Robert A. Levy es Presidente de Estudios Constitucionales del Cato Institute.
Luego de amargas derrotas en California, Maine y Nueva York, la comunidad gay y lesbiana tiene una victoria qué celebrar este año. New Hampshire se ha unido a otros cuatro estados —Connecticut, Iowa, Massachussets y Vermont— en legalizar el matrimonio gay. Y la capital de la nación también está pronta a hacerlo. El alcalde de Washington DC, Adrian Fenty, lo puso de esta manera: “La desigualdad en el matrimonio es una cuestión de derechos civiles, política, social, moral y religiosa”. Cubrió todas las bases menos una: También es una cuestión constitucional.
Thomas Jefferson estableció en la Declaración de Independencia: “[P]ara asegurar estos Derechos se instituyen Gobiernos entre los Hombres”. El principal propósito del Estado es proteger los derechos individuales y prevenir que unas personas les hagan daño a otras. Los heterosexuales no deberían ser tratados de manera preferencial cuando el Estado juega ese papel. Y nadie es perjudicado por la unión de dos personas que voluntariamente son homosexuales.
Durante gran parte de la historia Occidental, el matrimonio era una cuestión de contratos privados entre los individuos que se casaban y quizá sus familias. Siguiendo esa tradición, el matrimonio hoy en día debería ser un acuerdo privado, requiriendo una intervención mínima, o nula, del Estado. Algunas instituciones religiosas o seculares reconocerían el matrimonio homosexual; otras no; otros lo catalogarían como “sociedad doméstica” o le asignarían otra etiqueta. Únase al grupo que le parezca. Los derechos y responsabilidades de los socios serían gobernados por contratos personales —negociaciones consensuadas como aquellas que controlan casi todas las demás interacciones en una sociedad libre.
Lamentablemente, el Estado ha intervenido, estableciendo más de 1.000 leyes federales que tratan principalmente con los impuestos o las transferencias de pagos, y una innumerable cantidad de leyes a nivel estatal que tratan con asuntos tales como la custodia de un niño, y derechos de herencia y propiedad. Cada vez que el Estado impone obligaciones o dispensa beneficios, no puede “negar a otra persona que se encuentre dentro de sus límites jurisdiccionales la misma protección de las leyes”. Esa provisión está explícita en la catorceava enmienda de la Constitución de EE.UU., es aplicable a todos los estados, y está implícita en la quinta enmienda, aplicable al gobierno federal.
Por supuesto, el Estado discrimina a ciudadanos todo el tiempo. En los años veinte, 38 estados prohibían que los blancos se casaran con negros y ciertos asiáticos. Hasta 1954, a todos los estados se les permitía tener escuelas segregadas. Afortunadamente, la Corte Suprema invalidó las restricciones al matrimonio interracial y la segregación de escuelas. La Corte aplicó el texto sencillo de la Cláusula de Protección Igualitaria a pesar de prácticas contrarias por parte de los estados durante muchos años incluso después de que la catorceava enmienda fuese aprobada en 1868.
Para superar el filtro constitucional, la discriminación racial debía sobrevivir el “escrutinio estricto” de las cortes. El Estado tenía que demostrar una necesidad convincente de esas regulaciones, mostrar que serían efectivas y que tenían que diseñar las reglas de manera que tuvieran el menor impacto posible. Ese mismo régimen debería ser aplicado cuando el Estado discrimina en base a la preferencia sexual.
Ninguna razón convincente ha sido ofrecida para sancionar el matrimonio heterosexual pero no el homosexual. Tampoco es la prohibición del matrimonio homosexual una medida para lograr los objetivos citados por los que proponen tales prohibiciones. Si el objetivo, por ejemplo, es fortalecer la institución del matrimonio, una medida más efectiva sería la de prohibir los divorcios sin responsabilidades y la co-habitación prematrimonial. Si el objetivo es asegurar la procreación, entonces a las parejas infértiles y mayores de edad no se les debería permitir casarse.
En cambio, muchos estados han implementado un sistema irracional e injusto que provee considerables beneficios a los heterosexuales recién casados mientras que les niegan esos beneficios a las parejas de hombres o de mujeres que han disfrutado de una relación amorosa, comprometida, leal y mutuamente fortalecedora a lo largo de varias décadas. No debería ser así. Los beneficios gubernamentales producto de un matrimonio pudieron haberse alcanzado de la misma manera mediante otros criterios objetivos, dejando la definición del matrimonio en las manos de instituciones privadas.
Por ejemplo, el Comité del Senado para Seguridad Interna y Asuntos del Gobierno recientemente votó a favor de extender los beneficios laborales a las parejas homosexuales de los empleados federales. El criterio que los hace aptos para recibir los beneficios, el cual también se podría aplicar a las parejas heterosexuales, es una declaración identificando al socio doméstico y certificando que se pretende que la sociedad sea exclusiva y permanente, que vivan en la misma residencia, con responsabilidades compartidas.
De igual manera, algunos estados dispensan beneficios para parejas homosexuales unidas en uniones civiles predefinidas. Incluso los empleadores del sector privado están cada vez más ofreciendo beneficios “maritales” para parejas homosexuales. De acuerdo a la Oficina Federal de Administración de Personal, alrededor del 60% de las 500 empresas en la lista de la revista Fortune confieren beneficios para los compañeros domésticos.
Aún así, nuestros políticos, no dispuestos a privatizar el matrimonio, parecen estar imposibilitados genéticamente para apartarse de nuestras relaciones más íntimas. Uno esperaría que en los próximos meses o años, legisladores federales y a nivel de estado más sabios tengan el coraje y la decencia de oponerse a restricciones basadas en la orientación sexual moralmente detestables y constitucionalmente sospechosas. Las parejas homosexuales tienen derecho a los mismos derechos legales y el mismo respeto y dignidad que tienen todos los estadounidenses.
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