Internet y los cambios tecnológicos de los cuales constituye la expresión y el eje más significativos, están modificando nuestras maneras de aprender, entender, relacionarnos e incluso disfrutar una creciente avalancha de bienes culturales. Conectados a nuestro Ipod podemos almacenar música y oírla donde quiera pero también —entre centenares de usos— de bajar la guía de cualquiera de los museos más importantes del mundo para escucharla mientras recorremos sus salas. Gracias a la cámara del celular, cualquiera puede convertirse en informador y denunciador de los acontecimientos más variados. Las escuelas y profesores que no incorporan el empleo de la red entre sus instrumentos de aprendizaje, tienden a quedar rebasados por sus alumnos. Los políticos ahora responden en televisión a preguntas que la gente ha videograbado y colocado en You- Tube, como sucedió en julio pasado en el debate de los aspirantes a la candidatura presidencial del Partido Demócrata en Estados Unidos.
Rodeados, incluso asediados y ahítos de información, a menudo creemos que esos cambios son compartidos por todos o al menos la mayoría de nuestros congéneres. La ubicuidad y profusión de datos que recibimos, aprovechamos o sufrimos tiene, entre otras, la consecuencia de suscitar una apariencia de exuberancia universal. Vivimos circundados por tanta información, y por tan múltiples cuan miríficos gadgets para enlazarnos con ella, que nos resulta fácil suponer que se encuentran diseminados uniformemente y por doquier.
Mirar al vaso medio vacío de la sociedad de la información permite advertir rezagos y, también, reconocer a los bienes y al consumo informáticos entre los elementos de la inequidad contemporánea. La brecha digital, como se le ha denominado a la distancia que prevalece entre las comunidades o personas que cuentan con internet y aquellas sin acceso a este servicio, tiene expresiones globales y regionales. Al terminar el verano de 2007, menos del 18% de la población mundial disponía de conexiones a internet. Si miramos el vaso medio lleno podríamos admitir que casi la quinta parte de esta humanidad (nada menos que mil 173 millones de personas) dispone de los beneficios de la red. Si atendemos al flanco más que medio vacío, podemos subrayar que todavía hay 82 de cada 100 habitantes de este planeta (algo más de cinco mil 400 millones) que no disfrutan de esas posibilidades.
Internet, pero no para todos
Así, cada comparación no solamente es odiosa sino, además, desoladora y alarmante cuando se hurga en las insuficiencias que en materia de infraestructura —pero también de capacitación para utilizar estos recursos, producción de contenidos y sobre todo políticas públicas— mantienen una dilatada brecha digital. La sociedad de la información, como hemos dicho en otros sitios, evidentemente no es para todos. Y no lo será durante un largo trecho que no franquearemos al menos en varias décadas.
Una de las expresiones más elementales de ese rezago se encuentra en el dispar acceso al servicio telefónico. En 2004 en el mundo había 19 líneas telefónicas por cada mil habitantes. Pero ese promedio escondía desigualdades importantes. En Oceanía contaban con 44 líneas de teléfono por cada mil personas. En Europa eran 41, en América 34 y en Asia 15 líneas por cada millar de habitantes. En África, en cambio, existían solamente tres líneas de teléfono por cada mil personas.
Ese mismo año en todo el mundo había, en números redondos, 13 computadoras por cada 100 habitantes. Se trataba, en promedio, de 51 ordenadores por cada 100 personas en Oceanía; 35 en América, 29 en Europa, seis en Asia... y únicamente 1.7 ordenadores por cada 100 personas en África.
Las alrededor de mil 173 millones de personas que a mediados de 2007 disfrutaban de alguna forma de conexión a internet, significaban un monto considerable en comparación con los menos de 361 millones que teníamos en el año 2000. E inclusive, representaban un avance del 25% respecto de los 939 millones de usuarios que había en 2005. Durante los primeros siete años de este siglo los internautas en todo el mundo se triplicaron. Pero ese ritmo de crecimiento no se mantendrá: en los países más desarrollados la mayor parte de la gente tiene ya distintas vías de acceso a la red. Y en las naciones más pobres se está alcanzando el umbral constituido por aquellos que tienen recursos, interés y disposición para conectarse a internet.
Los enlaces a internet se distribuyen, igual que el resto de los bienes informáticos, de manera dispar. Si bien 18% de los habitantes de este planeta tiene acceso a ese recurso, en Estados Unidos y Canadá son el 70%, en Europa casi 40%, en América Latina y el Caribe 20%, en Asia casi 12% y en África el 3.6%. De tal manera en África, en donde se concentra el 15% de la población del mundo, menos de cuatro de cada 100 habitantes tienen acceso a internet. En tanto en Canadá y Estados Unidos, en donde vive el 5% de los habitantes del planeta, ese privilegio lo alcanza 70 de cada centenar de personas. Por eso resulta inevitable seguir hablando de brecha digital, aunque ese término comience a parecerles démodé a quienes quisieran solamente reparar en las sofisticadas y desde luego fascinantes novedades con las que continuamente nos sorprenden las empresas de tecnología informática.
Acceso caro y desigual
La brecha digital se reproduce dentro de cada región y país. El acaparamiento de recursos informáticos o el simple acceso a ellos tiende a reforzar a las elites —económicas, sociales, profesionales, culturales— que ya existen pero también crea otras nuevas. Los nerds del mundo financiero que viven de y para la especulación a través de las redes informáticas, ejercen un empleo de internet y sus afluentes digitales tan especializado como el que disfrutan los geeks que se entusiasman con las capacidades de un procesador dual core (o multinúcleo) lo mismo que con la versatilidad del nuevo iPhone que amalgama capacidades del teléfono móvil, el reproductor de música y otros artilugios de moda.
La brecha digital cruza a nuestros países y multiplica, a la vez que acota, rezagos culturales y sociales. Algunas naciones y zonas del mundo entendieron a tiempo la importancia de promover la propagación de internet de manera coordinada y con prioridades establecidas por sus Estados. Otras, dejaron ese desarrollo a la deriva de los intereses mercantiles. Hoy en día el interés o la desidia de los Estados y sus sociedades en estos asuntos se traduce en condiciones muy dispares para el acceso a internet, entre otros bienes tecnológicos. Los países de economías más desarrolladas, en donde a pesar de la enorme influencia de las grandes corporaciones industriales hay regulación de los mercados y promoción de la competencia, tienen precios de acceso a internet sustancialmente más bajos que las naciones más pobres, en donde las normas para estimular la diversidad en la oferta ante los potenciales usuarios no han existido o no han sido suficientes.
En 2004 el costo de 20 horas de acceso doméstico a internet era en promedio de 24 dólares en los países de Asia, 29 dólares en Europa, 31 en el continente americano y 62 en África. Aunque en los países más pobres hay gente que accede a internet sin pagar por ello en bibliotecas, universidades o telecentros, el costo por la conexión es altamente significativo y expresa un círculo vicioso: mientras más caro resulta, dicho servicio será más impracticable para la mayoría de las personas; y mientras más difícil sea el acceso, menor posibilidad habrá de que un mayor número de usuarios permita abatir los precios. Menos usuarios de servicios informáticos implica, sobre todo, mayores rezagos culturales.
En 2004 los usuarios de internet por cada 100 habitantes fueron, para mencionar unos cuantos países: 0.1 en Afganistán, 0.73 en Mozambique, 1.39 en Nigeria, 3.24 en India, 4.66 en Senegal, 5.9 en Bosnia, 7 en China.
Rusia tenía 11 usuarios de internet por cada 100 habitantes, Polonia 24, Portugal 28, España 33, Francia 41, Italia y Japón 50, Canadá, Estados Unidos y el Reino Unido 63, Australia 66, Suecia 75 e Islandia 77.
Entre otros países latinoamericanos, las tasas de acceso a la red en ese mismo año eran, por cada 100 personas: Cuba 1.3, Nicaragua 2.2, Honduras 3.18, Colombia y Venezuela 9, Perú 11.2, Brasil 12.2, México 14, Argentina 16, Uruguay 21, Costa Rica 24, Chile 28.
El vértigo de la banda ancha
Esas cifras dan cuenta de las personas que podían utilizar internet, sin tomar en cuenta el tipo de acceso que tuvieran a la red. Durante varios años la mayor parte de las estimaciones acerca de la brecha digital en el mundo se ha ceñido a tales porcentajes. Sin embargo, el desarrollo tecnológico hace necesaria la distinción entre diversas opciones de conexión. Existen grandes diferencias entre enlazarse a internet con una computadora que trabaja con un procesador 486 —creado en 1989— y un Intel de cuatro núcleos que es comercializado ya en 2007. La capacidad de cada uno de esos microcomponentes al trabajar con los datos que recibe la computadora podría significar horas de diferencia para bajar archivos multimedia de internet. Con un procesador antiguo, por ejemplo, es impensable navegar en sitios de video como YouTube.
Lo mismo sucede con la velocidad de las conexiones. Los antiguos enlaces por módem telefónico, conocidos como dial up, alcanzaban velocidades de transmisión de datos que han sido decuplicadas e incluso centuplicadas por las conexiones de banda ancha. La brecha digital ahora se manifiesta en la velocidad de acceso y, desde luego, en el precio que se paga por enlaces rápidos.
En junio de 2006, según datos publicados un año más tarde por la OCDE, solamente en nueve de la treintena de naciones que forman parte de ese organismo había conexiones de banda ancha disponibles para más del 20% de la población. El 29% de la gente en Dinamarca y en Holanda, el 27% en Islandia y Suiza, el 26% en Corea, el 25% en Finlandia y Noruega, el 23% en Suecia y 22% en Canadá, tenía internet de banda ancha. En Japón y el Reino Unido eran el 19% y en Estados Unidos algo más del 18%. La banda ancha puede llegar hasta los usuarios por el cable que además conduce canales de televisión, de manera inalámbrica en señales satelitales o de antenas terrestres o, lo que es más común, por el cable telefónico. Los países más rezagados de la OCDE en materia de enlaces de banda ancha son Turquía, México y Grecia, en donde solamente 3%, 2.8% y 2.7% de la población, respectivamente, contaba ese año con acceso a conexiones rápidas para internet.
El mismo informe de la OCDE enumera los precios de las conexiones de banda ancha en dichas naciones. El costo de cada megabyte por segundo (que es la unidad más convencional para medir la velocidad de transmisión de datos en internet) tiene variaciones de casi 4000%. La conexión de esas características que resulta más barata, en ese elenco de países, es la que se ofrece en Corea: únicamente 3.81 dólares en promedio. Las más caras son las que se venden en México (109.64 dólares en promedio) y Turquía (144.15 dólares). Se trata de dólares homologados, para que la comparación sea más exacta, según su capacidad de compra.
La conexión de ese tipo cuesta, siempre a precios registrados a mediados de 2006, 7.14 dólares en Italia, 7.81 en Japón, 8.15 en Reino Unido, 10.07 en Estados Unidos, 10.17 en Francia y 15.44 en Alemania. Los precios más altos, por el mismo servicio, fueron identificados en Grecia (79.13 dólares) y, como señalamos antes, México y Turquía.
Entender y aprovechar a la sociedad de la información implica prestar atención a sus contrapuestas dimensiones. Junto al optimismo que suscitan sus prodigios y promesas es inexcusable atender al vaso medio vacío que, además, resulta en varios sentidos costoso. De otro modo, podríamos creer que el vaso tecnológica e informáticamente medio lleno es el único posible —y, entonces, conformarnos con él.
Referencias
International Telecommunication Union, World Telecommunication Development Report, Ginebra, 2006. http://www.internetworldstats.com OECD, Communications Outlook, París, 2007.
Copyright: Raúl Trejo Delarbre
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