El secretario de Salud, José Ángel Córdova, advirtió que los padecimientos mentales en general, de jóvenes y adolescentes, son un factor de alta proclividad al uso de enervantes. Y que cuatro de cada cinco jóvenes adictos tienen problemas sicológicos (5/sep/08). La Organización Mundial de la Salud recomienda dedicar al menos 10% del presupuesto de ese sector a la atención de tales afecciones, pero en México sólo se destina uno por ciento. Felipe Calderón también detecta otro tipo de variables asociadas al consumo de drogas: “Si nosotros pudiéramos tener una juventud que practique deporte… resolveríamos la mitad del problema, porque los alejaríamos de adicciones”. Y también señala la importancia de la educación en la prevención de las mismas: “Necesitamos una enorme labor educativa y de formación de valores, de principios, de nociones de respeto” (3/sep/08).
El problema del consumo y la adicción a drogas no radica en que éstas circulen en el mercado, lo cual es imposible de evitar 100 por ciento. El problema está en la decisión de quienes las consumen (con exceso), producto de problemas de algún tipo y/o falta de información. Debido a ello, por más que se sacrifiquen recursos y vidas en el combate a la oferta de narcóticos, los consumidores los seguirán consiguiendo de una u otra manera. El consumo de drogas sólo puede prevenirse y reducirse si se le trata como un asunto de salud pública, más que como uno de índole penal, policiaco y militar. Prohibir el consumo de drogas (que provoca el rentable mercado negro) resulta tan absurdo como lo sería prohibir las relaciones sexuales sin condón (en aras de prevenir el sida). Y sería inútil, porque la decisión recae en quienes mantienen tales relaciones, no en el Estado. Ante el sida, no queda más que proveer la mayor y mejor información a los ciudadanos, hacer publicidad racional y ayudar a los enfermos. Se trata de un problema de salud social, como también lo es el de las adicciones a las drogas (incluidos el alcohol y el tabaco).
Y es que no hay datos que demuestren que cuando el consumo de alguna droga llega a reducirse se deba a que su oferta ha disminuido (a golpe de balazos, destrucción de plantíos, captura de capos o decomiso de narcóticos). No. Esa disminución se debe a programas de prevención del consumo o de rehabilitación de adictos. Por tanto, la creciente violencia derivada de la lucha contra el narcotráfico, y las vidas perdidas en ello (de policías, militares y ciudadanos inocentes) constituyen un (enorme) costo social absolutamente inútil. Se desvía buena parte del presupuesto para combatir a los capos, dinero que podría utilizarse en educación, salud, deporte, y otras actividades preventivas de las adicciones. Así, se destinará a la seguridad pública la cantidad de poco más de 100 mil millones de pesos, aunque es difícil desglosar la proporción específica que se irá al combate al narcotráfico. Para atender a la juventud (incluida la prevención al consumo de drogas) se destinarán en cambio 470 millones de pesos —a través de los Centros de Integración Juvenil—, aproximadamente 0.5% de lo que se destinará a la seguridad en general. Se puede replicar, con razón, que la viabilidad del Estado es algo más importante que la decisión de algunos jóvenes de consumir drogas, pues esto último no pone en riesgo directo la seguridad nacional. Es cierto. Por eso resulta irracional que, para reducir la oferta de drogas —bajo la falsa expectativa de que ello se traducirá en la reducción de su consumo—, se esté dispuesto a asumir elevados costos económicos, políticos, humanos, institucionales y de seguridad pública. De hecho la droga no les “llega” a los consumidores, como asegura la publicidad oficial; ellos la “buscan” —y la encuentran—, que es muy distinto.
Tenemos un grave problema de concepción del narcotráfico en general, y de su peculiar dinámica. Por ejemplo, Calderón se queja de que “afuera de las escuelas (y) en los parques, se impulsa la droga primero de manera gratuita, obviamente para enganchar a los jóvenes”. Cierto. Pero justo la motivación para ello surge de las enormes ganancias que produce esta actividad, lo cual se explica por la prohibición misma de las drogas. De no existir tal prohibición, a nadie le resultaría rentable hacer estos operativos para “enganchar” a los jóvenes con los narcóticos. Y continúa Felipe con otra afirmación más que aventurada: “Después, las propias adicciones hacen que este muchacho le robe el monedero a su mamá, a los vecinos y comienza entonces a robar espejos y toda esta evolución criminal” (2/sep/08). Hay aquí también un planteamiento equivocado, pues si así fuera, entonces Estados Unidos y España (el mayor consumidor de drogas de Europa) tendrían problemas de delincuencia, violencia e inseguridad más graves que los nuestros. Pero no es el caso, lo que sugiere que algo andamos haciendo mal. De hecho, en lugar del dinero que nos confiere Estados Unidos para seguir combatiendo la oferta de droga, sería más valioso que nos explicara cómo le hace su gobierno para, con un gran consumo de drogas en su territorio, y sin recurrir a la legalización, evitar la narcoviolencia que aquí nos sofoca. En esencia, la clave consiste en que allá combaten en mucho mayor medida la demanda de narcóticos —lo que no genera violencia— que la oferta —que sí genera violencia, y mucha—. Y no porque allá no se cultiven y produzcan drogas. Aquí hacemos exactamente lo contrario. ¿Cuántas muertes más —derivadas de la narcoviolencia— tendremos que lamentar en México antes de entender ese principio, en realidad no tan complicado?
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