30 de junio de 2006

¿Cómo se paga el capital social?




Michael Layton

Resumen: Los mexicanos se consideran un pueblo muy "solidario", pero la desconfianza en los marcos institucionales y en las organizaciones no gubernamentales ha llevado a una insuficiencia de conexiones individuales con las redes sociales, así como de normas de reciprocidad y confianza en las organizaciones. Esto es una señal de que la sociedad civil mexicana es débil. Son las organizaciones y el Estado quienes deben atraer la participación y apoyo de la sociedad.

Michael D. Layton es doctor en Ciencia Política por la Duke University y director del Proyecto sobre Filantropía y Sociedad Civil, Departamento de Estudios Internacionales, Instituto Tecnológico Autónomo de México.


Las estrategias y teorías sobre el desarrollo han evolucionado dramáticamente durante las últimas décadas. En principio se concentraron en la formación de capital físico como son fábricas e infraestructura y en el capital necesario para su financiamiento. El enfoque cambió posteriormente para resaltar la importancia del desarrollo de capital humano y promover así la inversión en salud y educación. En la última década se ha subrayado la importancia del capital social y el avance de la sociedad civil, en especial en términos de democratización, pero también en su relación con el desarrollo económico y social.

En el presente ensayo se reflexiona sobre la manera en que en México se financia el capital social, su importancia, así como las actitudes de la población en torno al mismo. Como base de esta reflexión se utiliza la información obtenida en la primera Encuesta Nacional sobre Filantropía y Sociedad Civil (Enafi) sobre capital social, participación, donaciones y trabajo voluntario, llevada a cabo por el Proyecto sobre Filantropía y Sociedad Civil del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) en 2005.

Putnam define capital social como "las conexiones entre individuos-redes sociales y las normas de reciprocidad y confianza que resultan". De acuerdo con el Banco Mundial "cada vez existen mayores pruebas que muestra que la cohesión social es crítica para que las sociedades prosperen económicamente y para que el desarrollo sea sustentable". El capital social es "el pegamento" para una sociedad que mantiene unidas a las instituciones y facilita la resolución de problemas políticos y la defensa de los derechos humanos.

Al igual que otras formas de capital, el capital social no es gratuito: requiere inversión. Ello conduce a la pregunta: ¿cómo se paga el capital social? Mientras que el desarrollo de esquemas para financiar el capital físico ha sido relativamente claro, no pasa lo mismo con el capital social. En el caso de infraestructura o programas sociales, un gobierno extrae la inversión de los impuestos o bien a través de organismos binacionales o multilaterales. De igual forma, gobiernos o donadores internacionales pueden invertir en organizaciones no gubernamentales (ONG); en este caso la inversión tendrá poco sentido sin la participación de las comunidades hacia las que se dirigen los esfuerzos.

En un principio, el proceso requiere tiempo e interacción humana -- reuniones, llamadas telefónicas y actos de reciprocidad -- . Conforme los grupos se organizan más y al cabo se institucionalizan, requieren apoyo financiero para mantener personal y un lugar de trabajo. En un contexto donde no existe una sociedad civil fuerte, muy común en las sociedades en transición democrática, ¿cómo se pueden promover las redes sociales y las normas de reciprocidad y confianza características del capital social? Las organizaciones civiles requieren, para poder mantenerse a lo largo del tiempo, un sentido de comunidad y un compromiso de ciudadanía: participación, donaciones, tiempo y liderazgo.

Cada país tiene su historia y postura al respecto. En México, según los datos obtenidos en la encuesta, la historia empieza como un rompecabezas. Aunque la sociedad civil mexicana es poco desarrollada y enfrenta una crisis de financiamiento, los mexicanos se creen muy solidarios.

EL CASO DE MÉXICO

La sociedad civil en México ha contribuido de una manera importante al desarrollo del país: el movimiento estudiantil de 1968, el terremoto en la ciudad de México en 1985, y movimientos para promover y proteger los derechos políticos, de mujeres y de indígenas. Muchos se refieren al terremoto como el despertador de la sociedad civil, pero su vigésimo aniversario del año pasado no generó celebraciones, sino más bien reflexiones y cuestionamientos sobre dónde está y cómo está la sociedad civil. Los números no son alentadores.

En un estudio llevado a cabo en 37 países por la Johns Hopkins University, el Proyecto Comparativo del Sector No Lucrativo, donde se comparan países de América Latina, Europa y África, México presenta los siguientes datos:

De la Población Económicamente Activa (PEA), sólo 0.4% trabaja en el sector social, mientras que en los países en vías de desarrollo dicho porcentaje representa en promedio 1.9: es decir, cinco veces mayor que México, lo que lo ubica en último lugar en el nivel internacional.

En relación con las fuentes de financiamiento, las organizaciones en México obtienen 85% de sus recursos de las cuotas de servicios, lo que coloca al país en segundo lugar en el nivel internacional. Únicamente 8.5% proviene de fondos gubernamentales; en este rubro México ocupa el lugar 30 de 34, y el último entre los países latinoamericanos. Menos del 7% de sus recursos proviene de donaciones privadas de individuos, empresas o instituciones donantes: la filantropía constituye 0.04% del Producto Interno Bruto (PIB), colocando a México en último lugar en el plano mundial.

Lo que podemos concluir de estas cifras es que la sociedad civil mexicana se encuentra muy poco desarrollada. Las raíces de este problema están principalmente en la herencia de tres décadas de Porfiriato, seguidas por el régimen de la Revolución Mexicana, con siete décadas de gobierno de un solo partido. Durante todo este tiempo, un Estado fuerte restringió el desarrollo de una sociedad civil fuerte e independiente.

A pesar de la debilidad de la sociedad civil que reflejan los datos, los mexicanos se describen como "muy solidarios". Un sentido de solidaridad, sin embargo, no parece ser suficiente para sustentar las actividades del sector. Hoy en día, las organizaciones en México enfrentan una crisis de financiamiento, a pesar de su creciente riqueza México ha sido incapaz de desarrollar fuentes internas para financiar el capital social nacional. Lo anterior plantea la pregunta: ¿cómo se paga el capital social?, como una cuestión urgente para las organizaciones y el país. Empezar a entender esta problemática fue la intención del presente esfuerzo de investigación.

LA ENCUESTA

Para comprender este fenómeno en México, el Proyecto sobre Filantropía y Sociedad Civil, del ITAM, llevó a cabo la primera encuesta de opinión pública a nivel nacional: la Encuesta Nacional sobre Filantropía y Sociedad Civil (Enafi). Su objetivo es entender y cuantificar diversas actitudes y comportamientos sobre temas como: trabajo voluntario; donaciones; capital social; pertenencia y participación en organizaciones. La realización de la encuesta se enfrentó a dos retos principales: el primero fue la generación de datos en un contexto en el cual no existían y, el segundo, en generar información para lograr reformas en políticas públicas y estrategias organizacionales. La Enafi fue aplicada en febrero y marzo de 2005, con una muestra de 1500 ciudadanos mayores de 18 años con credencial de elector. La Enafi es representativa en el nivel nacional y su tipo de estudio es de encuesta de vivienda, con el intervalo de confianza de 95% y su margen de error es de +/- 3.5 por ciento.

Una contribución significativa de la Enafi es que nos ayuda a entender cuáles son las formas de pago del capital social en México y por qué los mexicanos sí son solidarios pero no han construido una sociedad civil fuerte. Las formas incluyen trabajo voluntario, organizacional e informal, donaciones y participación. Además, el nivel de confianza -- interpersonal e institucional -- sirve como un indicador importante del capital social. De entrada, se puede decir que hay un déficit en los rubros de capital y de confianza. Asimismo, se percibe que las organizaciones tienen poca presencia en la vida de los mexicanos.

Uno de los retos que presentó la encuesta fue establecer el vocabulario para discutir estos temas, en un contexto donde hay poca presencia de las organizaciones y poco conocimiento de ellas. Cuando preguntamos, "Durante los últimos 12 meses, ¿realizó usted trabajo voluntario para algún grupo u organización?", sólo 23% dice que sí. Pero en una pregunta subsiguiente, en la que se enlistan opciones específicas, 45% mencionó por lo menos una opción.

Los tipos de organizaciones que se mencionan más son: Religioso (24.5%), Escolar/educativo (24.0%), Desarrollo comunitario/acción vecinal (17.3%) y Salud (14.3%). Lo que tienen en común estos rubros es que son un rasgo prominente en la vida cotidiana.

Al preguntárseles cómo se involucraron en el trabajo voluntario, casi un tercio señaló que fue a raíz de la invitación de un miembro de la organización, y otro 20% contestó que fue porque tiene algún familiar o conocido al que ayudan mediante una actividad de este tipo. Otro 20% se involucró vía la escuela de sus hijos o la iglesia. En resumen, más de 70% se involucró con la organización por medio de un contacto directo, personal; por campañas de difusión vía medios (4%) o vía internet (1%) tienen un impacto mínimo.

El nivel de solidaridad expresado informalmente, entre amigos y vecinos es aún más alto que el expresado a través de organizaciones. Al preguntárseles si habían ayudado a amigos y vecinos en su enfermedad, en las labores de su casa, en su trabajo y escuela, o si les habían dado dinero: la mitad o más respondió afirmativamente, y en los tres primeros casos, en un tercio, y lo habían hecho con frecuencia. Aquí empezamos a desenmarañar el rompecabezas de una sociedad solidaria sin una sociedad civil fuerte. Esta misma tendencia a la informalidad se manifiesta en lo que corresponde a las donaciones.

En términos de donaciones otra vez lo informal predomina. Lo que caracteriza a las formas más comunes de realizar donaciones -- "el boteo", colecta de la Cruz Roja y el Redondeo en supermercados -- es su escaso valor en efectivo: se trata más de un acto inmediato, emocional, que de una decisión ponderada para lograr el máximo impacto en la solución de un problema. De hecho, muy pocos encuestados reportaron haber realizado contribuciones mayores a los 50 pesos.

Uno de los resultados más sorprendentes: 79% de la gente prefiere dar limosna directamente a una persona necesitada en lugar de a una organización. Los mexicanos expresan su solidaridad por esta vía: contestando que 15% lo hace siempre, 52% lo hace la mayoría de las veces y 20% algunas veces. Sólo 10% dice haberlo hecho "rara vez", y la opción de "nunca" no alcanza 1%. Aunque dar limosna se trate de la forma de dar más común y frecuente, no genera capital social, ya que no crea lazos de reciprocidad ni apoya a la formación de organizaciones.

Otra forma de pagar el capital social es mediante participación y pertenencia a una organización. Otra vez la Iglesia gana a todos los demás ámbitos: 25% es miembro y participa (otro 6% es miembro pero no participa). La Junta vecinal le sigue (15% participa, 5% de los miembros no participa), después Asociaciones de padres de familia o de ex alumnos (11 y 7) y Clubes/equipos deportivos (9 y 3). Pero el resultado más sorprendente es que 90% reporta que nunca ha participado en "asociaciones de asistencia social u organismos no gubernamentales". Sólo 4% es miembro y participa, y otro 2% es miembro pero no participa.

¿Por qué los mexicanos no participan? En otras palabras, ¿por qué los mexicanos no parecen tan dispuestos a pagar o invertir en capital social? No se trata simplemente de una diferencia cultural. En estas mismas páginas, Alejandro Moreno (FAE, vol. 4 núm. 2, p. 62) habló sobre las diferencias entre los mexicanos en México y en Estados Unidos en términos de número promedio de organizaciones al que pertenecen (membresía): anglo-estadounidenses 2.8; mexicano-estadounidenses 2.4; el mexicano en México 1.4. (La Enafi tiene el mismo resultado para los mexicanos.)

Parte de la explicación es que las organizaciones en México son poco proactivas: piden donaciones o trabajo voluntario a pocas personas -- dos terceras partes de los encuestados señalan que ninguna organización le ha pedido una donación, y tres cuartos, que no les han pedido trabajo voluntario. Sólo 17% reporta que ellos mismos o un familiar han recibido ayuda de una organización. Existe, pues, un círculo vicioso de poco impacto y poca presencia de las organizaciones en la vida cotidiana, y pocas organizaciones. Otro factor es la baja densidad institucional. En Chile, por ejemplo, hay 50 organizaciones para cada 10000 habitantes: en México, hay sólo una. Todo eso implica que las organizaciones no son tan conocidas, ni gozan de tanta confianza.

En términos de la confianza institucional, la Iglesia tiene los mayores niveles, con 77% reportando mucho o algo de confianza en ella. Los medios de comunicación tienen el segundo lugar, con 55%; grupos de barrio 34%; en tercer lugar, versus organizaciones sociales o no gubernamentales 22%. Parece que lo más cercano y familiar es más confiable que lo más abstracto y lejano.

Estos resultados ponen a las ONG en el mismo nivel de confianza que el Congreso (22%), Sindicatos (19%) y partidos políticos (17%). Hay que decir que la sociedad mexicana en general tiene un nivel muy bajo de confianza: cuando preguntamos, "tiene confianza en las instituciones", 83% dice que no, y sólo 15% dice que sí.

¿Cómo se paga el capital social? En México cuando se paga, se paga de una manera más informal: sí se expresa la solidaridad en los mexicanos, pero no por vías institucionales. Como escribe Alejandro Moreno en su libro, Nuestros valores (2005):

Efectivamente, a inicios del siglo XXI nuestra sociedad continúa siendo sumamente desconfiada y característicamente desorganizada. Los mexicanos suelen desconfiar de los demás y de su entorno, por lo general no forman parte de grupos ni de asociaciones, y tienden a realizar poco o nulo trabajo voluntario de forma organizada. La solidaridad parece ser uno de mis valores guía, haya o no el contexto institucional para manifestarla.

Si el diagnóstico que ofrece la Enafi es la solución intelectual al rompecabezas de solidaridad de no tener una sociedad civil fuerte, ¿quién podrá ofrecer la solución práctica? Las organizaciones de la sociedad civil deben desarrollar estrategias para atraer más participación y apoyo en términos de tiempo y dinero de parte de los ciudadanos. De hecho, el factor más importante que la encuesta encontró para predecir quién puede ser donante y aportar servicio voluntario es el de su pertenencia a alguna asociación. Por una parte, corresponde a las organizaciones convertir la solidaridad mexicana en un pago del capital social. Y por otra, es también responsabilidad del Estado, por medio de un marco regulatorio más favorable y espacios de participación, así como de la sociedad y de la iniciativa privada, facilitar esa urgente transformación.

28 de junio de 2006

América Latina: ¿Vuelta al pasado estatista-proteccionista o en la senda de políticas de consenso democrático?

Diana Tussie y Pablo Heidrich

Resumen: Aquí revisa el nuevo clima de época que emerge en América del Sur y analiza cómo se refleja en la diplomacia comercial. Se argumenta que la política comercial está buscando un cauce institucional tanto en el nivel interno para lograr mayor legitimidad, como en el externo para mejorar la distribución de la renta global.

Diana Tussie es directora de la Red LATN de Política y Negociaciones Comerciales. Escribió uno de los primeros libros sobre la experiencia de los países en desarrollo en el GATT. Es investigadora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y del Conicet en Argentina. Recientemente fue seleccionada para integrar el Grupo de Expertos de Alto Nivel para la Evaluación de la Asistencia Comercial del Banco Mundial. Pablo Heidrich es investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Argentina), y doctor por la University of Southern California en Economía Política y Políticas Públicas.


El mayor éxito de esta campaña fue que todos hablaron de desigualdad. Antes decían: ah, eso es lucha de clases.

-- Presidente Ricardo Lagos luego de las elecciones que consagraron a Michelle Bachelet el 15 de enero de 2006.

Es la propia vida lo que resuelve el problema. Como en la teoría de juegos, la solución son las coaliciones.

--Pascal Lamy, al finalizar la reunión de la OMC en Hong Kong en diciembre de 2005.

Desde que Lula ganara las elecciones en Brasil de 2002 en América Latina se detectan aires de cambio con el surgimiento de movimientos sociales y múltiples cadenas ciudadanas; ello parece traer un retorno al imaginario de izquierda, así como el resurgimiento del activismo estatal. Revueltas populares en Argentina, Bolivia y Ecuador dieron por tierra con proyectos de ajuste con pocos paliativos sociales; en los dos primeros países, se perfilan gobiernos dispuestos a llevar adelante agendas muy diferentes de las del pasado. Estos cambios son paralelos, pero no están relacionados con el declaracionismo mediático de Hugo Chávez, que pregona desde Venezuela un socialismo del siglo XXI en América Latina.

Más allá de los distintos tintes ideológicos entre los nuevos gobiernos en la región, dado el peso de Brasil en América del Sur, su proyección internacional y su activa diplomacia multilateral, la figura de Lula sembró condiciones para el surgimiento de un nuevo consenso que abandonaría las reglas del previamente hegemónico Consenso de Washington. Con más timidez y muchos más titubeos que el anterior, desde hace tiempo se habla de un llamado Consenso de Buenos Aires, oficialmente patrocinado por los presidentes de Brasil y Argentina en 2003, pero apoyado por varios otros países sudamericanos. El mismo está inspirado en el ideario anti-fondo monetarista de Joseph Stiglitz, tomando como metas la generación de empleos, el crecimiento económico y la reducción de las desigualdades en la distribución de los ingresos, y también en las lecciones (negativas) que dejaron las sucesivas crisis financieras en América Latina. Entre ellas, se destaca la postulación del sector público como actor por cumplir una función fundamental de provisión de bienes públicos y de coordinación de inversiones.

Sin embargo, dichas funciones son frecuentemente impedidas por sus dificultades de financiamiento, derivadas indirectamente de los condicionamientos de la banca multilateral, y en particular de los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional (FMI). En efecto, en la contabilidad de éste las inversiones públicas (incluso las destinadas a mejorar la provisión de bienes públicos como la infraestructura o la educación) se contabilizan como gasto público y, por ende, atentan contra las metas fiscales convenidas con el organismo. La austeridad fiscal requerida por el FMI impide al sector público desempeñar un papel reactivador del crecimiento, a la vez que reduce la oferta de bienes públicos que necesita una economía tanto para su funcionamiento en el corto plazo como su sustentabilidad en el largo plazo. Es en este contexto donde se deben observar las recientes medidas de des-endeudamiento de Brasil o Argentina con el FMI, por ejemplo.

Más allá de consensos políticos, hoy otras fuerzas están activas en la región. La elección del líder indigenista Evo Morales en Bolivia en diciembre pasado marca una profundización en otro sentido de cambios en América del Sur. Para el historiador de la Universidad de Brasilia, Luiz Alberto Moniz Bandeira, el contundente triunfo en la primera vuelta "constituye un alzamiento popular, por medio del voto democrático, contra los programas neoliberales y las políticas de Estados Unidos" (El Clarín, 2 de enero de 2006). Si bien Bolivia no tiene la proyección externa de Brasil ni el músculo financiero de Venezuela, pone en evidencia la emergencia de la movilización popular en la zona andina. Pero, a diferencia de las históricas movilizaciones bolivianas, ésta no es ni de inspiración marxista ni de base clasista sino que surge de la identidad étnica en un país donde más de 60% de la población es de ascendencia indígena y ha sufrido exclusión, discriminación y pobreza extrema, y que efectivamente reclama del Estado un desempeño más activo en el control de los recursos naturales y en la distribución del producto nacional. Un movimiento de raíces ultranacionalistas se perfila en Perú, donde se realizarán elecciones presidenciales el 9 de abril de 2006.

Sin embargo, esta ola no nos debe hacer creer que resurgen las antinomias del pasado. Por ello, para analizar el humor político de estos tiempos debemos evitar volcar la mirada hacia el pasado y, más aún, cualquier temor de volver a él: la mirada realista a los hechos y circunstancias del presente nos permite detectar no sólo claras diferencias con las circunstancias del pasado, sino también los nuevos contornos de las políticas esbozadas.

En primer lugar, el debate en la región dejó de plantearse en clave binaria de derecha vs. izquierda o de un purismo Estado vs. mercado. Aunque cuando cunde la decepción por los malos resultados de la década de los noventa, los gobiernos elegidos parecen decididos a mantener el rumbo del timón macroeconómico, surgido después de que sus economías fueron devastadas por los ciclos de auge y quiebra financiera que se sucedieron como reguero de pólvora desde la crisis mexicana de 1995 hasta la uruguaya de 2002. Hoy el debate parece estar planteado más bien en términos de lograr un nuevo equilibrio entre crecimiento y distribución y, entre ambos términos, del necesario e inevitable condominio que existe entre el Estado y el mercado, ambos mutuamente dependientes, y ninguno concebible sin el otro.

En segundo lugar, si bien podemos detectar en el electorado latinoamericano demandas de menor ortodoxia económica, y en pos de mayor intervención estatal, es preciso distinguir entre las preferencias reveladas de los electorados y las actitudes de los gobernantes que por votos llegaron al poder. En el electorado hay sin duda mayores grados de movilización a la vez que una profunda fatiga con las reformas llevadas a cabo en los noventa. Por más de una década, dichas reformas recibieron un cheque en blanco para las políticas pro apertura, pro mercado, que auguraban beneficios por ser compartidos ampliamente. Con demasiada frecuencia, la realidad ha traído persistentemente altas tasas de desempleo, estancamiento de ingresos y creciente desigualdad. La brecha entre la retórica y la mucha más sombría realidad ha dado muestras de ser un campo fértil para el descontento, la movilización y la reacción electoral contra la ortodoxia pro mercado.

Sin embargo, los administradores políticos votados en este clima de desencanto están mostrando ser bastante conservadores desde el punto de vista fiscal, ateniéndose a una política tanto prudente como moderada en el manejo de los equilibrios macroeconómicos. Esto no era así en los años del populismo clásico de las décadas del 1960 o 1970. Es también notable que haya inclusive aún más grados de austeridad que los demostrados por sus antecesores "neoliberales" de los noventa. Ejemplos paradigmáticos de esta tendencia a sostener una posición fiscal fuerte y sana son los gobiernos de Lula y Kirchner. En Brasil se anticipa que el déficit fiscal primario termine en 4.6%, por encima de la meta fijada con el FMI a comienzos de 2005, de 4.25%. Tanta ortodoxia habrá desembocado en la decepcionante tasa de crecimiento de 2.3% en 2005, con apenas un punto adicional anticipado para 2006, uno de los peores registros entre las economías emergentes. En Argentina el superávit fiscal también se anticipa abultado y llegará a 3.9% en 2005. Ambos países, asimismo, muestran una saludable posición de reservas aun después de haber cancelado todos sus compromisos con el FMI. Como medida de contracción y prudencia fiscal adicional, el gobierno argentino tomó recientemente la decisión de crear un fondo anticíclico, lo que impondrá un techo al gasto fiscal futuro. En este terreno, hay dificultades para estos administradores políticos, surgidos de este nuevo ciclo de expectativas populares para satisfacer las mismas y cumplir con las esperanzas e intereses que los han llevado al gobierno. Después de todo, la austeridad fiscal excesiva puede dispararse en contra, como lo muestra el gobierno de Lula y su decepcionante desempeño tanto en términos de crecimiento como de distribución, causando una fuerte caída en sus niveles de apoyo electoral.

En tercer lugar, existen hoy campos de coincidencia relevantes entre la ortodoxia pro mercado y los gobiernos latinoamericanos actuales. Uno de ellos es la cautela en relación con la liberalización financiera. Hoy, incluso el FMI admite la necesidad de imponer controles a la cuenta de capital en países con débiles instituciones financieras internacionales. En todas las variantes del espectro económico, hoy se acepta que la secuencia más apropiada es lograr primero el desarrollo sólido del mercado financiero y el sistema bancario nacionales, y sólo luego abrirse a los mercados financieros internacionales. Otro es el abandono de los modelos autárquicos, cerrados al comercio internacional, y la creciente aceptación de menores grados de protección que en el pasado para el mercado nacional, aunque persisten las discrepancias sobre cuál es el nivel de protección que permita tanto un significativo crecimiento como una generación de empleo y mejoras en la eficiencia de la economía.

En cuarto lugar, no existe hoy política económica en América Latina que no se autocalifique como pragmática. Bien o mal utilizada, esta definición de amplio espectro implica, por un lado, mantener el rumbo de las reformas pro mercado; y por el otro, reorientar el timón en algunos grados para "escuchar demandas" y tomar medidas destinadas al logro de una mayor cohesión social. En la agenda aparecen tanto las demandas económico-sociales de crecimiento y redistribución como las demandas en términos de participación ciudadana. Ejemplo de este pragmatismo es la inclinación del gobierno surgido en Uruguay de la coalición izquierdista del Frente Amplio a considerar la negociación de un tratado de libre cambio (TLC) con Estados Unidos pese a las distancias ideológicas entre ambos gobiernos, al marcado sentimiento antiestadounidense de su propia base electoral y a las mayores afinidades con sus socios del Mercosur. Pero mientras Estados Unidos siga siendo el principal garante de inversiones o el destino más dinámico para sus exportaciones, los acuerdos con dicho socio no pueden ser excluidos o diluidos en la agenda externa de ningún país latinoamericano. En la práctica, se busca idear fórmulas creativas que permitan a los gobiernos involucrados un juego más libre que el meramente ideológico. Como no puede ser de otra manera, el experto en relaciones internacionales J.G. Tokatlián, nos señala que cada país ha construido, en su propio imaginario, su visión de una suerte de relación especial -- y salvadora -- con Estados Unidos.

Entonces, estamos frente a un nuevo mosaico donde toda una gama de coaliciones que van desde el estilo populista con liderazgos providenciales (chavismo) al estilo social democrático epitomizado por la moderación chilena o uruguaya se despliegan tratando de dar respuestas al electorado. Dentro de este mosaico hay, efectivamente, una reevaluación muy fuerte de los papeles por asignar al mercado y al Estado: en primer orden, en la distribución, en la promoción de la actividad económica, y, en segundo, a la inversión en infraestructura y la seguridad energética. Se considera que el Estado puede coordinar, arbitrar y, a veces, hasta encabezar ciertas iniciativas de desarrollo. Sólo se ve eso en el caso de Venezuela donde, por un lado, la exaltación del populismo es clara y, por el otro, se distingue menor aceptación de las instituciones de mercado y amenazas al canon de libre mercado y libre comercio. En el resto de los países hay incentivos ocasionales para poner en funciones la capacidad industrial o agrícola ociosa, revertir asimetrías entre los precios de servicios públicos privatizados en los noventa y promover la inversión en la expansión de la infraestructura básica y la generación de energía. También hay una renegociación vigorosa para incrementar los ingresos tributarios de actividades extractivas (no sólo en Venezuela y Bolivia, sino también en baluartes más ortodoxos como Colombia, Perú y Chile). Estas pujas se derivan de las necesidades urgentes de gobiernos democráticos por cubrir gastos sociales y reducir la miseria, una agenda urgente en un contexto democrático y dados los resultados de las reformas de los noventa.

Por ende, no solamente estamos en una época marcada por políticas no ideológicas en la administración de las políticas económicas y de las relaciones internacionales. Las relaciones internas dentro de la región, como el acercamiento entre Venezuela y Brasil, no son fruto circunstancial del nuevo clima político, sino que llevan más de una década, antecediendo los sendos gobiernos de Lula y Chávez y se afincan en realidades materialmente objetivas. Como dijo Diego Cardona (Foreign Affairs en Español, abril-junio, 2005):

Venezuela se aproxima a Brasil por su complementariedad industrial y energética, por su proyecto de desarrollar las regiones del sur y el oriente del país, y como mecanismo de equilibrio diplomático multilateral frente a Estados Unidos. Este acercamiento a Brasil se está efectuando a expensas de su pertenencia a la Comunidad Andina, es decir, de su vocación bolivariana.

Los países buscan en diferente medida la diversificación de mercados pujando en todas direcciones para lograr más acuerdos de comercio preferenciales en esquemas bilaterales, regionales y con otras partes del globo. Tomando objetivamente como referencia lo protagonizado por países latinoamericanos recientemente (2002-2005) en estos tres campos, dichos gobiernos han desplegado una diplomacia comercial que busca una mejor distribución de la renta global.

En el ámbito multilateral, a través de la Ronda Doha, continuada en Cancún y luego en Hong Kong, los países de América Latina han contribuido positivamente a las negociaciones de la OMC, presentando propuestas en todos los temas de la agenda, así como en cuestiones de procedimiento. Según sus intereses, los países han conformando (y encabezado, en el caso de Brasil) coaliciones de países en desarrollo y coaliciones mixtas con países industrializados que contribuyen a la parcial recuperación de la legitimidad del orden comercial global, instituido a través de la OMC. En esta dinámica, asociando inquietudes de sus sociedades civiles y círculos empresariales han comenzado a ejercer la diplomacia comercial con el objetivo de lograr en esta empresa mayores grados de consenso y, por ende, más legitimidad que la obtenida en el pasado inmediato.

En este sentido debe entenderse el proceso de conformación de coaliciones en la OMC, como el llamado Grupo de los 20, encabezado por Brasil e India, en el cual, de la región, participan Argentina, Bolivia, Cuba, Ecuador, México, Paraguay y Venezuela (entre los participantes iniciales también se encontraban Colombia, Costa Rica, El Salvador, Guatemala y Perú). Este grupo dista mucho de ser la típica coalición tercermundista defensiva; expresa, por el contrario, pujantes intereses exportadores de actores de mercado tanto del campo de la agroindustria como de la industria y los servicios, y en estos términos ha formulado propuestas técnicas sobre un amplio cúmulo de temas de la agenda multilateral. El canciller brasileño Celso Amorim expuso de la siguiente manera el Leitmotiv de dicha coalición en una entrevista para The Wall Street Journal (23 septiembre, 2003):

El verdadero dilema que hemos tenido que enfrentar era si tenía sentido aceptar un acuerdo que consolide las políticas de subsidios de las superpotencias, con modestas ganancias e incluso algunos retrocesos (como la ampliación de la llamada caja azul para acomodar los subsidios de Estados Unidos, por ejemplo), y luego tener que esperar otros 15 o 18 años para lanzar una nueva ronda.

En esta clave, estamos asistiendo a un proceso por el cual las negociaciones comerciales que hoy dirigen y sostienen la apertura están buscando su cauce institucional a la vez que se están interiorizando en la discusión política de las democracias. Dada la diversidad de intereses y a veces de ideologías, que normalmente existen en cada país de esta región, como en cualquier otra, hay fuertes discusiones sobre los sectores por liberalizar, la forma y tiempos para hacerlo y qué pedir a cambio de sus socios comerciales. Lo que para muchos hoy puede parecer como una expresión de resistencia es esencialmente el resultado de los tiempos requeridos, por un lado, para el esfuerzo de calcular costos y beneficios y para la consulta democrática; por el otro, para la concertación con la pertenencia a las coaliciones negociadoras en los cuales los países se han insertado. Más aún, en ambos frentes se requiere, una vez realizado el análisis y la consulta, la construcción de agendas técnicamente solventes que atiendan a la multiplicidad de los intereses en juego.

Por lo tanto, los beneficios de una economía abierta al comercio global no es lo que está en cuestión; más simplemente, se discute cómo sacar provecho de la inserción en la economía global, tal como es de esperarse en sociedades democráticas. Los costos sociales sufridos por muchos países contribuyen, por cierto, a que esta discusión sea muy dura, pero también motivan a gobiernos y sociedades civiles a pensar detenidamente qué propuestas hacer ahora, qué aceptar y qué no aceptar, explorando los límites de su resistencia a presiones externas desde Estados Unidos o la Unión Europea, por ejemplo.

CONCLUSIÓN

Como corolario a esta interacción entre apertura y debate interno, las negociaciones regionales en América Latina han creado una nueva generación de acuerdos, fundamentalmente con Estados Unidos. Al cumplirse los primeros 10 años del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, Estados Unidos ha reanudado su proyecto de generar un área de libre comercio en América Latina, naturalmente como espejo de sus fortalezas y de sus preferencias empresariales. Luego de la reunión de 2002 en Miami, donde el ALCA fue reducido a la posibilidad de acuerdos bilaterales, compitiendo a velocidades diferentes por acceso al codiciado mercado estadounidense, Washington ha promovido acuerdos bilaterales con los países centroamericanos y andinos, los más dependientes a su mercado interno en términos cuantitativos e institucionales.

Los países latinoamericanos menos dependientes del mercado de Estados Unidos o proveedores netos de energía (y por lo tanto, poseedores de una ventaja inherente) no sienten la tentación con igual intensidad. Éstos son: Brasil, Argentina, Ecuador y Venezuela. En Ecuador la Confederación de Asociaciones Indígenas del Ecuador (Conaie), con amplio poder de convocatoria, ha hecho un llamado a la ciudadanía a una consulta popular para derrotar el inminente TLC con Estados Unidos que conlleva el riesgo de importaciones subsidiadas, siendo especialmente emblemático el caso del arroz. [1] Brasil y, en menor medida, Argentina cuentan con aparatos productivos donde la agenda de Estados Unidos acarrearía grandes costos de adecuación. Si se suman a los nuevos consensos, la fragilidad de los gobiernos frente a presiones sociales y la "democratización" de la política comercial ya explicada, los reducidos incentivos que ofrece Estados Unidos en términos de mejor acceso a su mercado, la reducción o eliminación de las trabas para-arancelarias, la racionalización en el uso de la legislación de antidumping y el proteccionismo agrícola, es comprensible que dichos gobiernos no den prioridad a la expansión del ALCA a través de acuerdos bilaterales, como se ha hecho hasta ahora, o incluso por la reanudación de una negociación hemisférica. Por lo tanto, más allá de las formas y los estilos, la aparente resistencia de algunos países latinoamericanos al ALCA, refrendada con cierta estridencia en la cumbre de Mar del Plata en noviembre de 2005, es un tema de sentido común, dentro de un canon que no acepta, ni siquiera concibe, un retorno al pasado "estatista" de los setenta pero tampoco al "neoliberal" de los noventa.

En este sentido, para el futuro puede esperarse que la confluencia entre esta nueva fe en el activismo estatal y una política comercial más auditada por discusiones democráticas sean la base para consensos de política económica más estables que en el pasado, tanto remoto como más reciente. Así como la prolongación del modelo estatista de antaño más allá de sus límites naturales y de su "vida natural" produjo la deificación del Estado y del "interés nacional" de la mano de dictaduras brutales durante los años setenta y ochenta, muchas reformas neoliberales de los noventa produjeron una serie de crisis institucionales políticas muy graves en una seguidilla de países. [2] Por lo tanto, la búsqueda de un patrón de desarrollo efectivo de medida humana y encauzado institucionalmente es algo hoy esencial para los gobiernos y sociedades civiles de la región.

NOTAS

1 La Conaie, además de exigir la suspensión de las negociaciones del TLC, reclama la expulsión de la petrolera estadounidense Occidental, la nacionalización del crudo y el retiro de las tropas estadounidenses de la base militar de Manta.

2 Argentina, 2001; Bolivia, 2002-2004; Brasil, 1992; Paraguay, 2000; República Dominicana, 1998; Ecuador, 2000 y 2004; Perú, 2000; Venezuela, 1989, 1992 y 1998; México, 1995; Guatemala, 1992; Nicaragua, 2000.

23 de junio de 2006

El imperio del rating

Javier Solórzano Zinser

Patricia Ortega juega con el título y el subtítulo de su libro. Se plantea la posibilidad de la "otra televisión" de la misma manera que a lo largo de muchos momentos se ha jugado publicitariamente con la frase. En muchas ocasiones hemos sido testigos del ofrecimiento de "otra televisión" que lo único que tiene de "otra" es el matiz para distinguirla de la que es su competidora.

Pero también Patricia se encarga de poner a cada quién en su lugar cuando se pregunta "Por qué no tenemos una televisión pública". Después de 302 páginas es muy probable que no todas las preguntas estén respondidas, pero lo que es cierto es que encontramos una gran cantidad de elementos y razones para entender en lo que estamos metidos.

Con base a una muy bien documentada revisión de las experiencias en algunos países, Patricia nos muestra cómo la pregunta central de su libro puede tener respuesta. Que no nos hayamos atrevido o que no se hayan creado las condiciones para ello, o mejor dicho, que no se haya desarrollado a cabalidad una televisión pública tiene sus razones en la falta de voluntad política, pero sobre todo por la complicidad de los diversos gobiernos y la hegemonía de la llamada televisión abierta.

La televisión de Estado en México ha sido una televisión de gobierno. Es pública y abierta cuando no se tocan intereses, pero cuando la crítica fuerte florece se convierte en televisión del gobierno en turno. ésa es la historia de los últimos años. En Imevisión, hoy TV Azteca, se desarrollaban a diario varios proyectos. La clave eras quién daba el banderazo final. Todo podía cambiar en cosa de segundos antes de entrar al aire. Aparecía una voz a través de un singular teléfono, llamado también magneto, que hacía las veces de una voz de ultratumba que tenía la peculiaridad de hacer brincar de sus lugares a todos. Los productores debían empezar desde cero estando casi al aire, el conductor le hacía al malabarista, y el funcionario encargado de la televisión se encargaba de quedar bien con su jefe. Nos preguntábamos inevitablemente cuál Estado, cuál Imevisión, porque la tele al final de cuentas era el juguete del cual se decidía qué hacer con él desde alguna dependencia.

Uno supondría que de ésos a estos días algo ha pasado. Patricia hace un recuento de cómo una televisora que pudo ser de Estado no lo fue porque a través de una subasta dejó de ser lo que algún día pudo ser. Quien era secretario de Hacienda definió el asunto de la siguiente manera: no importa la venta al fin y al cabo nosotros tenemos el switch. Al paso de los años el gobierno está a cosa de nada de que la televisión termine por bajarle el switch.

Uno de los mejores momentos de la televisión regional se dio, nos cuenta Patricia, cuando se logró estructurar una red nacional. Como todo proceso, estuvo lleno de luces y sombras. Las luces eran las que mostraban las posibilidades de lograr que las televisiones locales de los estados pudieran retratar, participar y reflejar la vida de las comunidades. Las sombras fueron de nuevo la carencia de límites al uso político de las televisoras. Igual servían para los actos de gobierno en los que la crítica era impensable, que para llevar las cámaras con urgencia un sábado o un domingo para que "cubrieran" la primera comunión de la hija o el hijo del gobernador.

Fueron con todo momentos importantes que permitieron el desarrollo de egresados de las escuelas de comunicación, y al mismo tiempo proyectos que llegaron a tener audiencias altas al igual que las de la TV privada. El sentido de servicio, juego, información, entretenimiento y negocio, que es el que presumimos debiera permear en la televisión, aparecía en años en los que no nos percatamos que estábamos en el preámbulo de la venta de garage. Todo se vendió y todavía seguimos tratando de entender dónde quedó el dinero.

Para tener televisión pública, como la que envidiamos a otras naciones, tenemos que entrar en serio al tema de los medios. No se puede consolidar la democracia si no se discuten los medios. ¿Es la televisión de hoy distinta a la de hace algunos años?

Tecnológicamente sin duda, pero en lo que corresponde a los contenidos la deuda se incrementa. Los intereses de los dueños hoy son una copia de los gobernadores que imponían sus presuntas razones como una voz de ultratumba minutos antes de empezar un noticiario, de las listas de los entrevistables y no entrevistables. Llegaba la voz de los temas que no se debían tocar porque no se puede jugar "con la fe de la gente", porque no se puede argumentar y "¿quién es esa mujer?", con eso no porque "nomás nos ataca".

Los espacios son diferentes pero las razones siguen en la misma vía. Quizá la única diferencia es que pasaron de un sector oficial al privado. De una nación en que los medios se intentaban gobernar, desde la política, hemos pasado a que la televisión se gobierne desde sus pantallas. Al que no le parezca que se vaya preocupando porque tarde que temprano será la pantalla la que se encargue de él.

Como fenómeno mundial, pero particularmente establecido en México, no nos coloquemos en la tesitura, si no es que ya estamos, ante un Estado dentro del Estado.

Los noticiarios se han convertido en voceros de las empresas antes que informadores. Si existe algún problema en Valle de Bravo que afecte la casa de "alguien", ésta será la noticia. Si roban una tienda de "alguien" será la nota del día.

Muchos se preguntan del por qué haber tomado recientemente un riesgo. Diríamos que más valía correrlo que dejarlo pasar. Las condiciones después de tanto tiempo parecían ser diferentes. Sin embargo, estamos ante una cantidad de intereses interminables y concepciones cerradas de lo que podría también ser la televisión y hasta la vida misma. Mientras no discutamos lo que pasa en la TV y los políticos no lo enfrenten será difícil que haya avance y que la democracia se consolide. No hay cambio que no pase por los medios porque éstos son uno de los instrumentos centrales de poder. No podemos estar atenidos a que jueguen con la libertad a su conveniencia. No hay manera de pensar ni una reforma de Estado, si no se establecen reglas claras de una sociedad que requiere nuevas formas en la información y hasta en el entretenimiento.

Lo que hoy se hace forma parte de lo que, se asegura, da rating. Es decir, el camino debe ser el que todos conocen a pesar de las críticas que se establecen, incluso en las propias televisoras. ¿No existen nuevas formas, pero sobre todo no existe la posibilidad de hacer televisión inteligente sin importar el horario?

¿Tenemos que jugar al rating como el nuevo tótem como si lo que se ofrece en cómodas programaciones no tuviera alternativa?

Que quede claro, no se trata de hacer a nadie a un lado, sino de compartir y transformar formas y fondos porque si esto no se da, no habrá hacia donde hacerse, y se iniciará un proceso de división. Se seguirá pensando desde dentro que a la gente se le da lo que pide cuando en el fondo se le da lo que quieren las televisoras.

La gran discusión no es sólo si un programa noticioso funcionó o no. No se trata sólo de si estamos ante el rating, el círculo verde, el círculo rojo o el morado. No se trata de que si un conductor analiza o se tarda en dar las noticias porque no lee 60 notas en una hora, como presume el de Univisión. Estamos ante una situación que incluye a toda la televisión abierta que se ha llenado de intereses y piensa sólo en llenar sus arcas.

La TV debe buscar la evolución del pensamiento, debe divertir sin hacer a un lado lo que hoy tiene valor y le da resultados. Lo importante está en la necesidad de que la TV se abra no sólo para defender intereses, sino como parte de una convicción de vida y de país al que aspiramos.

Hoy que los candidatos a la Presidencia prefieren pasar por alto la discusión sobre los medios, deberían entender que más les vale hacerlo porque así se fortalecen a futuro y ante la sociedad. No se quieren pelear, pero la razón de no hacerlo es el temor más que la estrategia.

Si en verdad se quiere un contrapeso la televisión abierta se debe abrir, pero de aquí a ese remoto día desarrollemos en el próximo gobierno una televisión de Estado que permita entre otros al Canal Once y al 22 su fortalecimiento de vida no sexenal. Urge una televisión que juegue, informe y que sea vista por todos. No sólo por el círculo rojo, sino también por el círculo verde, el cual hoy es el mejor pretexto que encuentran para hacer lo que hacen.