13 de octubre de 2008

Crisis económica, ¿crisis política?

José A. Crespo

Dice Felipe Calderón, así como varios especialistas independientes, que nuestra economía está mejor preparada que en otras ocasiones para enfrentar con bien el vendaval financiero internacional, y que eso se debe a buenas decisiones que tomaron los gobiernos mexicanos en los últimos años. Por ello, en lugar de un “ajuste de cinturón”, lo que ahora propone es expandir el gasto público en obras productivas, crear infraestructura y fortalecer el mercado interno. Un paquete anticrisis de corte esencialmente keynesiano (en lugar de uno ortodoxamente neoliberal). Asegura Calderón que, una vez pasado el temporal, la economía mexicana será más fuerte y competitiva (“aunque no lo parezca”, le faltó agregar). La verdad es que, como todo el mundo sabe —aunque el gobierno nos lo intentó ocultar—, la economía mexicana sufrirá de manera importante a causa de la depresión estadunidense. De hecho, esos efectos ya se empezaron a sentir. El impacto inflacionario y el nivel de devaluación tampoco es posible saber, por lo pronto, hasta dónde llegará. En suma, el perjuicio real a la economía no se puede calcular en estos momentos, pues lo que prevalece, aun entre los especialistas, es la incertidumbre. No se puede saber con certeza en dónde se ubica el piso de la pérdida de confianza financiera a nivel mundial.

Pero suponiendo que en efecto la economía mexicana está hoy en mejores condiciones que años atrás para enfrentar la crisis en el mundo, habría que preguntar si el sistema político también lo está. Ahí las cosas no son tan claras. Sabemos que las crisis económicas pueden provocar crisis políticas, por más que el origen de las primeras se ubique en el exterior. También, que los sistemas políticos tienen una capacidad limitada para resistir presiones provenientes de diversos sectores movilizados por una afectación económica directa, que los canales institucionales —aun siendo eficaces— tampoco pueden absorber y encauzar un excedente de demandas sociales que se incrementan de manera súbita. Por lo cual, mientras más nos impacte la crisis mundial, mayores presiones habrá sobre un sistema político que no está tan sólido —pese a su mayor pluralismo— como lo estaba hace algunas décadas —pese a su autoritarismo—.

Un régimen político en el que sus líderes e instituciones gozan de la confianza pública puede enfrentar y resistir mejor una grave crisis económica, en parte porque esto último requiere que la ciudadanía crea en las medidas que esos líderes proponen, que esté convencida en su eficacia y buena fe. Mientras menos credibilidad en los dirigentes, más profunda la crisis. Vemos por ejemplo cómo George W. Bush no es capaz de generar ya confianza y tranquilidad en sus conciudadanos. Es como si no existiera. Y eso es en buena parte consecuencia de su mal desempeño en estos ocho años y de haber mentido flagrantemente sobre las causas de la costosa guerra de Irak. Así, después de su último mensaje, la Bolsa de Valores de Nueva York descendió, de menos 80, a menos 200 puntos. Mientras más trataba de inspirar confianza, más se depreciaba el mercado bursátil. “Nadie cree en lo que sale de la boca de los políticos”, aseguró a The New York Times un analista de Standard & Poor’s (11/oct/08).

En el caso de México, pese a la expectativa de que habría mayor credibilidad en las instituciones políticas tras la alternancia del año 2000, ocurrió lo contrario, principalmente porque el liderazgo de Vicente Fox quedó muy por debajo de las necesidades del momento. Lejos de canalizar el entusiasmo y la confianza con que recibió el poder, lo despilfarró a granel en un santiamén. Lejos de fortalecer y profundizar la democratización, la hizo de lado, presuntamente para fortalecer la estructura económica (en lo cual tampoco tuvo grandes logros). Con el propósito de evitar que cambiáramos de “caballo económico” (para evitar así el peligroso populismo), no le importó afectar gravemente la credibilidad electoral, en la cual se había basado la legitimación política de los últimos años. Curiosamente, para enfrentar la crisis internacional, los países desarrollados, al margen del signo ideológico del gobierno en turno, están adoptando medidas tradicionalmente identificadas por la derecha como “populistas”. ¿Alguien habría pensado que un gobierno republicano (o demócrata) en Estados Unidos decidiría comprar acciones de la banca, lo que no había ocurrido desde la crisis del 29? “No es tiempo de ideologías, sino de sentido común”, declaró recientemente Barack Obama.

Calderón se ve ahora obligado por las adversas circunstancias a adoptar algunas de las medidas propuestas por Andrés López Obrador desde su campaña, consideradas por el PAN como peligrosamente populistas (si bien se excluyó de tal paquete una reducción significativa del gasto corriente, que Fox incrementó significativamente con los excedentes petroleros que ya no tendremos). La decisión de construir una refinería con fondos públicos, tras meses de asegurar que no había recursos para ello, fortalece la posición de quienes se oponen a la reforma petrolera “privatizadora”. La reciente disminución en la confianza de la mayoría de las instituciones políticas, la movilización callejera de grupos en promoción de sus demandas —legítimas o no—, el probable cierre de esa formidable válvula de escape que ha sido el éxodo anual de miles de trabajadores mexicanos a Estados Unidos, todo ello aunado a la profunda crisis en la seguridad pública en que nos hallamos empantanados, constituyen condiciones no muy propicias para preservar la estabilidad política. Ante lo cual, se podría pensar en un plan de contingencia política. Pero es más probable una cadena de acusaciones mutuas, recriminaciones, sospechas, entre la clase política, que harán más vulnerable al sistema político.

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