Durante el acto de conmemoración de la Constitución de 1917, diversos oradores coincidieron en que a México le hace falta un nuevo pacto nacional (algunos hablan de pacto social, otros de refundación de la República, otros de un acuerdo constitutivo), lo cual implicaría una nueva Constitución. El debate sobre la necesidad de una nueva Carta Magna como culminación de la transición democrática, se dio inmediatamente después de la alternancia. Se argüía, por ejemplo, que prácticamente todas las transiciones democráticas —que por definición implican el cambio de un régimen— se coronaron con una nueva Constitución (pues, por elemental silogismo, a un nuevo régimen corresponde una nueva Ley Suprema). El propio Vicente Fox lanzó esa posibilidad al celebrar por primera vez un aniversario de la Carta Magna (es decir, hace diez años), pero muy pronto retiró su oferta. El PRI surgió como el más aguerrido defensor de la Constitución, dándole no sólo carta del símbolo más visible de la Revolución de 1910, sino incluso como elemento de identidad nacional (somos un pueblo al que le gusta ponerse numerosas camisas de fuerza, que nos condenan a la inercia). Por lo cual, eso de diseñar una nueva Constitución se ha ido dejando de lado, para asumir que lo que procede es continuar parchándola ad infinitum, con lo cual puede uno suponer que seguirá siendo esencialmente disfuncional en las actuales condiciones (ahora se busca, con razón, hacer explícito en el texto constitucional que somos una República laica, algo logrado hace 150 años, dados los recientes embates contra la laicidad por parte del conservadurismo eclesial y político).
Evidentemente, con lo importante que hayan sido las reformas electorales de las últimas décadas para caminar hacia la democratización, no han resultado suficientes. Al hablarse de un nuevo pacto nacional, social o una refundación republicana, se propone un acuerdo mucho más profundo, como el que también hubo en la mayor parte de las democratizaciones exitosas. Lo que nosotros tuvimos como catapulta del cambio político no fue un gran pacto social, sino un miniacuerdo electoral entre los partidos. Durante el gobierno de Ernesto Zedillo, y como consecuencia de lo vivido durante el sexenio anterior (en particular, en su último año, 1994), se accedió a abrir las puertas del poder, incluso a nivel nacional, a través de un nuevo código electoral más competitivo y de la autonomía del IFE respecto del gobierno (aunque no respecto de los partidos). Lo cual se tradujo en un nuevo reparto del poder, mismo que nos ha dado plena pluralidad y alternancia (aunque acompañada de no poca fragmentación política). Pero desde entonces hemos visto cómo el actual arreglo institucional, y la ausencia de un acuerdo más amplio y profundo, chocan con la nueva realidad política.
Así, cada vez que alguna fuerza política pretende llevar a cabo algún cambio en cierta materia —energética, fiscal, laboral, educativa—, saltan quienes consideran que se está invadiendo un terreno prohibido, intocable, inmutable, so pena de incurrir nada menos que en traición a la patria (cuando no en pecado mortal). Y es que no hemos celebrado un auténtico acuerdo de transición (el equivalente al Pacto de La Moncloa) que defina qué se puede y qué no se puede hacer desde el poder. Por lo cual, cualquier intento de reforma que implique tocar ciertos intereses poderosos o algún dogma político-ideológico choca de inmediato contra un muro de indignada oposición (acompañada por una parte de la sociedad y la opinión pública, donde también impera un elevado índice de disenso).
En esta democratización, prácticamente ninguno de los principales grandes actores sociales, económicos, políticos, sindicales o mediáticos acepta ceder ni un ápice en sus respectivos intereses. Algo que ayudó en la transición española fue la conciencia de esos actores sobre el riesgo de una nueva ruptura social y, con la memoria fresca, decidieron mejor ceder en alguna parte y delimitar claramente los intereses vitales de cada quien; es decir, las reglas, no sólo de cómo llegar al poder, sino también los límites y las posibilidades de su ejercicio. Aquí no hemos tenido algo parecido. Nadie cede, en parte por haber vivido décadas de estabilidad política (la pax priista) que nos llevan a ver como imposible, inimaginable, que ésta se pueda perder. Jalan la cuerda al máximo, sin aflojar un momento. La falsa convicción de la eterna estabilidad, más que una fuente de cambio, lo es de inercia.
Cualquier intento de reforma que implique tocar ciertos intereses poderosos choca de inmediato contra un muro de indignada oposición.
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