Así como los ha exhibido en su inescrupulosa conducta empresarial y demuestra la ausencia de una ética comunicacional, la embustera campaña antirreforma electoral lanzada por las televisoras y los principales grupos radiofónicos a través de sus conductores de noticias también ha sembrado la confusión y la mentira. En la estratagema falsificadora anuncian un referéndum por la libertad, como si estuviera en peligro.
Es inobjetable que la acción concertada de los concesionarios tiene efecto en un gran sector poblacional. En esa acción, los que debieran procurar el derecho a la información le han inflingido uno de sus más brutales atropellos en doble vía: en el destinatario final, el ciudadano, y en otro de los sujetos a este derecho —en calidad de intermediario—, el comunicador. En este último, el retroceso es brutal.
A los ciudadanos se les ha negado conocer los contenidos exactos de la reforma electoral, los detalles de las modificaciones y las consideraciones que los legisladores han hecho sobre los beneficios que acarrean; en un amplio monitoreo que he realizado casi diario desde que se aprobó la reforma, durante varias horas a distintos programas de radio y televisión por medio del sistema Medialog, son contados los casos de los que se toman la molestia de leer las reformas, o dar algún dato o cita puntual del contenido.
Se sobreponen por el contrario valoraciones y opiniones descalificatorias tanto del trabajo de los legisladores como de sus personas; se les injuria y se les llega a retar “desde la trinchera que quieran y como quieran”. No son pocas las mentiras y es muy generalizado el comentario de que “este es nuestro trabajo y nos lo quieren quitar”, así como “esos señores que no trabajan y ganan mucho ahora nos quieren prohibir que los critiquemos, nos quieren imponer lo que podemos decirle y lo que no debemos decirle”. Con tal contundencia y reiteración se da esto que, en efecto, parece un guión instruido.
A sus conductores de noticias, reporteros y analistas se les ha impuesto criterios informativos como hacía mucho no lo veíamos. Varios fueron conducidos bajo la presión de su relación laboral con los concesionarios para ser utilizados en contra de los legisladores de las comisiones unidas del Senado; eso los ha expuesto de una manera innecesaria ante esos actores, y por supuesto ante sus públicos. No dudo que entre esos comunicadores haya quienes gustosos se suman a la defensa de los intereses de sus patrones, pero otros expresaron su molestia y hubo hasta quien relató en la radio cómo “de arriba” le pidieron asistir a ese acto vergonzoso.
El sesgo es tal que se circuló una lista de voces que debieran recogerse para apuntalar su dicho. Entre los nombres figuran académicos de amplio prestigio que, habiendo ponderado en lo general la reforma, han expresado las insuficiencias o su diferendo por la remoción de los consejeros del IFE. Pero la cuidadosa edición resalta las críticas, descontextualiza la opinión, y suma personajes de prestigio a la defensa de los miles de millones de pesos que se le retiran a la radio y a la televisión por la prohibición a los partidos de comprar publicidad en esos medios, y sólo disponer de los tiempos que el Estado tiene, como contraprestación por el uso de un bien del dominio de la nación que opera bajo concesión.
En el tema de los tiempos de Estado es donde se localizan las mayores distorsiones. La espiral de manipulación empezó por decir que se les expropiaba tiempo, luego que se les creaba una nueva obligación fiscal a ellos que pagan todos los impuestos, más tarde que era la misma contraprestación pero que les aumentaba 54 minutos a lo que ya tenían, aderezada la explicación con una de las más inverosímiles versiones históricas sobre el origen de esta contraprestación. Cuenta esa fábula que el impuesto que los concesionarios pagan con tiempo aire es una represalia de Díaz Ordaz a la forma libertaria en que se condujeron frente al gobierno por los hechos de 1968. Lo que jamás existió. Por el contrario, la historia acredita a la cámara de la radiodifusión, junto con la CTM, exigiendo la acción de la fuerza para restablecer el orden.
Ocultan la verdad de ese impuesto, base de un régimen fiscal de excepción al que la acción de los gobiernos ha brindado todo tipo de facilidades para burlarlo y reducirlo en su favor a niveles grotescos. El famoso 12.5% sobre el total de la programación establecido en 1969. Los gobiernos del PRI nunca lo usaron en forma total (en 24 horas de transmisión suponía 180 minutos a favor del Estado). Lo intercambiaban por información noticiosa o programas especiales orientados a los intereses del gobierno. Y Vicente Fox les otorgó la mayor concesión: lo redujo mediante negociación secreta a 1.25%.
No se expropia el tiempo, porque son concesionarios, no propietarios, y de lo que tienen por obligación sólo aumenta seis minutos, o si se quiere, se recuperan seis de los 162 que se les descontaron indebidamente. ¿Pagan todos los impuestos? Por supuesto, como cualquiera, pero el que debieran pagar en efectivo —como toda industria que explota un bien público que les acarrea ganancias multimillonarias— lo hacen en especie.
Hemos vivido una semana de mentiras y falsificaciones grotescas; pobre radiodifusión y lástima de los comunicadores que a ello se han prestado. Bienvenida la democracia participativa: ¿deben o no pagar impuestos los que hacen negocio con un bien de dominio público? ¿Lo deben hacer en efectivo o con tiempo aire? Si en realidad quieren un referéndum, primero y siempre, el derecho a la verdad y la verdad como deber.
Profesor de la FCPyS de la UNAM
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