Imagínese usted al responsable de definir el precio de la gasolina en México. ¿Cómo le hace? ¿Qué criterios usa? Se trata de un insumo importantísimo para la economía. Si pone el precio muy alto, desencadenará un aumento en cascada de muchos artículos. La inflación subirá. Si pone el precio muy bajo, venderá el producto por debajo de su costo. Tendrá que utilizar los impuestos del contribuyente para cubrir este subsidio a la gasolina. ¿Cómo define un burócrata, desde su escritorio, el precio de un producto?
En otros países, el mercado es el que define el precio de la gasolina. Como sucede con el precio de los jitomates en la Central de Abasto del Distrito Federal. En la madrugada llegan los camiones con el producto. Si viene mucho y hay poca demanda, el precio resulta bajo. Si, en cambio, llega poco jitomate y existe mucha demanda, el precio es alto. El objetivo del precio es que, a final del día, los vendedores de jitomate se queden sin inventario. De nada les sirve quedarse con el fruto que, de no venderse, se echa a perder. La existencia del producto y el apetito de consumirlo son lo que fijan el precio.
Los mercados funcionan eficientemente cuando hay muchos vendedores, muchos compradores y ningún tipo de restricciones en la información. Todo esto cambia cuando un burócrata es el que decide el precio del producto.
En el caso de la gasolina, son las autoridades hacendarias quienes tienen incentivos encontrados. Digamos que el costo de un litro de gasolina magna es de cinco pesos. Por un lado, a la Secretaría de Hacienda le conviene vender la gasolina arriba de este precio a fin de tener muchas utilidades y así contar con más dinero que gastar. Resulta más fácil recaudar recursos públicos a través de un precio alto de la gasolina que con engorrosos impuestos al ingreso o al consumo. Sin embargo, por otro lado, a Hacienda la presionan sus jefes políticos para que el precio de la gasolina sea bajo, de tal suerte que no haya inflación, la gente esté contenta y así se incremente la votación por el partido gobernante en las elecciones.
Para complicar más este panorama, si el precio de la gasolina es bajo comparado con el de Estados Unidos, pues los automovilistas y los transportistas de ese país vienen a México a cargar sus tanques e incluso llevarse pipas completas de combustible. De esta forma, los mexicanos acaban subsidiando a los estadunidenses.
El año pasado, el gobierno mexicano decidió congelar el precio de la gasolina. Todo el mundo aplaudió la medida porque a todo el mundo le encanta que los precios no suban. Sin embargo, a lo largo de 2009, el precio de la gasolina mexicana fue rezagándose frente a los de este producto en todo el mundo. Y cuando se congela un precio llega el momento en que hay que ajustarlo ya que es insostenible, desde el punto de vista económico, el rezago.
Pues bien, ese momento llegó. El gobierno ya comenzó a subir el precio de la gasolina. Un manjar, como era previsible, para la oposición. Las críticas al gobierno han sido implacables. Aquí no hay sorpresas.
Lo que sí resultó interesante fue la propuesta de algunos legisladores opositores de cambiar la ley para que sea el Congreso el que establezca el precio de los combustibles en lugar del Ejecutivo federal. ¿Con qué parámetros definirían este precio los 500 diputados y los 128 senadores?, preguntó un conductor a una aguerrida diputada. “Todavía no lo sabemos”, contestó. Pero imagine usted la negociación política en el Congreso de un precio que debería ser definido como se fija el precio del jitomate en la Central de Abasto.
Por más que los consumidores lo deseemos, por más que los políticos aseguren que ellos pueden controlar los precios, la realidad económica es implacable. Si la gasolina está más cara es porque así lo dictan la oferta y la demanda mundial de este producto. Resulta mejor entenderlo que creer en promesas utópicas.
Las críticas al régimen han sido implacables. Aquí no hay sorpresas.
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