¡Viva México! ¡Vivan los héroes que nos dieron patria! ¡Vivan! Cada año es lo mismo y sin embargo los habitantes de ese País que se desgañita cada 15 de septiembre con gritos de orgullo nacionalista, están muy distantes de compartir los mínimos de una verdadera nación.
En una verdadera nación, los ciudadanos saben que tienen derechos y también obligaciones. Nadie puede estar exento ni de lo uno ni de lo otro. En México a muchos no les hemos podido garantizar los mínimos de salud, educación, acceso a la justicia. Es muy fácil decir que es responsabilidad de nuestros gobernantes, pero el asunto es más complejo. En ese País, que festeja con tequila el primer paso de nuestra Independencia, los posibles ciudadanos dejan de serlo al buscar cualquier vía para no cumplir con sus obligaciones fiscales. Alrededor de la mitad de los causantes potenciales se regocija de burlar al fisco. Esa actitud y la complejidad y contrahechura de nuestro sistema fiscal son las causas de que nuestro Gobierno sea pobre. Apoyado un la mitad de los causantes lo que hace es elevar tanto como sea posible los impuestos hasta ahorcar a las personas físicas y a las empresas. Cuando se plantean impuestos generales los que se sienten con el monopolio de la justicia social se rasgan las vestiduras. Resultado: la incapacidad del Estado para atender los requerimientos de los más pobres. ¡Viva México!
En una verdadera nación impera un principio de igualdad, por lo menos como meta. Siempre habrá ricos y poderosos. La igualdad económica sigue siendo utopía, incluso en los países más desarrollados las diferencias existen. Es mucho más fácil abatir la pobreza que lograr igualdad. Pero lo que se ha conseguido es que ricos y poderosos sean iguales frente a la justicia por ejemplo. Que ricos y poderosos tengan que someterse a las mismas normas civiles, penales, fiscales, administrativas, lo que sea. En una nación verdadera, todos los ciudadanos saben que están sujetos al escrutinio, en sus cuentas, en sus rendimientos escolares, laborales o de simple comportamiento ciudadano. En México el pasado jueves vimos a miles de maestros marchar reclamando ¡No presentar un examen! Peor aún, como en el medioevo, reclamaban su derecho a heredar las plazas laborales. Como si el magisterio fuera una guilda. ¡Viva México!
La unidad nacional puede ser un recurso retórico, opresor y antidemocrático. Es cierto. Pero en una verdadera nación hay principios básicos de unidad que pocos se atreven a quebrantar. La unidad comienza por asumir que la ley nos gobierna. Si la ley nos parece injusta se procede a modificarla por las vías establecidas. Quienes convocan a quebrantar la ley caen en automático en el casillero de la subversión. Ningún Estado puede tolerar que las libertades sirvan para convocar a su derrocamiento. En México pareciera que ya nos acostumbramos a escuchar este tipo de alegatos –de subversión- como lo normal. Como hay injusticia, luego que caiga el Gobierno. ¿Y por qué hay injusticia? Y tú ¿respetas la luz roja, pagas tus impuestos? ¿Qué haces para luchar por una sociedad más justa? El Gobierno somos todos. Respuesta no hipotética, escuchada: Como el País es injusto, como la legalidad no se aplica, yo tengo derecho a desobedecer las normas y me dedico a derrocar al Gobierno aunque cobre en la Cámara de Diputados. ¿Unidad? ¡Viva México!
Toda nación verdadera tiene símbolos. En ellos se plasman los elementos de unidad. La bandera, ciertos recintos públicos, documentos fundacionales, etc. Los debates cotidianos, que por cierto nunca se acaban ni es deseable, se detienen frente a esos símbolos. Que un miembro del Parlamento inglés se orinara en ese recinto sería un escándalo por la simbología que está atrás, no por sanidad. En México ya nos acostumbramos a que los símbolos patrios sean vejados sin las menores consecuencias. Arriar la bandera en el Zócalo capitalino, porque viene una marcha o reforzar la seguridad frente a Palacio Nacional para prevenir petardos o el intento por derribar alguno de sus portones es ya una costumbre. Increpar al Presidente, tomar la tribuna, introducir armas, caballos o bombas molotov al recinto legislativo es normal, casi un concurso de ingenio. Los símbolos heridos tardan mucho en sanar. ¿A quién le pasamos la cuenta? ¡Viva México!
En una verdadera nación los ciudadanos saben que ellos son el centro, el eje de la construcción institucional. A los gobernantes sólo se les acota cuando los ciudadanos están unidos por lo menos en el concepto. En México el peor enemigo del ciudadano es el propio ciudadano. Basta con observar nuestros comportamientos cotidianos en los cuales los ciudadanos atropellan los derechos de los otros ciudadanos. Claro, la explicación fácil es decir que son los gobernantes los que maltratan a los gobernados. Se nos olvida que los gobernantes también son ciudadanos, no marcianos. Llegar tarde, violentar la hilera, utilizar influencias, sentirse con el derecho a violar las normas, no pagar los impuestos debidos, escupir en la calle, dañar los muebles viales o cualquier bien público, corromper a servidores, etc. Son actos cotidianos que desnudan a un ciudadano de tercera. El mismo que grita ¡Viva México!
En toda nación verdadera los ciudadanos saben que parte de la solución son ellos. Por eso participan en cualquier forma que se les atraviese. Entregan, recordando al querido Carlos Castillo, el único elemento no renovable de la vida: el tiempo. En México muchos ciudadanos están a la espera de que la solución les llegue de fuera. Y esperan y esperan y seguirán esperando. Pero eso sí, se quedarán roncos de gritar ¡Viva México!
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