por medio de programas asistencialistas, viviendas, seguridad social… en fin todo lo que la gente quiere recibir sin dar nada a cambio. Porque los sistemas impositivos que tenemos en la región, por lo general, presentan una peculiar característica: sólo pagan impuestos directos las personas con mayores ingresos, las empresas y los empleados del sector económico formal; los pobres nada pagan, al menos directamente, aunque a través del IVA u otros impuestos similares ellos mismos contribuyen con no poco dinero para que el estado, luego, les otorgue “gratuitamente” lo que tanto anhelan.

Pero el sistema no funciona. La economía es ahogada por la presión impositiva y por una maraña de regulaciones burocráticas que impiden su rápido crecimiento; la salud y la educación quedan en manos de estructuras burocráticas, muchas veces controladas por los sindicatos, que proporcionan servicios de baja calidad y, por lo general, no llegan a toda la población; las ayudas directas, los alimentos o el dinero que se entregan a quienes supuestamente son los más necesitados, resultan magras y por lo general terminan siendo condicionadas políticamente: son dádivas que alivian en algo la miseria pero resultan por completo incapaces de solucionar el problema de la pobreza, pues nadie escapa de esa situación con sólo recibir algo de dinero. Para salir de la pobreza se necesita un crecimiento económico general, basado en fuertes inversiones, que aumente la productividad y, entonces, se convierta en mejores salarios.

El estado, en estas condiciones, se va convirtiendo en esa extraña maquinaria a través de la cual todo el mundo trata de vivir a costa de los demás, como ya lo expresara Frederic Bastiat hace más de 150 años. La corrupción se extiende: con tanto dinero circulando a través de infinidad de programas, con tantos funcionarios a cargo de entregar dádivas y subsidios, crecen las tentaciones y las posibilidades de apropiación indebida de los fondos públicos. Una descomposición moral —lenta y gradual, pero no por eso menos perniciosa— va corrompiendo todas las instancias de la vida pública, lo que despierta el natural repudio de la ciudadanía. Ningún político, sin embargo, se atreve a criticar estas profundas deformaciones del sistema: no lo hacen porque resultaría suicida. ¿Puede alguien ganar una elección, en este siglo XXI, prometiendo reducir o eliminar los subsidios directos que tanto pesan en los presupuestos públicos? ¿Puede combatirse eficazmente la corrupción cuando el mismo sistema se ha convertido en una máquina para repartir el dinero de otros? Muy por el contrario, para triunfar en una democracia se necesitan votos, muchísimos votos, y estos se obtienen ganándose la buena voluntad de quienes piensan que, apoyando a determinado candidato, conseguirán más ayudas y mejores servicios.

A largo plazo las democracias redistributivas, al menos en los países de economías más frágiles, resultan así por completo inviables. Por un lado pueden degenerar, como ya lo apuntamos, en sistemas de tipo personalista y autoritario que, una vez instalados en el poder, resultan casi imposibles de revertir. Por otro lado, y éste es por ahora el caso más general en la región, las democracias redistributivas generan un ambiente muy poco favorable para su consolidación debido a dos consecuencias de suma importancia: el aumento de la corrupción y el abandono de las funciones esenciales del estado.

Este último fenómeno es, a pesar de que no se lo perciba así, el que produce peores resultados en el largo plazo para la vida del ciudadano corriente. El discurso político prevaleciente —la actitud que, podríamos decir, es la “políticamente correcta” en estos tiempos— enfatiza las funciones sociales del estado pero recela de su actividad como proveedor de seguridad, paz y justicia. Erróneamente se concibe que aumentando los presupuestos de la educación se obtendrá un rápido desarrollo económico pero se deja de lado el hecho de que sin seguridad ciudadana no hay manera de lograr el progreso, especialmente de aquellos que menos tienen.

Así se crea una paradoja cargada de consecuencias peligrosas: el estado crece, pero a la par va abandonando sus funciones esenciales. Cada vez es menos un estado en el sentido riguroso del término —una organización compleja destinada a proveer el servicio esencial que es la seguridad ciudadana— pero resulta más extendido en sus funciones y más sobrecargado de personal, más caro, más difícil de supervisar y más corrupto. Lo anterior se aprecia con especial claridad cuando consideramos el caso de los programas sociales de tipo asistencialista, muy en boga en la región, que son una muestra extrema del tipo de mentalidad que estamos criticando.

Los programas asistencialistas se basan en transferencias directas de dinero o de bienes a los más necesitados con el objetivo manifiesto de reducir la pobreza. Pero su implantación produce consecuencias realmente negativas, tanto en la economía de las naciones como en el sistema político en general. En primer lugar, y ante todo, porque no sirven realmente para eliminar la pobreza: las modestas sumas de dinero que se entregan resultan un alivio para quienes están en situación de necesidad, sin duda, pero obviamente ellas resultan por completo insuficientes para modificar una situación de pobreza que deviene de la falta de ingresos propios, constantes, de cierta magnitud. Tales ayudas podrán resultar útiles, quizás, en circunstancias especiales —como por ejemplo en el caso de ciertas catástrofes o situaciones adversas— pero no tiene sentido concebirlas como un modo de erradicar un problema que se nutre de la escasa capacidad de generar riqueza que poseen nuestras sociedades, de la falta de inversiones y de tecnologías apropiadas, de la carencia de una infraestructura que facilite los intercambios y el desenvolvimiento económico en general. La pobreza es un problema estructural, es ante todo falta de riqueza y, como tal sólo puede ser superada por medio de un aumento general de la producción de bienes y servicios, de una mayor productividad y de un ambiente apropiado para el despliegue de las capacidades e iniciativas de la gente. Podrá decirse que, en todo caso, tales transferencias contribuyen, aunque sea en escasa medida, al bienestar de los más necesitados, pero el argumento pierde mucho de su sentido cuando tomamos en cuenta los riesgos que dichos programas traen, como veremos de inmediato.

Para poder transferir dinero y bienes a los más pobres se requiere de inmensos fondos, pues el número de personas en situación de pobreza es muy alto en nuestras sociedades, un porcentaje nada desdeñable del total de la población. Esta circunstancia significa que, entonces, el presupuesto del estado se ve enseguida comprometido en buena proporción por esta política asistencialista, significando casi siempre el 10% o más de los gastos totales. Para obtener tales fondos los estados deben adoptar alguna de las dos siguientes soluciones: o aumentan los impuestos —con el consiguiente daño que se hace así a la capitalización de las empresas y a sus posibilidades de inversión— o se reducen otros gastos, principalmente los de seguridad, defensa y obras públicas. Lo más frecuente es que los gobiernos adopten a la vez ambas medidas, con lo que el efecto económico general se torna desastroso: disminuye la productividad general de la sociedad, de la cual depende en última instancia el nivel de los salarios, y se reduce la seguridad ciudadana, con lo que se agravan los efectos del poco crecimiento económico. En algunos casos, inclusive, los gastos “sociales” de este tipo se financian en parte con mayores emisiones monetarias, lo que causa un aumento de precios que afecta siempre en mayor medida a los más pobres, o se aumenta el endeudamiento del estado, lo que posterga los problemas financieros pero redunda en mayor pobreza para las siguientes generaciones.

A todo esto hay que agregar tres condicionamientos que, en el fondo, resultan la peor consecuencia de este difundido asistencialismo estatal: a) desde el punto de vista social se alimenta la pasividad y la actitud de dependencia de las personas que reciben los subsidios, al punto de crear incentivos negativos para que ellos puedan, por sí mismos, abandonar la situación en que se encuentran; b) en el plano de lo político los mandatarios olvidan muy pronto que los dineros que entregan provienen del resto de los ciudadanos y actúan como si ellos mismos hicieran una caridad generalizada; se arrogan la paternidad de esos programas y, en muchos casos, disponen de los fondos públicos como si fueran propios, alimentando la creciente corrupción que afecta a nuestros países; c) por último, y también en el plano político, se crea una situación de hecho que se hace muy difícil de modificar, pues ninguna fuerza política, como decíamos, se atreve a censurar estos programas y, mucho menos, a proponer su reducción o su definitiva eliminación.

Todas estas consecuencias negativas, que de un modo u otro comparten casi todas las políticas sociales de los gobiernos de América Latina, se acumulan de un modo tal que generan esa extendida frustración a la que nos referíamos, esa debilidad del sistema democrático concreto que se ha adoptado en nuestra región y que está en el origen de los problemas políticos que nos aquejan.

Las democracias del siglo XXI

Si las democracias que existen en América Latina hoy resultan frágiles y por lo general inoperantes, si muestran severas limitaciones cuando se las compara con algunas dictaduras, es porque nuestros sistemas políticos actuales han construido un modelo que, respetando algunos rasgos externos de las democracias liberales, son en el fondo contrarios a la libertad personal e incapaces de suministrar a la ciudadanía los servicios básicos que debe proveer todo estado.

En el carácter redistributivo de las democracias actuales está la raíz de muchos de los problemas que soportamos hoy. Porque la maquinaria política, concebida para repartir lo que quita a unos para dárselo a los otros, se envilece a medida que se convierte en una competencia para exigir más del estado, como si éste fuese una entidad supraterrenal capaz de contentar a todos proveyendo servicios en una escala cada vez más extendida. No son sólo los subsidios directos los que agotan su capacidad financiera sino un vasto complejo de funciones, que van desde la educación a la salud, pasando por decenas de organismos burocráticos de toda índole, pero descuidando lo que es esencial a la naturaleza de la institución estatal, la seguridad y la justicia. Y esta debilidad, esta inoperancia, no sólo se manifiesta en el plano de unas finanzas públicas siempre en tensión, sino que se extiende al plano de lo moral, de lo ideológico, de la filosofía misma de la función pública: el estado que conocemos en estas tierras es una maquinaria que asume una cara benevolente, que trata de conformar a todos, que navega entre las promesas incumplidas y la corrupción, que es incapaz de trazar una delimitación clara de sus funciones y, por lo tanto, invade cada vez más la esfera de lo que es y debe mantenerse en el plano de la conducta individual.

En estas debilidades de las democracias modernas podemos encontrar la explicación a esa especie de fascinación con que muchos, hoy, recuerdan a pasadas dictaduras. Porque en las dictaduras, casi de cualquier tipo, es raro que se descuiden las funciones de defensa y de seguridad del estado: a casi todo dictador le interesa que reinen el orden y la seguridad en el país que gobiernan, porque así están en mejores condiciones de mantenerse en el poder y desbaratar las posibles conspiraciones de sus adversarios. Claro está, en este ambiente de orden pueden suceder muchas cosas: puede existir una sana política económica, que favorezca el desarrollo de toda clase de actividades productivas, o puede existir también una política demagógica, que trate de otorgar prebendas a diversos grupos y que refuerce el control del estado sobre la economía, haciendo así a los ciudadanos más débiles frente al poder. El caso extremo es el de las dictaduras comunistas que, apropiándose de todos los recursos y ocupándose de todas las actividades económicas, dejan a sus súbditos completamente desvalidos frente a las decisiones de los gobernantes. Sólo en el caso de dictaduras que separen nítidamente las esferas de lo político y de lo económico, eliminando los derechos políticos pero permitiendo la libertad de producción, intercambio y consumo, se produce el resultado de un mayor desarrollo, como el que tuvo el Chile de Pinochet o la China de Deng Xiaoping. Apostar por la dictadura, entonces, es participar en una lotería incierta, donde la mayoría de los números llevan a la perdición pero unos pocos, en cambio, tienen el premio del crecimiento económico.

Pero reconocer estos hechos no significa, y esto es lo importante, convalidar las formas de democracia que prevalecen en este siglo que comienza. La democracia actual, prácticamente en todos los países, tiende a descuidar el delicado equilibrio de poderes que necesita un sistema republicano para no degenerar en un poder ilimitado de las masas de votantes que, guiadas por sus intereses de corto plazo, la convierten en un sistema de redistribución de ingresos cada vez más amplio y pernicioso. Los electores quieren seguridad, educación, salud, obras públicas y toda clase de bienes y servicios, y presionan a los gobiernos para que se los otorguen, pensando siempre que “otros”, los más ricos por supuesto, pagarán con sus impuestos las cargas económicas que esto supone.

En los países más ricos, que ya han alcanzado un nivel de vida satisfactorio para la mayoría de la población, estos objetivos se logran sin dañar demasiado la economía, sólo debilitando su crecimiento, aunque llevando a veces a severas crisis, como la que todavía, en 2010, estamos soportando. La provisión de seguridad y justicia, sin embargo, queda generalmente intacta, por lo que el sistema, en general, logra mantenerse en funcionamiento, especialmente si se le hacen periódicos ajustes como, por ejemplo, realizan algunos países escandinavos. Pero en sociedades menos ricas, como las de América Latina, donde la mayoría de los habitantes viven en condiciones de necesidad o de pobreza, las consecuencias pueden resultar en algunos casos increíblemente nefastas.

En primer lugar porque la masa de los que poco tienen es capaz de producir resultados electorales que llevan a los gobiernos a extremar las políticas de repartición de ingresos, desequilibrando sus cuentas fiscales y convirtiéndose en un pesado lastre que impide el rápido desarrollo económico que en esas naciones se necesita. Pero, en segundo lugar, porque al obligar al estado en convertirse en una máquina benefactora, hacen que se diluyan las funciones de seguridad y defensa, creando un ambiente donde prospera la delincuencia y la corrupción. Los ciudadanos entonces se frustran y, cuando se dan ciertas condiciones particulares, se entregan al discurso de demagogos socialistas que terminan por adueñarse del poder absoluto y cancelan toda división de poderes: las libertades democráticas se pierden sin que, en contrapartida, se logre un mayor progreso material.

¿Es posible salir de este círculo vicioso de promesas incumplidas, frustraciones acumuladas, inseguridad y gobiernos ineficaces? ¿Estamos condenados al dilema de elegir entre gobiernos débiles e ineficaces, por un lado, o demagogos que terminan convirtiéndose en dictadores? Creemos que no, aunque la solución, tampoco, puede alcanzarse de inmediato.

Lo que se necesitaría en América Latina es un regreso a los valores republicanos y a la visión de una democracia liberal en la que los gobiernos dejen de presentarse como benefactores sociales y, en cambio, asuman las funciones que hoy no cumplen, y que toda sociedad necesita para prosperar: garantizar la paz y el orden, dar seguridad jurídica a todos, hacer respetar la ley y un auténtico estado de derecho. Este cambio requiere, ante todo, de un cambio de opinión, de una manera diferente de ver las cosas, y compete especialmente a los líderes y a los partidos políticos, a los académicos y los periodistas, a todos quienes tienen un papel destacado en la formación de la opinión pública general. No es nada fácil lograrlo, lo sabemos, pero quizás la reflexión sobre los males que hoy padecemos y los peligros que nos amenazan ayuden a repensar nuestro estilo de hacer política, a cambiar el orden de las prioridades, a enfrentar el futuro sin engañarnos a nosotros mismos. Ese, y no otro, es el propósito de estas líneas que hoy entregamos a la consideración de los lectores.

Notas:

1. En este trabajo utilizamos el término dictadura sin hacer mayores precisiones sobre su contenido, aunque entendemos perfectamente que el concepto abarca una gran variedad de formas y matices que no debieran pasarse por alto. Lo hacemos de este modo para poder concentrarnos en el término opuesto, la democracia, y no restar unidad a la exposición. Pero aceptamos que queda en pie una deuda con el lector, por lo que el autor promete, tan pronto como sea posible, elaborar otro texto complementario al presente donde se trate en mayor profundidad el problema de las dictaduras pasadas y presentes.

2. V. mi libro El fracaso del intervencionismo, ed. Panapo, Caracas, 1999, caps. 6 y 14, donde a la sazón desarrollaba estas ideas.

Ese muerto que vos matáis

José Antonio Crespo

A sus 81 años, el PRI, “ese muerto que vos (nos) matáis” desde hace años, goza de cabal salud, muy dispuesto a regresar al poder en 2012 y con altas probabilidades de conseguirlo. Y como el PRI en realidad no se ha renovado —ni siquiera discursivamente—, su tenaz supervivencia y recuperación exige alguna explicación. Muchos factores confluyen en ello.

1) A diferencia de los partidos únicos, cuya rigidez los hizo derrumbarse hasta casi desaparecer (o sin el casi), el PRI, como partido hegemónico, tuvo una mayor flexibilidad institucional que le ha permitido adaptarse mejor en la oposición. Hay un parangón con el Partido Nacionalista de Taiwán que, habiendo sido único por varios años, se flexibilizó, perdió el poder en 2000, y lo recuperó ocho años después, durante los cuales gobernó un partido “democrático”, que resultó un enorme fiasco.

2) El autoritarismo priista fue mucho más suave que los regímenes de partido único y, por supuesto, que las dictaduras militares o personalistas. Por ello nuestro cambio democrático fue mucho menos marcado que en la mayoría de los países en ese trance. Y, en esa medida, el PRI ha resultado mucho más tolerable a los ciudadanos, y su eventual retorno al poder no genera demasiado rechazo.

3) Cuando el PRI estaba más débil, recién perdido el poder presidencial, Vicente Fox decidió darle respiración de boca a boca —como ha explicado Xóchitl Gálvez— y extenderle una carta de impunidad con el propósito de contar con su cooperación para realizar reformas económicas estructurales, que finalmente el PRI no concedió. Eso le dio un tiempo valioso para reorganizarse, justo cuando estaba tambaleante.

4) El PRI logró superar el principal reto derivado de su derrota presidencial: sustituir su tradicional gobernabilidad vertical —engarzada en el Presidente— por una de tipo horizontal (entre gobernadores, líderes corporativos, jefes de facción). Estuvo a punto de una crisis mayor en 2002, cuando por primera vez eligió dirigente nacional del partido por sí mismo, sin el dedazo presidencial. Cosa que pudo dirimir de mucho mejor manera en 2007, lo que refleja que, si bien no hubo renovación moral del partido, sí hubo aprendizaje en el manejo de sus procesos internos.

5) El PRI se ha beneficiado indirectamente de los errores, claudicaciones y omisiones de sus adversarios. Por ejemplo, el costo de recibir impunidad por parte de los gobiernos panistas, en realidad lo paga menos el PRI y más el PAN. Por eso, cuando los panistas reiteran una y otra vez sobre la corrupción del PRI, la pregunta que de inmediato surge es, ¿y qué hizo al respecto el PAN desde el poder? ¿Por qué no penalizó la corrupción priista? ¿Por qué repitió sus pautas de corrupción e impunidad? El PAN queda así como una mala réplica del PRI. Y muchos, por lo visto, prefieren regresar al original.

6) Por otro lado, el PRD tampoco se ha distinguido claramente de una de sus raíces fundadoras —el PRI—, salvo en que muestra mucho menor disciplina y cohesión internas. Su oscilación entre radicalismo y moderación, así como su estridencia discursiva, contrastan con la tradicional institucionalidad del PRI. Y es cierto, las posturas del PRI son rancias, pero en menor medida que las del PRD (que datan de 1940).

7) El PRI sigue siendo el único partido nacional. Es, o bien partido dominante en algunos estados, o uno de los dos contendientes ahí donde prevalece un bipartidismo (frente al PAN en algunas entidades, y ante el PRD, en otras). La excepción es el Distrito Federal, donde el PRI cayó al tercer sitio, si bien en los últimos comicios incrementó su votación de manera notable.

Por todo lo cual, el PRI tiene buenas probabilidades de recuperar Los Pinos, aunque es algo que no puede darse como hecho. La prueba de fuego será, nuevamente, la forma en que logre dirimir su candidatura presidencial. No haberlo hecho adecuadamente en 2006 lo envió al tercer sitio. Si el PRI aprendió de ese tropiezo, podrá ahora dirimir internamente quién será el abanderado, para no perder la unidad básica sin la cual difícilmente se puede ganar una elección presidencial.

Unidad que, de preservarse, contrastará con los inacabables conflictos dentro de la izquierda y con el creciente divisionismo, el malestar interno y el descrédito externo del PAN.

3 de marzo de 2010

Cómo Milton Friedman Salvó a Chile

Bret Stephens

Milton Friedman murió hace más de tres años. Pero no cabe duda de que su espíritu protegió a Chile en la madrugada del sábado. Gracias en buena parte al economista estadounidense, el país ha soportado una tragedia que en cualquier otro sitio habría sido apocalíptica.

La magnitud de un terremoto se mide en una escala logarítmica. El terremoto que afectó en 1994 a Northridge, California, fue de una magnitud de 6,7 en la escala de Richter. Pero sólo liberó la mitad de energía sísmica que el de 7,0 que asoló Haití en enero, que fue el equivalente a la explosión simultánea de 2.000 bombas del tamaño de la que cayó sobre Hiroshima.

En cambio, el terremoto del sábado en Chile alcanzó una magnitud de 8,8. Es decir, casi 500 veces más potente que el de Haití, o aproximadamente un millón de Hiroshimas. Sin embargo, el balance provisional de fallecidos —795 en el momento de escribir estas líneas— es muy inferior frente a las 230.000 personas que se estima han muerto en Haití.

No es causalidad que los chilenos habitaban en casas de ladrillo, y los haitianos en casas de paja, cuando llegó el lobo a derribar la vivienda. En 1973, el año en el que el gobierno protochavista de Salvador Allende fue derrocado por el general Augusto Pinochet, la economía estaba en la ruina. La inflación alcanzaba una tasa anual de 1.000%, se habían agotado las reservas en divisa extranjera y el PIB per cápita era aproximadamente el de Perú y muy inferior al de Argentina.

Lo que Chile tenía era capital intelectual, gracias a un programa de intercambio entre la Universidad Católica y el departamento de economía de la Universidad de Chicago, por aquel entonces el hogar académico de Friedman. Incluso antes del golpe de estado de 1973, varios de los Chicago Boys chilenos habían redactado una serie de propuestas que equivalían a un manual para liberalizar la economía: drásticas reducciones del gasto fiscal y de la oferta monetaria; privatización de las compañías estatales y eliminación de obstáculos para la libre empresa e inversión extranjera, figuraban entre las medidas.
[palacios] Arriba: Getty Images Abajo: Associated Press

El palacio presidencial de Chile sobrevivió el terremoto, en contraste al de Haití.

En la mitología izquierdista —especialmente en el tedioso y largo libro "La Doctrina del Shock", de Naomi Klein publicado en 2007— los Chicago Boys no fueron simplemente los compañeros de ruta tecnocráticos de la dictadura de Pinochet, sino cómplices de sus crímenes. "Si la teoría económica pura de Chicago se puede llevar a cabo en Chile sólo con el precio de la represión, ¿deberían sentir alguna responsabilidad sus autores?", escribió el columnista Anthony Lewis en The New York Times en octubre de 1975. De hecho, Pinochet había sido indiferente a los consejos de los Chicago Boys hasta que la persistente crisis económica lo obligó a buscar alternativas. En marzo de 1975, se reunió durante 45 minutos con Friedman y le pidió que le escribiera una carta proponiéndole algunos remedios. Friedman respondió un mes más tarde con una propuesta de ocho puntos que reflejaba básicamente las ideas de los Chicago Boys.

Después de esto, Friedman se pasaría el resto de su vida siendo acusado de cómplice del mal. Durante la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Economía al año siguiente fue recibido con protestas y abucheos. El propio Friedman no pudo decidir si los insultos lo divertían o molestaban. Posteriormente, indicó con un dejo de ironía que había dado a las dictaduras comunistas el mismo consejo que a Pinochet, sin ser criticado por la izquierda.

En Chile, Pinochet designó a una sucesión de Chicago Boys en los principales cargos económicos. Para 1990, el año en el que cedió el poder, el PIB per cápita había subido 40% (en dólares de 2005) mientras las economías de Perú y Argentina se estancaron. Los sucesores democráticos de Pinochet —de una coalición de centroizquierda— ampliaron la ofensiva liberalizadora. El resultado es que los chilenos se han transformado en el pueblo más rico de Sudamérica. Tienen los niveles más bajos de corrupción, la tasa de mortalidad infantil más baja y el menor número de personas que vive por debajo del umbral de la pobreza.

Chile también cuenta con uno de los códigos de construcción más estrictos del mundo, algo que tiene sentido en un país que está entre dos masivas placas tectónicas. Pero tener códigos es una cosa y hacerlos cumplir es otra. La calidad y consistencia de la aplicación de las normas está relacionada generalmente con la riqueza de las naciones. Mientras más pobre un país, más probable que se intenten reducir costos con el acero de refuerzo, o se use concreto de mala calidad, o se mienta sobre el acatamiento de las normas. En el terremoto de 2008 en Sichuan, China, miles de niños quedaron sepultados bajo escuelas construidas de acuerdo a los códigos.

En "La Doctrina del Shock", Klein titula uno de sus capítulos "El Mito del Milagro Chileno". En el libro, la única cosa que logran Friedman y el resto de los Chicago Boys fue llevar la riqueza a la clase alta y eliminar la mayor parte de la clase media. Pero los chilenos de todas las clases sociales—que enfrentan las secuelas de un shock real— pueden tener otra interpretación de Friedman, que los ayudó a darles los recursos primero para sobrevivir al terremoto, y ahora para reconstruir sus vidas.

2 de marzo de 2010

¡Viva Zapata!

Mary Anastasia O'Grady

El presidente de México, Felipe Calderón, sonrió ampliamente mientras saludaba a su par cubano, Raúl Castro, en la cumbre del Grupo de Río organizada la semana pasada en la lujosa riviera mexicana. Ambos, luciendo guayaberas bien planchadas, se dieron un apretón de manos mientras Calderón, mostrando un especial deleite, hacía gestos a la audiencia para que diera la bienvenida al invitado especial de México.

A sólo 500 kilómetros de distancia, en un hospital penitenciario de La Habana, el preso político Orlando Zapata estaba en coma. Durante 84 días, este albañil de 42 años y origen humilde había estado en huelga de hambre para protestar contra la brutalidad del régimen castrista hacia los presos de conciencia. Su muerte era inminente.

La espantosa situación de Zapata no era ningún secreto. Durante su huelga de hambre le habían negado agua por 18 días consecutivos y lo habían colocado frente a un equipo de aire acondicionado. Sus riñones habían colapsado y tenía neumonía. Durante meses, grupos de derechos humanos habían reclamado atención internacional para su caso.

Pero en Playa del Carmen, en la península de Yucatán, Calderón no iba a permitir que Zapata arruinara su fiesta o la oportunidad para mejorar su imagen entre los gobiernos antidemocráticos de la región. La cumbre siguió su curso, sin menciones del infierno humanitario de La Habana. El martes pasado, Zapata murió.

Su fallecimiento, ocurrido al mismo tiempo que los líderes de América Latina compartían mesa y mantel con Castro, es una coincidencia que captura la cobardía y el oportunismo que han definido durante medio siglo el acercamiento de la región hacia la opresión cubana. Ahora, la pandilla latinoamericana, con Cuba como miembro destacado, ha decidido formar un nuevo bloque regional para "reemplazar" a la Organización de Estados Americanos. Para dejar claras sus intenciones, prohibieron la asistencia a la reunión del presidente democráticamente electo de Honduras, Porfirio Lobo.

El Ministerio mexicano de Relaciones Exteriores no quiso responder la semana pasada a los pedidos para que Calderón difundiera un comunicado sobre la muerte de Zapata. Su silencio sugiere que lo único que lamenta Calderón es la desafortunada coincidencia entre su fallecimiento y el comienzo de la cumbre.

Zapata, de todos modos, no partió en silencio. Su muerte ha puesto de relieve otra vez la verdad acerca de las vidas de los 11 millones de cubanos esclavizados durante 50 años por un régimen totalitario. Y también supone un acontecimiento embarazoso para personajes como Calderón. Periódicos de todo el mundo, de Buenos Aires a Madrid, están denunciando la increíble hipocresía de aquellos que fingen tener una preocupación por los derechos humanos mientras apoyan a Castro.

Al igual que casi todos los disidentes cubanos, Zapata no eligió su papel de mártir, sino que el papel lo eligió a él. Oriundo de la provincia de Holguín, en el oriente del país, Zapata atravesó el sistema educativo como cualquier otro ciudadano. Pero el obligatorio adoctrinamiento marxista no funcionó con él. Como muchos patriotas cubanos antes que él, una vez que su conciencia se había despertado no había crueldad en el mundo que pudiera impedir que denunciara el sistema.

Zapata formó parte de la ola de resistencia pacífica que comenzó a organizarse y crecer en los últimos años de la década pasada y principios de ésta. En 2002 fue detenido tres veces. Según el Directorio Democrático Cubano, una organización de Miami que monitorea la actividad disidente, Zapata fue arrestado por cuarta vez el 6 de diciembre de 2002, "junto a [el médico y destacado militante pacifista] Oscar Elías Biscet".

Biscet, un católico practicante y discípulo de las ideas no violentas de Martin Luther King, empezó a oponerse al régimen cuando se enteró de la política habitual de asfixiar a los bebés que sobrevivían a los intentos de aborto. Hoy es considerado uno de los mayores defensores de los derechos humanos de la isla. Tanto su prolongada estadía en prisión, como las torturas que ha recibido, están bien documentadas. No hay información sobre si Calderón, que también se define como católico, discutió la situación de Biscet con su invitado, Raúl Castro.

Zapata fue arrestado otra vez en marzo de 2003, junto con otros 74 activistas, en un episodio conocido desde entonces por la resistencia como la "Primavera Negra". Desde entonces estuvo detenido y en mayo de 2004 fue condenado a 25 años de prisión. Su compromiso con sus hermanos, sin embargo, se mantuvo firme. De hecho, se profundizó.

En julio de 2005, en la prisión de Taco Taco, Zapata participó de una protesta no violenta para conmemorar la masacre de 41 cubanos que en 1994 habían intentado fugarse de la isla en un bote a motor y fueron ahogados por el aparato de seguridad. Eso le valió otros 15 años de sentencia.

Zapata fue encontrado culpable de "desobediencia a la autoridad" y torturado con frecuencia. Pero murió libre, incólume y convencido de no entregarle su alma al régimen, que ya es más de lo que se puede decir de Calderón. Se dice que los contratos de exploración en alta mar que Castro le ha dado a la brasileña Petrobras explican las caricias con el dictador.

Con respecto a la libertad de Cuba, el deseo sigue vivo, y la muerte de Zapata ya sirve como una fuente de renovada inspiración. El régimen lo sabe y por eso sus fuerzas de seguridad tomaron el control de su pueblo natal el día de su funeral. Mientras los cubanos lloran la muerte de Zapata, lo seguro es que, valorando su triunfo sobre el mal y el regalo de su valentía a la nación, no dejarán que su muerte sea en vano.