De manera inevitable el PAN en el poder se ha vuelto un partido como otros, y en el camino ha perdido la superioridad moral que le ganó ser oposición en un contexto autoritario, cuando podía contrastar la bondad de sus móviles con la ruindad de su adversario. Hoy, en cambio, es partido en el gobierno y al igual que a otros lo aquejan luchas y rivalidades internas, envidias e intrigas; así como problemas de corrupción y abuso de sus funcionarios. A diario los panistas descubren que más que una familia son una organización en la que proliferan grupos en pugna que arman pequeñas conspiraciones o protagonizan grandes traiciones. Como otros partidos Acción Nacional ha tenido victorias apretadas y ha sufrido amplias derrotas resultado de sus propias deficiencias.
El poder ha transformado al PAN: el partido ha extendido su presencia en el país, ha multiplicado el número de sus afiliados y el de sus gobernados. No obstante, la consecuencia fundamental del ejercicio de gobierno y del contexto de competencia democrática que se ha instalado en México en los últimos 20 años ha sido el afianzamiento de su identidad ideológica. En esta transformación Acción Nacional ha dejado de ser un partido de protesta, para convertirse en un partido de propuestas. Si en su dinámica y en su comportamiento es como los demás, en cambio, la ideología lo distingue con creciente precisión. Gradualmente, la vaguedad de la noción “el humanismo político” se ha concretado en políticas de gobierno, posturas y decisiones que sitúan firmemente al partido en la derecha del espectro ideológico internacional, y del horizonte de las opciones políticas mexicanas. El PAN ofrece hoy una mezcla de antiestatismo económico y conservadurismo social que, aunque muestra importantes contradicciones y variaciones, con un toque intenso de antipopulismo estructura una identidad precisa.
No es una contradicción menor de los panistas que rechacen con vehemencia “las geometrías políticas” que los colocan sin misericordia a la derecha, y que busquen explicar los conflictos que actualmente atraviesan su partido recurriendo a la noción más bien vaga de “fidelidad a los principios de doctrina”, y que a partir de ella pretendan distinguir a las corrientes que se han formado en los últimos años. Ahora toca a los seguidores de Felipe Calderón llamarse doctrinarios, pero en el pasado así se autonombraron personajes como Jesús González Schmall, Pablo Emilio Madero y Bernardo Bátiz que formaron el Foro Doctrinario luego de su derrota en una lucha de poder contra el grupo que entonces encabezaba Luis H. Álvarez. Hoy en día la doctrina del partido —así de indeterminada— es de nuevo un recurso de autoidentificación, al que en este caso se han acogido el grupo que ve en Felipe Calderón a su líder, y que en esta circunstancia se opone a quienes se han aglutinado en torno a Manuel Espino y a la desdibujada figura de Vicente Fox. La intención de los doctrinarios del siglo XXI es una advertencia más o menos transparente: quien no está conmigo está contra el alma del partido. En el contexto actual del partido la disyuntiva se plantea en los siguientes términos: quienes no siguen el liderazgo político del presidente Calderón son ajenos a la doctrina del PAN, por consiguiente, son ignorantes, oportunistas o traidores.
Paradójicamente, la importancia que hoy ostenta la ideología en la identidad panista es comparable a la que se le atribuía en los largos años de la travesía del desierto (1940-1961), cuando más remota era la posibilidad de que accediera al poder. Entonces lo que los panistas prefieren llamar “doctrina” era una protección contra el avasallamiento que imponían las mayorías del PRI; pero hoy es mucho más que eso, pues se ha convertido en un instrumento para ganar votos, y para gobernar, al mismo tiempo que sigue siendo un referente para restablecer los equilibrios en el interior del partido. La necesidad de superar la fragilidad de los arreglos internos que alteró el triunfo de Vicente Fox en la elección presidencial del 2000, quedó al descubierto recientemente en la disputa todavía fresca entre el presidente del partido, Manuel Espino, y el presidente de la República, Felipe Calderón a propósito de cuál debería ser la relación entre el partido mayoritario y el gobierno. Una pregunta que sólo se plantea porque los panistas mantienen ambivalencias frente al poder.
A esta interrogante respondió el discurso del presidente Calderón ante la XX Asamblea Ordinaria del partido que se celebró entre el 2 y el 3 de junio en León, Guanajuato, en el que también hizo un llamado a la fidelidad ideológica de los militantes, como vía para resolver sus discrepancias, así como una advertencia: “…si es obligado, panistas, sostener política y activamente el proyecto en el que creemos desde la oposición, más obligados estamos a sostener nuestras ideas y nuestros proyectos cuando estamos en el gobierno” (www.pan. org.mx; entrada 06/05/07). Así piensa Felipe Calderón concretar la fórmula que él mismo planteó cuando era presidente del PAN: “Hay que ganar el gobierno sin perder el partido”. Sin embargo, el contexto en el que actúan hoy los panistas es diferente al de entonces, simplemente porque están en el poder. Ahora el reto que enfrentan es: ganar el partido sin perder el gobierno.
De la invitación de Calderón se desprende también nostalgia por el pasado heroico del PAN, por el tipo de camaradería que mantuvo unidos a sus poquísimos miembros durante los años de apogeo del PRI. Sin embargo, entonces eran unos cuantos, y poco o nada tenían que disputarse porque no tenían poder. En esas condiciones en que la lucha política dentro de la organización era inexistente era relativamente sencillo mantener la solidaridad del grupo que, además, encontraba su diario nutriente en los desmanes del partido hegemónico.
Normalmente, la sobreideologización de un partido acarrea la pérdida de votantes que rehuyen los riesgos de la intransigencia y decisiones de gobierno guiadas por la convicción antes que por el pragmatismo. De suerte que la oferta calderonista puede reconciliar internamente el PAN, pero también restarle apoyo en el electorado. Por otra parte, el referente ideológico como vía de arreglo parece inadecuado para resolver el fondo de las diferencias entre panistas, pues no obstante la existencia del grupo extremista llamado el Yunque, en el campo de las ideas y de los programas, el partido disfruta de una homogeneidad envidiable para otros, por ejemplo, para el PRD, que está desgarrado entre los nostálgicos de las revoluciones del siglo pasado y los conversos al credo de la democracia política, o para el PRI, cuya identidad se ha colapsado luego de dos derrotas sucesivas.
El llamado de Felipe Calderón es hasta cierto punto sorprendente porque las discrepancias en su partido no nacen de y tampoco inspiran debates programáticos, mucho menos doctrinarios. Si existen diferencias en este terreno, sería muy saludable para el partido que se ventilaran en público, y que los yunquistas, espinistas, foxistas, creelistas, et al. plantearan desembozadamente sus objetivos y explicitaran sus estrategias, si es que acaso son paralelas o contradictorias.
Hasta ahora la división más importante entre los panistas ha dado lugar a la formación de dos grandes grupos que se han manifestado de manera abierta a partir del desacuerdo respecto al alcance de la autoridad presidencial en la vida y en las políticas del partido. Es justamente en este terreno donde se ve con claridad que las discrepancias no son de principio, porque quienes hoy reivindican la autonomía del partido frente a la presidencia de la República, el sexenio pasado le reprochaban al PAN su frialdad en relación con el gobierno Fox, y su rebeldía ante las iniciativas de los amigos del presidente, que poco o nada tenían de panistas. Después de la victoria de Calderón en 2006, Espino quiso defender su autonomía de decisión y la influencia del foxismo dentro del Consejo Nacional frente a la corriente que se ha formado en torno a los panistas en el gobierno. La búsqueda de este objetivo lo condujo en repetidas ocasiones a una confrontación con el presidente de la República, en la que muchos de sus correligionarios vieron un desacato más que un acto de independencia.
Al iniciarse la XX Asamblea Ordinaria la desavenencia se expresó ruidosamente en la rechifla que recibió Espino, y la ovación que, en cambio, los apasionados panistas le dedicaron a Calderón. El espectáculo dio cuenta de los nuevos equilibrios en el seno del PAN, pero la militancia le cobró así al presidente del partido sus repetidos desafíos al presidente de la República, pues consideran injusto que pretenda regatearle su condición de líder del partido, sobre todo después de los muchos desprecios de los foxistas al partido. Los desplantes de Espino también son vistos como inapropiados en vista de las difíciles condiciones en que Calderón asumió la presidencia el pasado 1 de diciembre, y de la existencia de un segmento nada despreciable de la opinión —cerca del 30%— que considera que la última elección presidencial fue fraudulenta.
No hay duda que entre Manuel Espino y Felipe Calderón hay divergencias de carácter notables: por ejemplo, el primero es mucho más empecinado que el segundo; también los separa la visión de la política: mientras que Calderón la entiende como una actividad que lleva consigo el sello del compromiso y de la negociación, para Espino es sólo un instrumento de autoridad que no da cabida al debate ni a la argumentación. Sin embargo, en materia de política pública o de planteamientos frente a la izquierda o al populismo la diferencia, cuando la hay, es de matiz. Por ejemplo, tanto Vicente Fox —y desde luego Espino— como Felipe Calderón han levantado la causa del antipopulismo, que ambos entienden en primer lugar como disciplina fiscal, sin embargo, mientras que el primero se apoya en una firme oposición al intervencionismo estatal, el segundo sostiene la misma lucha, pero, como lo ha demostrado en la prioridad que ha acordado a la lucha contra el crimen organizado, tiene una noción instrumental del Estado que dista mucho de la estrecha visión foxista que lo veía solamente como la esencia del autoritarismo. Curiosamente, en temas como la planificación familiar o la educación sexual, Vicente Fox parece más liberal que Calderón, quien puso en manos de un católico militante una política de salud en la que el Estado mexicano ha tenido mayor impacto y éxito en el último medio siglo.
Dada la ausencia de un debate ideológico entre los panistas, hemos de suponer que las causas de los diferendos entre ellos son otras más mundanas, y tienen que ver con los equilibrios entre corrientes de intereses en competencia. De ahí que, como bien lo saben Espino y Calderón, la recomposición dependa de la intervención del presidente de la República en la vida del partido, la cual parece irremediable. Peor todavía, es una necesidad. Sin embargo, y como se apuntó antes, asumir el liderazgo del partido como lo está haciendo Felipe Calderón, implica riesgos tanto para Acción Nacional como para el gobierno. En el primer caso la interferencia puede obstaculizar de tal manera el funcionamiento normal de las instancias del partido que termine por incapacitarlas; en el segundo, el principal peligro consiste en profundizar la partidización de la administración y de las decisiones gubernamentales, sacrificando la eficiencia y la racionalidad que deberían ser su inspiración, y con ello la posibilidad de que el gobierno atienda a todos los mexicanos y no sólo a los panistas. En este sentido es hasta cierto punto alarmante que en el discurso ante la XX Asamblea el presidente Calderón haya invitado a los presentes a mantener al PAN como la “fortaleza” que “siempre” ha sido. Sin querer, está cayendo en una situación similar a la que ha creado el gobierno perredista de la capital de la República, que se empeña en gobernar sólo para los suyos e ignorar a los habitantes de la ciudad que no son sus simpatizantes.
Los riesgos de la sobreideologización son grandes también porque a muchos panistas disgusta la imagen que les devuelve el espejo de la ideología, y preferirían mantenerse en la nebulosa del humanismo político de que habla la retórica panista con un discurso arcaico que sólo encuentra ecos en el lenguaje igualmente arcaico de la izquierda perredista. Sin embargo, y aunque el contenido de la ideología del partido no haya sido expuesto en forma sistemática, Acción Nacional es percibido por más de la mitad de la opinión pública como un partido de derecha. Esta imagen no es resultado de la propaganda de sus adversarios, y mucho menos de la persistencia de prejuicios que en el pasado atribuyeron al PAN los rasgos de la oposición clerical que necesitaba el PRI para construir su propia imagen de partido progresista, sino de decisiones y actitudes concretas de gobiernos y de simpatizantes panistas.
A pesar de sus protestas en contrario, Acción Nacional tiene que asumir las implicaciones de políticas de gobierno que parten del presupuesto reaganiano por excelencia, es decir, originalmente inspirado por el presidente de Estados Unidos en los años ochenta, Ronald Reagan, de que el interés privado es superior a cualquier otro. El sexenio pasado esta convicción se tradujo en concesiones y privilegios sin precedentes que el gobierno atribuyó a los grandes empresarios. Los panistas también tienen que aceptar que cuando el gobierno panista de Baja California se opuso a que se le practicara un aborto a una adolescente que había sido violada, no solamente estaba actuando contra la ley que garantizaba ese derecho, sino que respondía a los postulados de la derecha tradicional, sujeta a las directivas de la moral católica, antes que a la Constitución; para no mencionar asuntos más banales como la prohibición de minifaldas entre empleadas municipales en Guadalajara, o temas de mayor envergadura como la despenalización del aborto que los panistas rechazan en nombre de “el derecho a la vida”, tal y como lo dicta la iglesia católica.
Asimismo, lo panistas más renuentes a aceptar la identidad ideológica que les corresponde tendrían que aceptar el significado de sus alianzas internacionales, por ejemplo, las que se derivan de su pertenencia a la Democracia Cristiana Internacional, o de su estrechísima asociación con el Partido Popular español. Más aún, el comunicado de prensa de la Secretaría de Relaciones Exteriores que anunció la visita oficial del presidente Calderón a Francia, subrayó que la reunión con el presidente Nicolás Sarkozy, miembro del partido de derecha Union pour un Mouvement Populaire (UMP), sería muy breve, pero revestía gran importancia “por la afinidad ideológica de los mandatarios” (Reforma, 27/05/07). El gobierno de Felipe Calderón busca un acercamiento con Cuba, con Venezuela y con Bolivia, pero difícilmente habrá de olvidarse el conato de polémica que entabló con el presidente brasileño Lula da Silva en la reunión de Davós a propósito de sus críticas al populismo.
La relativa inestabilidad que ha aquejado a Acción Nacional en los últimos años no es producto de desacuerdos ideológicos, ni de un debate programático, como podría sugerirlo el surgimiento de la así llamada “corriente doctrinaria”. Al contrario, en esos terrenos el partido ha alcanzado una madurez y una armonía sin precedentes. Las tensiones en el interior del PAN pueden explicarse por el efecto desestabilizador que ha tenido la conquista de la presidencia de la República en dos ocasiones sucesivas, pero en cada caso por corrientes distintas e incluso antagónicas. El problema sigue siendo que el poder del ejecutivo es tal que de manera inevitable trastoca los equilibrios en el interior de su partido, y éste no tiene los instrumentos que necesita para estabilizarse por sí mismo.
En el discurso que pronunció ante la XX Asamblea Nacional Ordinaria del PAN, el presidente de la República habló en clave militante y propuso a sus correligionarios que ante los estragos que está causando el poder en la familia panista, busquen en el pensamiento, en “las convicciones” y en los “ideales” la columna vertebral que les permita recuperar una cierta armonía. La doctrina es el mantra al que recurren los panistas en el gobierno para restablecer los equilibrios en el interior de la organización, pero en realidad el factor de recomposición interna que proponen es la presidencia de la República, y la figura de Felipe Calderón, que es hoy en día el primero de los doctrinarios. No obstante, el problema parece estar en otra parte: en la relación entre los grupos de poder que se han formado en el partido con el apoyo de intereses extrapartidistas: desde los grandes empresarios hasta los indescriptibles líderes sindicales que se han adueñado del Estado, y que son hoy en día el obstáculo más importante a la consolidación democrática. La importancia decisiva de estos actores en la vida del PAN es su debilidad más profunda. nexos
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