Pocos asuntos son tan evidentes y urgentes en la agenda mexicana como la necesidad de una reforma fiscal que incremente los ingresos del Estado. Sin embargo, desde hace al menos tres décadas todo intento por ampliar la recaudación ha encontrado serias resistencias que se han traducido en precariedad de las finanzas públicas y en debilidad del Estado mexicano. El doctor Agustín Carstens, secretario de Hacienda de México, ofrece a nuestros lectores los porqués de la propuesta de reforma que el ejecutivo ha presentado al Congreso y explica cómo la solución óptima para la sociedad no pasa, necesariamente, por atender a los intereses particulares de los actores en la discusión fiscal. Para enriquecer esta entrega, el maestro David Ibarra, ex secretario de Hacienda, ofrece un enfoque crítico de la cuestión fiscal en el país.
Por qué “por los que menos tienen”
Cada seis años, cumpliendo un mandato constitucional, el gobierno federal elabora y ofrece a la sociedad mexicana un Plan Nacional de Desarrollo en el que sistematiza y jerarquiza las políticas públicas que propone, cuantifica las metas que desea alcanzar, así como los plazos para hacerlo y estima la magnitud de los recursos públicos que se requerirán para lograr las metas que se proponen.
Por supuesto, todo este esfuerzo de planeación y sistematización carecería de sentido si no partiera de un diagnóstico objetivo de la situación del país, de sus rezagos, de sus potencialidades, de las aspiraciones de la sociedad y de la disponibilidad de recursos de toda índole (materiales, financieros, humanos, intelectuales) con que cuenta el país para enfrentar sus desafíos.
En el caso del Plan Nacional de Desarrollo 2007- 2012 hay una constante que surge en todos los diagnósticos generales y específicos: somos un país surcado por profundas, y en ocasiones seculares, desigualdades. Un indicador muy socorrido para destacar las desigualdades, y favorito de los economistas, se refiere a los ingresos monetarios, pero existen indicadores aún más dramáticos de las desigualdades —en la medida que se refieren a las condiciones concretas de la vida cotidiana de millones de mexicanos— que son los llamados indicadores de desarrollo humano.
Tales indicadores nos hablan de diferencias que se antojan abismales entre mexicanos y entre regiones del país. Por ejemplo, coexisten, a sólo unos kilómetros de distancia, comunidades que carecen de infraestructura elemental (drenaje, agua potable dentro de las viviendas, alcantarillado, alumbrado público, por ejemplo) con centros de actividad económica pujante que disponen de toda la infraestructura y el equipamiento que se pueden encontrar en las ciudades capitales de países altamente desarrollados.
En el mismo país, México, una persona que nace en una comunidad de población mayoritariamente indígena por ese solo hecho padece una desventaja de 12 años, en términos de esperanza de vida, respecto de quien nace en una ciudad como Monterrey.
Si no corregimos las causas de tales desigualdades en el punto de salida, con el tiempo la brecha se irá ensanchando y dejaremos atrás o a un lado del camino del desarrollo a millones de mexicanos. De ahí que claramente el gobierno del presidente Felipe Calderón se haya propuesto como objetivo primordial establecer las condiciones para un pleno desarrollo humano de todos los mexicanos. Desarrollo que, no debemos pasarlo por alto, tampoco puede edificarse poniendo en riesgo las oportunidades de desarrollo de las generaciones futuras. Por eso debe ser un desarrollo adjetivado por partida doble: humano y sostenible.
En los últimos años en todo el mundo —tanto en países desarrollados como en países en vías de desarrollo e incluso en las economías más rezagadas— ha crecido la preocupación respecto de la capacidad de las economías para incrementar el bienestar presente de la población sin arriesgar, por ello, la viabilidad del desarrollo para las siguientes generaciones. Las razones de este interés creciente por el desarrollo sostenible son variadas: desde los radicales cambios en las tendencias demográficas, debido al incremento en la esperanza de vida y a la disminución de las tasas de natalidad, que enfrentan a gran parte de los países desarrollados con serios problemas de viabilidad financiera para los sistemas tradicionales de pensiones y de seguridad social, hasta las dolorosas experiencias —en algunos países en vías de desarrollo— de un uso dispendioso de los recursos naturales, por ejemplo: petroleros, que no sólo ha deteriorado el medio ambiente sino que ha generado, en pocos años, severas crisis de viabilidad financiera.
A partir del plasmado en detalle en el PND, y del que aquí, por razones de espacio, sólo he ofrecido algunas pinceladas, salta a la vista la necesidad de reformar la hacienda pública en México, la necesidad de hacerlo integralmente y la necesidad de que tal reforma se haga prioritariamente a favor de quienes menos tienen, sin descuidar por ello las condiciones de competitividad del país.
Por qué cuatro pilares
Una vez establecida la necesidad de una reforma hacendaria integral, respecto de la cual se percibe un amplísimo consenso en la sociedad y entre las diferentes fuerzas políticas representadas en el Congreso de la Unión, en la Secretaría de Hacienda —y siguiendo las instrucciones del presidente— analizamos las vertientes fundamentales que debería abordar una reforma de esta naturaleza no sólo para ser viable, sino para atender el problema fiscal en sus variadas dimensiones que incluyen: ingreso, gasto, ejercicio eficaz de los presupuestos, transparencia, rendición de cuentas, desarrollo regional, demandas y anhelos sociales, administración tributaria, simplificación.
Existe un innegable consenso respecto de la necesidad de una reforma fiscal que no se limite ni se agote en lo meramente tributario, ni en la recaudación de recursos públicos. Con justa razón la sociedad demanda del gobierno la garantía de que, si deberá aportar más recursos al erario, tales recursos sean ejercidos no sólo con honestidad escrupulosa —sujetos a fiscalizaciones y escrutinios puntuales y públicos—, sino también asignados con eficacia, medida en resultados tangibles y en términos de rentabilidad social.
Así pues, la reforma a la hacienda pública tendría que contener un enfoque orientado al gasto, para hacerlo eficaz, transparente y sujeto a evaluaciones y escrutinios públicos de acuerdo con sus resultados. Esto implica pasar de un enfoque presupuestal centrado en los insumos a un enfoque en el que la última palabra la dicte el otro extremo de la cadena: los resultados tangibles y verificables. Como ejemplo, al ciudadano muy poco le dice el enunciado de que se destinarán tantos millones de pesos a programas de salud, requiere —con justa razón— ver traducidos esos recursos públicos en mejoras concretas de la salud de la población.
Por su parte, las desigualdades en el desarrollo regional sólo pueden ser resueltas eficazmente fortaleciendo el federalismo fiscal. Como ciudadanos nuestra relación es mucho más constante y estrecha con los gobiernos de las entidades federativas que con el gobierno federal. De ahí que hayamos descrito este requisito federalista de la reforma como el camino idóneo para acercar la hacienda pública a las necesidades de la gente.
A la vez, el enfoque federalista responde a reiteradas demandas de los gobiernos estatales por contar con mayores potestades tributarias y por mejorar los mecanismos de asignación del gasto federal que llega a estados y municipios, tanto en forma de participaciones como de aportaciones.
En el caso de la primera demanda, la reforma debería buscar nuevas facultades tributarias para las entidades federativas y los municipios, evitando, sin embargo, la proliferación de impuestos locales. En cuanto a los mecanismos para determinar los porcentajes de participaciones y de aportaciones, deberíamos conciliar dos objetivos igualmente importantes: 1) establecer una clara correlación entre la actividad económica y recaudadora de las entidades federativas y sus percepciones de recursos federales, y 2) destinar un mayor porcentaje de recursos a las entidades con mayores carencias e índices de marginación, pero sin propiciar incentivos perversos que perpetúan el atraso; esto es: premiar la superación de los rezagos, no estimular su permanencia.
Es un hecho que nuestro sistema tributario con el paso de los años se ha hecho complejo, lo que no sólo dificulta y encarece su administración, sino que desalienta el pago de impuestos y propicia la evasión y la elusión. Esto reduce, sin duda, la capacidad recaudadora del Estado pero también lastima y ofende a los contribuyentes cumplidos, en especial a los llamados “contribuyentes cautivos” —por ejemplo, los asalariados— para quienes las prácticas de evasión y elusión de muchos otros representan una clara señal de falta de equidad.
Buena parte de esta complejidad —y de sus efectos indeseables— proviene de la proliferación, a lo largo de los años, de tratamientos tributarios especiales, tasas diferenciadas, excepciones y verdaderos privilegios. Este problema se debe atender integralmente. Por una parte, con instrumentos impositivos que permitan recobrar la universalidad de los gravámenes y restaurar sus bases erosionadas. Por otra, con medidas de control más eficaces y mediante un constante esfuerzo administrativo de simplificación de trámites y procedimientos en el cobro de impuestos.
Otro efecto indeseable es la retroalimentación paradójica de la complejidad: a falta de reformas de fondo, los intentos parciales de cerrar espacios a la elusión y a la evasión tienden a crear nuevas complejidades. Y éstas, a su vez, crean nuevas oportunidades de elusión y evasión para algunos grandes contribuyentes con capacidad para realizar una planeación fiscal agresiva y sofisticada. Literalmente, en no pocas ocasiones “cerrar” una vía de elusión ha significado como efecto secundario “abrir” varias más, de forma que se establece una especie de carrera perversa entre la autoridad y dichos contribuyentes, en la que por supuesto los segundos son quienes suelen llevar la delantera.
De ahí la necesidad de que la reforma, también en su vertiente impositiva, fuese de fondo.
Los diversos estudios que instituciones académicas han realizado acerca de la magnitud de la evasión y la elusión en México indican, entre otras cosas, que la base gravable del Impuesto Sobre la Renta se ha erosionado seriamente y que el porcentaje de recursos no recaudados por dicho impuesto a causa de esa erosión supera al que se registra en los impuestos indirectos.
Dadas estas condiciones, y a la vista de las ingentes necesidades de recursos para superar rezagos inaceptables en el desarrollo humano de millones de mexicanos, la reforma tendría que ser eficaz también en términos de recaudación.
Vale la pena mencionar, además, que junto con las inaceptables condiciones de desigualdad que ya mencioné, enfrentaremos en los años futuros severas presiones sobre las finanzas públicas para no poner en riesgo la viabilidad de los sistemas de seguridad social y de pensiones; al mismo tiempo enfrentamos, ya, un proceso de declinación de nuestra producción de petróleo y, por si esto no bastase, debemos hacer frente a las obligaciones financieras derivadas de inversiones productivas ya realizadas, como es el caso de los Proyectos de Inversión Pública con Impacto Diferido en el Gasto (Pidiregas) que, realizados en años pasados, hoy tenemos que empezar a pagar.
Súmese a esto la urgente necesidad de renovar la infraestructura del país, en transportes y comunicaciones, en capacidad para generar energía —de preferencia a partir de fuentes alternativas que no inflijan daños al ambiente—, así como construir la infraestructura básica que abra posibilidades de desarrollo humano a quienes hoy padecen profundas desventajas: introducción de agua potable, electricidad, servicios de drenaje en los hogares, pavimentación, alumbrado público, conexión a las redes de telefonía y de telecomunicaciones, acceso más seguro y eficaz a los grandes mercados.
A partir del análisis de todos estos requisitos que debería reunir una reforma integral a la hacienda pública, se diseñó una propuesta integral sostenida en cuatro pilares:
• Gasto público: Transparente, eficaz y austero.
• Federalismo: Hacia un nuevo pacto hacendario.
• Administración tributaria: Facilitar el cumplimiento de las obligaciones tributarias y combatir la evasión fiscal.
• Sistema tributario: Equidad, competitividad y fuentes alternativas de ingresos.
Una negociación que evite el riesgo del “conjunto vacío”
Es claro que en un sistema democrático la concreción de una reforma de esta naturaleza requiere de arduas negociaciones para la construcción de consensos. Tanto en su proceso de diseño como, más tarde, en las negociaciones encaminadas a su aprobación por el Congreso, se ha dialogado ampliamente con legisladores de los distintos partidos políticos, así como con diversos actores políticos y sociales, con los gobiernos de los estados y de los municipios, con las dirigencias de los partidos políticos, con las cámaras empresariales e industriales, con los representantes de grupos sociales y de sectores específicos de actividad económica, atendiendo también las observaciones y sugerencias de especialistas académicos y de analistas que representan la amplia diversidad de la opinión pública.
A semejanza de otras experiencias reformadoras en otros países, que culminaron exitosamente, los consensos deben construirse por acumulación de coincidencias sin exigir asentimientos automáticos de entrada, que pueden ser motivo de exclusión para algún participante.
La construcción de consensos entre grupos con intereses y representaciones diversos debe cuidar, sin embargo, lo que podría llamarse “el riesgo del conjunto vacío”, que trataré de describir brevemente: dado que cada grupo tiene intereses específicos, desde luego legítimos, tratará en principio de optimizar en una negociación sus beneficios particulares imponiendo vetos o restricciones, a menos que se le haga percibir que la suma de los vetos de cada grupo conducirá sin remedio a un conjunto vacío, es decir, a una reforma insustancial, meramente nominal, o incluso al aborto de la misma reforma que todos los grupos —así sea por razones diversas— pretenden buscar.
Una de las principales tareas de la negociación, por lo tanto, es dejar claramente establecido que no puede avanzarse multiplicando vetos o restricciones, sino sumando coincidencias.
Es claro que en el caso de la negociación de una reforma fiscal, especialmente en su aspecto tributario, aunque no sólo en ese renglón, la intención inicial de cada grupo tiende a ser la de minimizar o evitar costos al tiempo que se maximizan beneficios. El negociador tiene que hacer ver que el escenario óptimo para un grupo específico es ilusorio en la medida que signifique perder el apoyo de los demás para concretar la reforma. Esto es: el óptimo para el conjunto de la sociedad —el bien público— no es la mera agregación de óptimos particulares, sino de un arreglo que sólo será óptimo si se alcanza en conjunto, aun cediendo algunos intereses particulares que sean obstáculo para el logro común.
No debe sorprender que la propuesta de una reforma integral —una transformación de fondo— genere en principio inquietudes y objeciones. De hecho, ello es muestra de que la propuesta en verdad está encaminada a modificar un estado de cosas y no sólo a lograr efectos cosméticos o de propaganda.
Al mismo tiempo, como ha sucedido en este caso, quien propone la reforma (el gobierno federal) debe atender tales inquietudes y objeciones, como también lo hace quien finalmente decide el destino y alcance finales de la propuesta: el Congreso. Así se ha hecho, lo que ha contribuido sin duda a mejorar la propuesta original y a prever consecuencias que tal vez los diseñadores habíamos pasado por alto.
En este sentido, la construcción conjunta de la reforma a la hacienda pública sin duda sienta un muy saludable precedente para el logro de futuras transformaciones que la democracia mexicana anhela.
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