El proceso de democratización en México trajo consigo una venturosa distribución del poder político que erosionó las estructuras del presidencialismo en el que se fundaba el viejo régimen y que estableció nuevas dinámicas en el funcionamiento del Estado mexicano. Si bien la ruta de la transición se centró en la construcción de nuevas reglas electorales, es decir, en la creación de procedimientos e instituciones que permitieran confiar en las elecciones como mecanismo primordial de renovación pacífica del poder político, ello trajo consigo una inyección de vitalidad a la pluralidad ideológica existente en la sociedad y en su reflejo en los espacios representativos del Estado. De hecho, uno de los frutos de la construcción institucional fue, precisamente, la proliferación de partidos políticos con agendas, liderazgos —y, al menos, en el discurso—, proyectos diferentes. Pronto la creciente diversidad política se instaló en los Congresos federal y locales y el mapa del país pasó de ser prácticamente monocromático a teñirse de los múltiples colores del variopinto espectro político. En poco tiempo fenómenos típicamente democráticos, como los “gobiernos divididos”, la alternancia en el poder y las elecciones competidas resueltas por márgenes estrechos de votación, se volvieron moneda de uso corriente en casi todos los niveles de gobierno.
Con contadas excepciones puede decirse que los tiempos del “carro completo” quedaron en el pasado y, con ello, al menos en el ámbito federal, se acabó la imposición unilateral del proyecto del gobernante en turno. Se alcanzaron así escenarios en donde el poder compartido impone nuevas y complejas prácticas políticas democráticas fundadas en la negociación, la generación de acuerdos y consensos como única vía posible para la toma de decisiones políticas. Gobernar, ahora, implica negociar, pactar, ceder. Como consecuencia de lo anterior, muchas de las premisas de la democracia constitucional que hasta entonces habían permanecido en el papel, como la división de poderes y el efectivo control recíproco fundado en los pesos y contrapesos entre los diversos órganos del Estado, empezaron a convertirse en una realidad que trastocó radicalmente el ejercicio del poder político. Basta con advertir el protagonismo que ha venido adquiriendo el poder judicial —en particular la SCJN— para constatar el sentido de la idea.
Sin embargo, todo ello se tradujo también en un paradójico debilitamiento de la capacidad del Estado para tomar decisiones y, en ocasiones, incluso para cumplir con algunas de las funciones básicas que tiene encomendadas. Y no nos referimos sólo a la consecuencia natural de la falta de mayorías afines al gobierno, que vuelve mucho más gravosa y complicada la toma de las decisiones públicas al tener que pasar por tortuosos procesos de discusión y negociación con la oposición, sino al hecho de que las nuevas dinámicas que suponen las prácticas democráticas han provocado que sea mucho más difícil establecer las prioridades de la agenda pública y emprender las acciones necesarias para enfrentarlas. Esto, entre otras razones, porque los actores políticos parecen confundir la agenda del gobierno en turno —que legítimamente debe ser cuestionada por las oposiciones y por la opinión pública— con los imperativos que la realidad impone al Estado mexicano en cuanto tal. Estos retos —la pobreza, la desigualdad, la inseguridad, etcétera— deberían preocupar y ocupar a los liderazgos políticos y sociales en su conjunto. Sin embargo, ello no sucede y, frente a estas tareas primordiales, tenemos un Estado disminuido, reactivo a los problemas e incapaz de prefigurar políticas públicas integrales y de largo plazo.
En paralelo, para colmo, la transición no propició un federalismo institucionalizado. Si en el pasado las virtudes que en términos de distribución y ejercicio compartido del poder trae consigo la organización federal habían sido opacadas por la gran concentración del mismo en las manos del presidente, ahora, en la postransición, lo que tenemos es una dispersión anárquica que tampoco responde a la esencia del proyecto federal. El proceso de cambio político no supuso la democratización de las estructuras públicas en los estados, sino una autonomía frente al poder central que en muchos casos se tradujo en una verdadera feudalización que fraccionó las prácticas verticales y autocráticas de gobierno, pero que no las erradicó. De esta forma, como una consecuencia nociva y no deseada de la democratización, tenemos poderes locales autárquicos y autocráticos. Con ello el debilitamiento del Estado mexicano se agudiza. Y no se trata de evocar el pasado del presidencialismo autoritario sino de advertir que su feliz caída no supuso en automático el surgimiento de un federalismo fuerte y constructivo.
La debilidad del Estado es una mala noticia en abstracto. Y lo es aún más si atendemos a los desafíos que impone, en concreto, el contexto mundial y nacional hacia el final de la primera década del siglo XXI. Valgan tres botones de muestra para calibrar el dato:
a) La globalización económica no es una moda ni una entelequia. Para sacudir a los ingenuos y convencer a los escépticos tenemos a la crisis que acaba de detonar en Estados Unidos y que, como volcán a punto de erupción, es causa de desvelos urbi et orbi. Grandes entidades con enorme poder económico han hecho de la desregulación global un negocio voraz que no tiene más límite que el de sus propios excesos. Los Estados han sido apabullados por esta revancha del poder económico (ahora transnacional) sobre el poder político (todavía nacional). No es casual que los destrozos de esta “desvinculación” de los grandes grupos económicos al derecho público —que no existe en el nivel global con las características y la eficacia que exige el desafío— lastimen más y con mayor fuerza a las sociedades de los Estados deteriorados (en los que habitan las personas “más débiles”).
b) Esa misma lógica también tiende a reproducirse al interior de los Estados nacionales. En México, en las últimas décadas, se presentó un empoderamiento sin precedentes de los poderes privados legítimos que, como cualquier poder, apuestan por su concentración e intentan escapar de la regulación estatal. Su manifestación prototípica está en las grandes empresas de comunicación masiva que unifican al poder económico con el poder ideológico y que, incesantemente, desafían la capacidad normativa del Estado y, en ocasiones, hasta la condicionan y chantajean. La misión informativa y la tarea crítica que debería corresponderles en una democracia constitucional han sido subordinadas —cada vez con mayor cinismo y desparpajo— a los intereses de sus dueños y de sus aliados políticos y económicos. De ahí que, a pesar del carácter legítimo de su constitución conforme a las leyes mexicanas, con tino, Luigi Ferrajoli los haya bautizado como “poderes salvajes”; poderes de facto capaces de lesionar derechos fundamentales de las personas (por ejemplo, acallando voces o difamando trayectorias) y de desafiar e incluso, en el extremo, subordinar al poder público.
c) El tercer botón de muestra es el más apremiante. La globalización también trajo consigo el surgimiento y la consolidación de una criminalidad organizada transnacional que es capaz de infiltrar, corromper, someter y condicionar a los poderes del Estado. El drama del narcotráfico en nuestro país es tristemente modélico pero no es el único: tráfico de personas, comercio de armas, redes de pederastia y de prostitución forzada, etcétera. Se trata de un cáncer que ataca desde dentro y se alimenta en todo el globo. Por ello es tan difícil enfrentarlo y tan urgente derrotarlo. De hecho, no es exagerado advertir que la viabilidad del Estado mismo, su existencia, depende del éxito de esta empresa. Pero, además, cuando ataca, la criminalidad organizada pone en jaque a los presupuestos de la democracia constitucional y genera contextos sociales favorables a su derrocamiento: la violencia, la inseguridad y el miedo que provocan —ya lo advertía Hobbes— arroja a las personas a las manos del tirano. Las voces que piden mano dura, que huyen del presente hacia el pasado, que buscan protección en sus instintos primitivos de autoprotección y venganza, aumentan con cada asesinato. De ahí que se equivoquen quienes piensan que el combate a la criminalidad organizada es sólo una obligación del gobierno en turno; lo que está en juego es la viabilidad misma del Estado democrático constitucional mexicano y, de ello, todos somos corresponsables.
El sentido de nuestras conclusiones brilla por su obviedad: frente a estos desafíos es indispensable defender al Estado. Y ello supone reconocer, ante todo, el carácter legítimo e indispensable de su poder coactivo. La regulación —a través de normas generales y abstractas— y la aplicación de sanciones a los actores que violentan las reglas de la convivencia son atribuciones que todos los actores deben reconocer, de manera exclusiva, a la potestad estatal. Y esa aceptación implica, inevitablemente, sometimiento. De hecho, la subordinación de todos los poderes —y de todos los poderosos— al derecho público es la condición mínima necesaria para lograr una convivencia civilizada. Y, valga el lugar común, esto implica que los gobernantes deben ser los primeros en observar y obedecer al derecho porque lo contrario supondría regresar al reino de la discrecionalidad autoritaria. Además les impone una enorme responsabilidad: asumir que existen problemas y prioridades que deben enfrentarse colocando el interés general por encima de las diferencias ideológicas y de las agendas partidistas o individuales.
Las reflexiones anteriores llevan implícita una convicción de fondo: el fortalecimiento del Estado mexicano debe darse en clave constitucional y democrática. Es decir, debe tener a la dignidad de las personas, a su autonomía y a los derechos fundamentales que las materializan como eje rector irrenunciable. Lo cual, entre otras cosas, demanda un cambio en la orientación del sentido común de los mexicanos para desterrar del imaginario colectivo la idea de que la democracia es, por definición, un régimen caótico que carcome las capacidades estatales. De lo contrario, si no confiamos en las capacidades de la forma de gobierno democrática, terminaremos sucumbiendo ante los “poderes salvajes” o, en su defecto, escaparemos despavoridos de los mordiscos de los gatos monteses y de los zorros —como diría Locke— para perecer ingenuamente en las fauces de un déspota autoritario. En ambos casos, eso podemos tenerlo por seguro, habremos perdido la oportunidad de vivir en un país en el que se puede ser libre y tener seguridad —económica, física y social— al mismo tiempo. Porque nunca está demás recordar que un Estado fuerte no es necesariamente un Estado autoritario y que sin el primero no es posible edificar un Estado democrático y constitucional.
Un Estado con esos atributos sólo se impone cuando, en todas las relaciones sociales, los privilegios ceden paso a los derechos y los diferentes actores sociales —en particular los poderosos— se someten al derecho y aceptan sus consecuencias. Con ello, ciertamente, los hombres y mujeres de poder pierden una cuota de su capacidad para condicionar el comportamiento de los demás. Y ello es indispensable para que el Estado se ubique por encima de las partes y acumule el poder necesario para someter a los “poderes salvajes”, para civilizarlos. El problema —valga la obviedad de Perogrullo— reside en la histórica y racional resistencia de los poderes —públicos y privados— a limitarse. Pero, como difícil no es sinónimo de imposible, una vez que tenemos conciencia de la magnitud de la empresa sabemos de qué tamaño es la responsabilidad histórica de esta generación.
Para María Zambrano, “ante la inseguridad de los tiempos de crisis, que es propiamente lo que les caracteriza”, existen dos tipos de minorías: una que “se adelanta abriendo el futuro: en el pensamiento, en la ciencia, en la técnica, en la política…”, y otra “formada por los que se retiran horrorizados ante la confusión y buscan su refugio en el pasado”. La primera es una minoría creadora y constructiva; la segunda “es la raíz anímica del reaccionarismo, causa de esterilidad y de esa enfermedad que se manifiesta en un constante desdén a todo lo presente”.* Nadie niega la magnitud de la crisis que nos embate. De ahí que, si Zambrano tiene razón, la disyuntiva que ésta plantea a las minorías que piensan y gobiernan en México sea simple: apostar, con arrojo, por afianzar el Estado democrático y constitucional que los mexicanos nunca hemos terminado de edificar, o esconderse en la madriguera del privilegio individual, derrotados por la convicción de que no somos capaces de lograr lo primero. n
* Zambrano, M., Persona y democracia. La historia sacrificial, Anthropos, Barcelona, 1988, p. 24.
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