29 de octubre de 2008

Cuba y México: la reconciliación

José A. Crespo

Con la apoteótica recepción al canciller cubano, Felipe Pérez Roque, se cierran heridas y liman asperezas con el gobierno de Cuba, tras los fuertes desencuentros que se dieron desde el de Ernesto Zedillo y se profundizaron a punto de ruptura con Vicente Fox. La explicación oficial del distanciamiento, ofrecida por Jorge Castañeda, primer canciller de Fox, es que, habiendo transitado México del autoritarismo a la democracia, dejaba de haber afinidad entre nuestro régimen político y el cubano. Además, la promoción internacional de derechos humanos constituiría un “anclaje internacional” para consolidar la democracia mexicana. Escribe Castañeda que “la tesis del anclaje internacional de la nueva democracia mexicana… fue retomada casi íntegra del ya clásico propósito español a principios de los años ochenta”. Añade que conversó “largamente sobre esta autodefensa española con su autor, Felipe González” y que persuadió a Fox de “que la mejor protección para la incipiente democracia mexicana residía en su anclaje externo” (La Diferencia, 2007). Claro, pero cuando no hay voluntad para respetar y fortalecer internamente esa democracia —como no la tuvo Fox— no hay “anclaje internacional” que sirva. Así, como la política exterior mexicana debía reflejar ese importante cambio, entonces tendría que votarse contra la violación de los derechos humanos en Cuba, lo que generó tensión entre ambos países.

Es decir, la relación con Cuba se fijó desde una perspectiva de política interna (la presunta democratización mexicana que debería reflejarse en su política exterior) y no a partir de una estrategia geopolítica, en la que México se mantenía como interlocutor válido entre Cuba y Estados Unidos, no sólo por la cercanía geográfica, sino porque fuimos el único país del continente que jamás rompió relaciones diplomáticas con el gobierno de Castro. Sin embargo, si de acuerdo con la óptica castañedista la política exterior se definía durante los gobiernos del PRI por afinidades de régimen (autoritario), entonces no se explica por qué se rompieron relaciones con España franquista o Chile de Pinochet. Tampoco se entiende por qué durante el gobierno de Fox no hubo distanciamiento —sino acercamientos— con esa enorme dictadura de partido único que sigue siendo China. Las cosas son, evidentemente, más complejas.

Fox pensaba —y piensa— que el bloqueo estadunidense a la isla era, no sólo injusto, sino ineficaz: “En lugar de boicotear a Cuba y transmitir por Radio Martí, Estados Unidos debiera enviar Coca-Cola y nuevos episodios de la serie Friends” (La revolución de la esperanza, 2007). Y tomó como compromiso personal “llevar a Cuba al mundo del libre comercio”. Fox fue, pues, convencido por Castañeda de la validez de la doctrina de las “afinidades políticas” como eje de la relación con Cuba: “Todos los males de Cuba fueron pasados por alto por el PRI… que rara vez señaló las tendencias antidemocráticas de otras naciones para que no le dijeran aquello de ‘miren al burro hablando de orejas’.” Esos males de Cuba (su carácter dictatorial y la violación a los derechos humanos y políticos de los disidentes) no serían tolerados por un gobierno presuntamente democrático como el que encabezaba Fox (que sigue pensándose a sí mismo como el Václav Havel o el Nelson Mandela mexicano). Los beneficios estratégicos de esa relación debieran quedar subordinados a los valores democráticos que ahora México empezaría a promover a nivel internacional.

Pero la relación se deterioró a partir de ciertas circunstancias, como la Cumbre de Iberoamérica en Monterrey, cuando Castro le tendió una celada a Fox, en la que cayó redondo (algo que debió prever Castañeda) y lo exhibió más tarde como un mentiroso. Y lo más fuerte vino cuando Carlos Ahumada fue a dar a Cuba en su fuga (ayudado por el gobierno federal, según dijo a los cubanos, presuntamente a cambio de los videos que comprometían al gobierno capitalino de Andrés López Obrador). Castro aprovechó esa situación para dar un nuevo golpe a Fox. Fue el gobierno mexicano quien escaló en el conflicto retirando a nuestra embajadora en La Habana, bajo el argumento de que los cubanos habían violado y amenazado nuestra soberanía (no se dijo exactamente cómo lo hicieron, pues la información fue clasificada por 12 años). Fox afirma que: “Funcionarios del PRI reconocieron después haberse reunido con funcionarios cubanos, en crasa violación a nuestra soberanía en cuestiones de política interna… no podíamos permitir que el gobierno de Cuba se entrometiera en los asuntos de México”. Un doble rasero, pues Fox había visitado en 2002 a opositores cubanos en Cuba. Castañeda narra que él y Fox sabían que esa decisión no iba a gustar al gobierno cubano, “pero en el marco de la nueva política exterior era indispensable hacerlo”. Ningún presidente lo había hecho antes, si bien la predecesora de Castañeda (Rosario Green) había recibido a varios disidentes en la embajada de México (1999), por lo cual “el Presidente de la alternancia no podía ser menos; tenía que hacer más”, cuenta Castañeda. Sí, muy bien. Pero cuando funcionarios cubanos se reunían con la oposición en México, entonces era una “crasa violación a nuestra soberanía”, según escribe Fox. Lo cual sirvió para justificar el distanciamiento entre ambos países, cuando lo que estaba en el fondo era un acuerdo del gobierno federal con Ahumada.

Calderón decidió desde que llegó a Los Pinos que no valía la pena prolongar el pleito con Cuba y probablemente no porque considere que su gobierno sea políticamente afín al cubano (aunque la recepción que le dio el PAN a Pérez Roque lleva a pensar que quizá sí), sino porque ha visto de mayor utilidad recuperar la posición estratégica de México en el área.

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