23 de enero de 2009

En busca de una democracia funcional

José A. Crespo

Con la elección de Barack Obama y su ascenso al poder, hemos quedado nuevamente embelesados con la democracia estadunidense. Lo hemos estado desde la Independencia. Lo cual entorpece la reflexión seria sobre si ese modelo es el adecuado para nosotros. Lo que hemos tenido en cambio son, ora regímenes autoritarios disfrazados de democracia, ora democracias disfuncionales y efímeras. No es que la democracia en sí misma sea disfuncional. Las hay de diversa calidad, lo cual se refiere a su grado de eficacia para alcanzar, en medida satisfactoria, sus objetivos esenciales. Pero la baja calidad democrática se topa, en algún momento, con la frontera del despotismo, por un lado, y de la anarquía, por el otro. La actual democracia mexicana, suponiendo que lo siga siendo pese a su baja calidad, no ha demostrado ser funcional. Con lo cual se quiere sugerir que todo ensayo democrático está destinado a fracasar en nuestro país. Eso lo han pensado muchos en el pasado, y probablemente también lo crean algunos de un tiempo a esta parte. En cambio, me parece que el fracaso de nuestros diversos intentos democráticos se debe a que el modelo de democracia que hemos ensayado no responde al desarrollo político e histórico de nuestro país: los esquemas que hemos elegido han pretendido ser introducidos a la fuerza, ajenos a nuestra trayectoria y costumbres políticas, por lo que rápidamente han quedado desvirtuados.

Los conservadores del siglo XIX (Agustín de Iturbide el primero) insistían en que las formas democráticas no podrían arraigar en nuestro suelo, al pretender pasar por alto nuestras tradiciones y valores políticos. Una idea no del todo errada, aunque excesiva. Pero, en el otro polo, los liberales pensaban que podría modelarse el país a voluntad, importando acrítica y extralógicamente el modelo democrático más acabado en su época, es decir el de Estados Unidos. La tosca realidad se encargó, una y otra vez, de contravenir tales aspiraciones. Pretender que nuestra colonización no nos moldeó cultural y políticamente o que no fue radicalmente distinta de la estadunidense, nos ha provocado retraso político, la incapacidad de discutir y explorar una fórmula democrática que nos sea funcional. En ese sentido, tenían probablemente más razón los conservadores que los liberales —no por completo, desde luego— al pensar que la monarquía y el centralismo político nos eran menos ajenos que el presidencialismo federalista de Estados Unidos. Ese modelo surgió en ese país como desenlace natural de su origen y trayectoria políticos, más que por el genio arquitectónico de sus padres fundadores.

En México, el presidencialismo federal copiado de Estados Unidos rápidamente derivó, o bien en un presidencialismo centralista y autoritario (bajo Benito Juárez, Porfirio Díaz o el régimen priista), o bien en un fraccionalismo político regional, con más aires de feudalismo que de federalismo. Cada vez que es desmontada o debilitada la pirámide centralizadora (el virreinato, el porfiriato o el régimen priísta), se ha dado paso a una dispersión de feudos y cacicazgos locales, donde los liderazgos regionales se imponen con la impunidad y la desfachatez de quien gobierna con horca y cuchillo, sin rendir cuentas a nadie, sino, si acaso, a la historia (lo que les preocupa muy poco). No es casual que estos poderes locales hayan sido históricamente los más fervientes defensores del “federalismo”. Lo hemos visto en el pasado y lo seguimos viendo en el presente. Al combinar la rigidez del presidencialismo con la flexibilidad del federalismo (combinación que sí ha funcionado en Estados Unidos), nos hemos autocondenado, bien al autoritarismo presidencial, bien a la fragmentación caciquil. Ninguna de estas dos expresiones es, por definición, compatible con la gobernabilidad democrática que buscamos.

Los obstáculos que nuestro más reciente intento democrático enfrenta, y que podrían provocar nuevamente su fracaso, en parte se deben a nuestra incapacidad de reconocer que no hemos elegido el modelo más adecuado para alcanzar la democracia. El centralismo político, aun republicano, fue identificado con el pensamiento conservador (lo que no ocurrió en otros países), por lo que hoy resulta difícil legitimarlo. Pero probablemente ese modelo sería más compatible con la gobernabilidad democrática en nuestro país. Y en cuanto al régimen presidencialista, tampoco hemos podido darle un cauce democrático: o cae en el esquema del poder concentrado (que da gobernabilidad, pero impide la rendición de cuentas) o se va al otro extremo, el de la dispersión que genera contrapesos, pero entorpece la gobernabilidad (y, al final, tampoco ha propiciado la rendición de cuentas). No sabemos bien a bien si un modelo parlamentario nos permitiría acceder con menos dificultad a la gobernabilidad democrática, dado que su diseño propicia gobiernos mayoritarios y también rendición de cuentas. No lo hemos intentado históricamente (aunque algunos ven en el imperio de Iturbide un tosco ensayo de ello), pero sabemos que las sociedades europeas, donde en general dicho sistema ha podido aclimatarse exitosamente, tuvieron un desarrollo político más parecido —que no idéntico— al latinoamericano, en comparación con el estadunidense. Pero nuestra reticencia a considerar que el presidencialismo y el federalismo podrían no ser los modelos de democracia adecuados a nuestra realidad, explica nuestra inerte insistencia en preservarlos. Y quizás ahí radique buena parte de la explicación de por qué históricamente no hemos logrado instaurar una democracia que sea funcional en sus propósitos esenciales y cuyos fracasos han dado pie a dictaduras, cuartelazos y levantamientos, expresiones por definición antagónicas a la democracia.

No hay comentarios.: