Ya es un lugar común, en este espacio, hablar de la "telecracia", del poder de la televisión sobre los poderes formales del Estado y del cambio que en la jerarquía de esos poderes ha propiciado la televisión, que en la práctica se erige como un poder fáctico, por encima de los poderes democráticos. Y es también frecuente regresar, de tanto en tanto, al tributo que pagan a la "diosa televisión" los políticos mexicanos, sean jefes de gobierno, del Estado, de los poderes de la Unión y, por supuesto, aspirantes a puestos de elección popular, sobre todo candidatos presidenciales.
A partir de su poder como dadora de popularidad, de imagen, de rating, como constructora de supuestos liderazgos y edificadora de idílicas capacidades e inexistentes eficacias gubernamentales, la televisión reclama, en sentido contrario, súbditos incondicionales, televidentes casi idiotas, millonarias bolsas de recursos públicos y, sobre todo, credibilidad absoluta. A ciegas y a sordas. "Lo dijo Jacobo", se decía en los tiempos de la complicidad antidemocrática de la televisión privada con los gobiernos de la hegemonía del PRI. "Sin televisión no hay candidato que valga", se dice hoy, en los tiempos de la pluralidad democrática.
¿Qué serían capaces de hacer, por sus 30 segundos de fama en televisión, lo mismo gobernantes, que líderes políticos, jefes de gobierno, candidatos presidenciales o aspirantes a la más humilde alcaldía del país? ¿Qué serían capaces de hacer, por sus 30 segundos de fama en televisión, los ciudadanos de a pie, un médico, un abogado o un arquitecto? Son capaces de hacer cualquier cosa, o casi, porque 30 segundos en televisión suelen traducirse en una popularidad que no dan 30 años de honesta carrera profesional, de místico trabajo público o de eficaz servicio a la comunidad. La popularidad que da la televisión legitima lo ilegítimo, engrandece lo pequeño, edifica donde hay ruinas.
Pero ese monstruo insaciable que es la televisión parece haber entrado a la etapa en que comienza a tragarse a sí mismo. No sorprende que la ineficacia del poder público, sea en gobiernos municipales, estatales o federales, sea de gobiernos surgidos del PRI, PAN o PRD, pretenda engatusar a la opinión pública con montajes televisivos -como el que quedó al descubierto con la trucada captura de una banda de secuestradores en la que presuntamente participó una ciudadana francesa- para aparentar lo que no es. Como se sabe, la AFI, que es el "ejemplo de la nueva policía mexicana", preparó un montaje televisivo y radiofónico de ese secuestro, para engañar a los ciudadanos mostrando sus "altos niveles de eficacia". No sorprende el montaje, porque desde la creación de la AFI, en el gobierno de Fox, la persecución de los delitos y la aplicación de la justicia es todo un montaje.
No, lo sorprendente en todo caso es que la televisión y los medios electrónicos en general -Televisa y Azteca, y no pocas de las emisoras de radio- cayeron en su propia trampa y arrastraron a ese engaño a la sociedad en general, una sociedad que frente a la legitimidad que ha alcanzado la televisión, da muestras de haber perdido los anticuerpos fundamentales: las capacidades de indignación, de enojo, de sorpresa ante la avalancha de la telebasura.
El telemontaje se descubrió porque familiares y abogados de la ciudadana francesa presuntamente implicada no se quedaron callados, rechazaron el ilegal juicio mediático que les fue impuesto, por encima de un juicio legal, al que fue sometida la joven. Sólo entonces "apareció el peine". ¡Oh, sorpresa!, se dijo en un noticiero estelar de Televisa, mientras que la PGR desestimó el caso con el cinismo propio de un montaje: "Es parte de la estrategia para combatir al crimen organizado, pero no pasa nada, todo es legal", se dijo. Es legal engañar a la sociedad y, por supuesto, no hubo sanción alguna para los policías y para los jefes de éstos, y menos para los de más arriba.
Pero lo más dramático ocurrió en las televisoras. En Televisa se encaminó otro montaje, ahora para lavarse la cara y para sacudirse la responsabilidad. Fue echado el reportero que todos vieron en la pantalla haciendo las veces de policía, de Ministerio Público, de juez y hasta de verdugo.
En Televisión Azteca ni a eso llegaron. Pero en los dos casos nos recetaron a los ciudadanos, y sobre todo a los televidentes, otro montaje. ¿A quién pretenden engañar? Los reporteros, sobre todo los de televisión y en especial los de Televisa y Azteca, están muy lejos de mandarse solos, y menos en un caso del impacto mediático como el del rescate de tres secuestrados y la detención de los presuntos secuestradores, transmitido por televisión, en vivo y en directo.
Un reportero es, para el medio al que presta sus servicios, los ojos, los oídos, el olfato, la epidermis de ese medio, pero sobre todo es el encargado de velar por la fidelidad de lo que reporta. Pero no está solo. En todo medio de información responsable existe toda una cadena de mando, necesariamente vertical, que evalúa, jerarquiza, mide, verifica y comprueba que lo que salga al aire o se publique esté apegado a los hechos, al ejercicio escrupuloso de la ética. En Televisa, en Azteca, en todas las emisiones de radio existen, por lo menos, un director de noticias, un jefe de información, un productor y un conductor. Además, en el caso de la televisión existe un jefe técnico que autoriza o no el desplazamiento del equipo de transmisión remota. Todos ellos debieron participar en la transmisión del rescate de los secuestrados, y todos ellos debieron confirmar si se trató o no de un montaje. Pero al último de la cadena, al reportero, se le cargan las pulgas.
En realidad la responsabilidad del montaje en el caso que nos ocupa es de toda esa cadena de mando de las televisoras. Y hay evidencias de que el montaje fue acordado con directivos de alto nivel de las televisoras, quienes sabían que se engañaba a la opinión pública. ¿Por qué todos callaron?, ¿por qué no hubo una voz que alertara de esa irresponsabilidad ética? Porque la insaciable televisión mexicana, en su lucha por el rating, es capaz de cualquier cosa, incluso de tragarse a sí misma. Para el montaje del telesecuestro se necesitaban dos, el que montó el rescate del secuestro y el que lo difundió. Los primeros ya fueron exhibidos. ¿Pero quién sancionará a los segundos, a las televisoras? Esa sanción no vendrá de la autoridad, porque frente a la "diosa televisión" no hay autoridad que valga. Sólo queda la sociedad, la opinión pública. Al tiempo.
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