Manuel F. Ayau Cordón es Ingeniero y empresario guatemalteco, fundador de la Universidad Francisco Marroquín, fue presidente de la Sociedad Mont Pelerin.
Sinceramente creo que todos, tanto los de izquierda como los de derecha, queremos que nuestro país cambie y prospere, aunque algunos creen ser los únicos de buena voluntad. Hay pícaros en ambos campos, pero son relativamente pocos. Siempre he creído en “ama a tu prójimo como a ti mismo”, refrán que nos responsabiliza a no descuidar a los demás. La empatía es parte de nuestra naturaleza común y la discusión debe centrarse en cómo lograr mayor prosperidad.
Podemos seguir recordando los tiempos coloniales, cuando vino una pequeña población europea a un país latinoamericano prácticamente inhabitado, donde para que se cultivara la tierra había que regalarla, ya que los habitantes sólo tenían herramientas rudimentarias, no tenían capital, ni mercados para sus productos. Entonces privaba la autosuficiencia familiar y se prosperaba bajo condiciones especiales y privilegios otorgados por el gobierno (mercantilismo). No podemos corregir el pasado, pero sí podemos cambiar el futuro.
Una frecuente propuesta es repartir el producto de la cooperación social en forma más pareja, redistribuyendo coercitivamente la riqueza a través de altos impuestos, para que no haya tantos pobres, en contraste con muy pocos ricos. Eso presenta dificultades que nadie ha logrado superar; sólo se habla y se supone lo justo que resultaría.
El problema es producir lo que se quiere repartir. Sin los mecanismos y los incentivos que fomentan esa producción, el progreso simplemente no se logra. El ser humano no es omnisciente, ni infalible. El proceso de producción es uno de prueba y error, sujeto a competencia en la satisfacción de diversas prioridades, de pérdidas y ganancias. La mayoría de las empresas que se establecen desaparecen antes de 10 años. Con poquísimas excepciones, la tenencia de riqueza en la clase privilegiada no ha sido conservada por generaciones. Fue creada con sacrificios y asumiendo riesgos, pero cambia de manos constantemente. Surgen nuevos ricos, derivados de productos y servicios que antes no existían, mientras que otros se empobrecen. La mayor parte de la riqueza está esparcida entre la mayoría menos afortunada, evidencia que hoy comprobamos al ver sus posesiones: refrigeradoras, televisores, autos, celulares, etc.
El ritmo de producción para alcanzar lo que anhelamos depende de una mezcla de sistemas sociales y económicos. Lo incontrovertible es que bajo el sistema de repartición equitativa de la producción que Marx quería imponer —“de cada uno según su capacidad y a cada quien según su necesidad”— no se logra.
Debemos ser realistas: el único sistema que jamás ha fracasado es el basado en la naturaleza del hombre y de su universo, por imperfecto que parezca.
No hay otra opción. Esa visión no se basa en la redistribución de riqueza sino en normas generales, recíprocas y consensuales: ser libre de producir lo que quieras, pero “no hagas a otros lo que no quieres te hagan a ti”. Esas reglas delimitan los derechos individuales. Sólo se permite lo que es pacífico y voluntario, de manera que progrese más quien más complace al público. Mucho más importante es disminuir la pobreza que las diferencias. Ese régimen de derecho debe ser nuestra meta.
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