29 de agosto de 2006
En busca del centro perdido
Enrique Krauze
La buena noticia del trance que vive México es la participación ciudadana en la vida pública. ¿Cuándo, en los tiempos del PRI, se había visto a tantos ciudadanos opinar y actuar sobre lo que les compete? Por fin la política ha dejado de ser patrimonio privado de los políticos para convertirse en una tarea colectiva. La mala noticia es la riesgosa polarización del momento. "Son las mismas caras de odio entre compañeros, entre familiares", me dijo hace unos días mi amigo Alberto Pedret, que vivió la Guerra Civil Española en su natal Cataluña. Esta ominosa reminiscencia de su niñez no es ilusoria. La exacerbación de las pasiones ideológicas está en todas partes: en los blogs y en la prensa doctrinaria, en las conversaciones de café y en las reuniones sociales, en los campamentos y en los parlamentos. El debate público está envenenado a un extremo sin precedentes. Hay que combatir ese mal de inmediato, y sólo hay un antídoto conocido: recobrar el centro.
Las propuestas de campaña han desaparecido. Una visión maniquea se ha apoderado del discurso (sobre todo en los ámbitos del PRD, pero no sólo en ellos), volviendo simple, dual y sólida la realidad que, por naturaleza, es compleja, diversa y fluida. Tras la caída del Muro de Berlín, parecíamos haber comprendido que "Derecha" e "Izquierda" son conceptos pobres en significación real, armas verbales que sirven para descalificar al enemigo, no para describir, comprender, explicar o incluso refutar el contenido de lo que piensa o cree. Hoy esos adjetivos disfrazados de sustantivos, esos sucedáneos de los viejos anatemas religiosos (hereje, apóstata, infiel, impuro, ateo), son etiquetas que se han vuelto de uso común.
Aunque hay guerrillas maoístas en la India, una dictadura estalinista en Norcorea y una monarquía absoluta, hereditaria y revolucionaria en Cuba, sólo unos cuantos extremistas pretenden que el modelo marxista puede ser viable o lo fue alguna vez. El Partido Comunista Chino rinde pleitesía formal a Mao, pero para su desarrollo económico ha adoptado el más salvaje de los capitalismos. Inversamente, en Occidente al menos, sólo unos cuantos grupúsculos marginales proponen una vuelta a la teocracia, a los militarismos tiránicos o al nazifascismo. Por lo demás, ningún país occidental, ni siquiera Estados Unidos, ha renunciado a la necesidad de un Estado que modere, incluso severamente, la orientación individualista del mercado, y atienda con eficacia las demandas sociales, sobre todo las de los más necesitados. Purgada de los ismos totalitarios que desgarraron el siglo XX y sacrificaron a decenas de millones de personas concretas en el altar de principios abstractos, la civilización occidental se ha vuelto "centrista" y ha adoptado (incluso en ese polo excéntrico que es América Latina) un sistema democrático. Ese corrimiento también ha ocurrido en México, donde el mandato del ciudadano en las urnas ha sido proteger el centro. Por eso a ningún partido le dio la mayoría absoluta.
Pero el centro, en nuestro tiempo, no señala una equidistancia fija de los extremos ideológicos, rebasados y refutados por la historia. El centro es una franja de opinión que varía en puntos específicos sobre los que las personas pueden y deben dialogar, discrepar, negociar, pactar. Más que un "lugar" intelectual, el "centro" es una actitud, una disposición moderada y atenta, un espacio de tolerancia a las ideas ajenas, un sitio abierto y habitable donde los hombres se escuchan unos a otros, defienden con vehemencia sus puntos de vista, pero están dispuestos a modificarlos si el interlocutor esgrime datos objetivos y razones suficientes. (Un caso concreto: en las frenéticas discusiones de estos días en torno al supuesto fraude, se ha ido evaporando el elemento racional y empírico para dar paso a argumentos de fe; hace falta la operación inversa: pasar del mito a las razones comprobables.) El centro, por lo demás, no es infalible sino todo lo contrario: es humanamente falible, y por eso está normado por leyes que los protagonistas pueden cambiar pero no violar o subvertir. El centro, en suma, implica una cultura de la civilidad.
En México necesitamos recobrar el centro perdido. El PAN no podrá esgrimir un programa de ortodoxia económica liberal, ni mezclar la religión con la política (el PRD lo ha copiado en fechas recientes), ni aferrarse a sus rancias actitudes de intolerancia moral. El PRI (que en sus mejores momentos representó una posición de centro, aunque manchada por la corrupción y el clientelismo) tendrá que reconstruirse, recobrando sus raíces perdidas de liberalismo político y responsabilidad social. Pero el problema mayor lo tiene el PRD y la coalición que lo acompaña. Para converger hacia el centro, tanto en pensamiento como en actitud, sus miembros tendrán que convertirse en "traidores", en el sentido en que el escritor israelí Amos Oz refiere en su libro Cómo curar a un fanático:
Traidor es aquel que cambia ante los ojos de quien no puede cambiar, de quien no quiere cambiar, de quien odia cambiar, de quien no concibe cambiar... A los ojos de un fanático, traidor es cualquiera que cambie. Hay que escoger -y no es fácil hacerlo- entre volverse un traidor o volverse un fanático. En cierto sentido, no ser un fanático significa, hasta cierto punto, ser un traidor a los ojos de un fanático.
Separarse del fanático, renunciar al fanatismo, moverse con inteligencia hacia un espacio de mínima convivencia, es la tarea prioritaria que les espera. No tienen opción. Después de todo son políticos y, como tales -no lo olvidemos ni permitamos que lo olviden-, son nuestros asalariados. El diálogo no es para ellos una opción discrecional: es un mandato que están obligados a cumplir. Si en los meses siguientes convergemos hacia ese centro, la recuperación pacífica del otro centro, el centro geográfico, el centro de nuestra capital, vendrá por añadidura.
La buena noticia del trance que vive México es la participación ciudadana en la vida pública. ¿Cuándo, en los tiempos del PRI, se había visto a tantos ciudadanos opinar y actuar sobre lo que les compete? Por fin la política ha dejado de ser patrimonio privado de los políticos para convertirse en una tarea colectiva. La mala noticia es la riesgosa polarización del momento. "Son las mismas caras de odio entre compañeros, entre familiares", me dijo hace unos días mi amigo Alberto Pedret, que vivió la Guerra Civil Española en su natal Cataluña. Esta ominosa reminiscencia de su niñez no es ilusoria. La exacerbación de las pasiones ideológicas está en todas partes: en los blogs y en la prensa doctrinaria, en las conversaciones de café y en las reuniones sociales, en los campamentos y en los parlamentos. El debate público está envenenado a un extremo sin precedentes. Hay que combatir ese mal de inmediato, y sólo hay un antídoto conocido: recobrar el centro.
Las propuestas de campaña han desaparecido. Una visión maniquea se ha apoderado del discurso (sobre todo en los ámbitos del PRD, pero no sólo en ellos), volviendo simple, dual y sólida la realidad que, por naturaleza, es compleja, diversa y fluida. Tras la caída del Muro de Berlín, parecíamos haber comprendido que "Derecha" e "Izquierda" son conceptos pobres en significación real, armas verbales que sirven para descalificar al enemigo, no para describir, comprender, explicar o incluso refutar el contenido de lo que piensa o cree. Hoy esos adjetivos disfrazados de sustantivos, esos sucedáneos de los viejos anatemas religiosos (hereje, apóstata, infiel, impuro, ateo), son etiquetas que se han vuelto de uso común.
Aunque hay guerrillas maoístas en la India, una dictadura estalinista en Norcorea y una monarquía absoluta, hereditaria y revolucionaria en Cuba, sólo unos cuantos extremistas pretenden que el modelo marxista puede ser viable o lo fue alguna vez. El Partido Comunista Chino rinde pleitesía formal a Mao, pero para su desarrollo económico ha adoptado el más salvaje de los capitalismos. Inversamente, en Occidente al menos, sólo unos cuantos grupúsculos marginales proponen una vuelta a la teocracia, a los militarismos tiránicos o al nazifascismo. Por lo demás, ningún país occidental, ni siquiera Estados Unidos, ha renunciado a la necesidad de un Estado que modere, incluso severamente, la orientación individualista del mercado, y atienda con eficacia las demandas sociales, sobre todo las de los más necesitados. Purgada de los ismos totalitarios que desgarraron el siglo XX y sacrificaron a decenas de millones de personas concretas en el altar de principios abstractos, la civilización occidental se ha vuelto "centrista" y ha adoptado (incluso en ese polo excéntrico que es América Latina) un sistema democrático. Ese corrimiento también ha ocurrido en México, donde el mandato del ciudadano en las urnas ha sido proteger el centro. Por eso a ningún partido le dio la mayoría absoluta.
Pero el centro, en nuestro tiempo, no señala una equidistancia fija de los extremos ideológicos, rebasados y refutados por la historia. El centro es una franja de opinión que varía en puntos específicos sobre los que las personas pueden y deben dialogar, discrepar, negociar, pactar. Más que un "lugar" intelectual, el "centro" es una actitud, una disposición moderada y atenta, un espacio de tolerancia a las ideas ajenas, un sitio abierto y habitable donde los hombres se escuchan unos a otros, defienden con vehemencia sus puntos de vista, pero están dispuestos a modificarlos si el interlocutor esgrime datos objetivos y razones suficientes. (Un caso concreto: en las frenéticas discusiones de estos días en torno al supuesto fraude, se ha ido evaporando el elemento racional y empírico para dar paso a argumentos de fe; hace falta la operación inversa: pasar del mito a las razones comprobables.) El centro, por lo demás, no es infalible sino todo lo contrario: es humanamente falible, y por eso está normado por leyes que los protagonistas pueden cambiar pero no violar o subvertir. El centro, en suma, implica una cultura de la civilidad.
En México necesitamos recobrar el centro perdido. El PAN no podrá esgrimir un programa de ortodoxia económica liberal, ni mezclar la religión con la política (el PRD lo ha copiado en fechas recientes), ni aferrarse a sus rancias actitudes de intolerancia moral. El PRI (que en sus mejores momentos representó una posición de centro, aunque manchada por la corrupción y el clientelismo) tendrá que reconstruirse, recobrando sus raíces perdidas de liberalismo político y responsabilidad social. Pero el problema mayor lo tiene el PRD y la coalición que lo acompaña. Para converger hacia el centro, tanto en pensamiento como en actitud, sus miembros tendrán que convertirse en "traidores", en el sentido en que el escritor israelí Amos Oz refiere en su libro Cómo curar a un fanático:
Traidor es aquel que cambia ante los ojos de quien no puede cambiar, de quien no quiere cambiar, de quien odia cambiar, de quien no concibe cambiar... A los ojos de un fanático, traidor es cualquiera que cambie. Hay que escoger -y no es fácil hacerlo- entre volverse un traidor o volverse un fanático. En cierto sentido, no ser un fanático significa, hasta cierto punto, ser un traidor a los ojos de un fanático.
Separarse del fanático, renunciar al fanatismo, moverse con inteligencia hacia un espacio de mínima convivencia, es la tarea prioritaria que les espera. No tienen opción. Después de todo son políticos y, como tales -no lo olvidemos ni permitamos que lo olviden-, son nuestros asalariados. El diálogo no es para ellos una opción discrecional: es un mandato que están obligados a cumplir. Si en los meses siguientes convergemos hacia ese centro, la recuperación pacífica del otro centro, el centro geográfico, el centro de nuestra capital, vendrá por añadidura.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario