4 de julio de 2006

La relación especial, entonces y ahora

Lawrence D. Freedman

Resumen: Mientras Tony Blair es fustigado por respaldar la Guerra de Irak, vale la pena señalar que la actual tensión en las relaciones Estados Unidos-Gran Bretaña no es la primera inducida por la guerra. Hace 24 años, Londres desfalleció por la falta de apoyo de Washington durante la Guerra de las Malvinas, episodio que ilustra la complejidad de la relación de los aliados en tiempos de crisis y, al mismo tiempo, su posterior capacidad de recuperación.

Lawrence D. Freedman es profesor de Estudios de Guerra en el King's College de Londres. Su libro, en dos volúmenes, Offcial History of the Falklands Campaign, se publicó en 2005.


DE LAS MALVINAS A IRAK

El 11 de septiembre de 2001, pocas horas después del colapso del World Trade Center, el primer ministro británico Tony Blair ofreció su solidaridad a Estados Unidos. "Aquí, en el Reino Unido", expresó, "estamos hombro con hombro con nuestros amigos estadounidenses en esta hora de tragedia y, como ellos, no descansaremos hasta que este mal sea erradicado de nuestro mundo."

El compromiso correspondía por completo a un principio establecido desde hace mucho tiempo por la política británica de relaciones exteriores: Gran Bretaña debe cultivar una relación especial con Estados Unidos, con la esperanza de influir en el ejercicio del poder estadounidense. Quizá Washington nunca haya tomado muy en serio la idea, pero los funcionarios estadounidenses tampoco la han descalificado totalmente. Si acaso, en los últimos años, esta relación especial ha disfrutado cierto resurgimiento, para aparente alivio del presidente George W. Bush, por contar al menos con un amigo digno de confianza.

Sin embargo, muchos piensan que fue también un compromiso que le costó caro a Blair. A diferencia de otros jefes de gobierno que expresaron sus promesas en forma más cauta, Blair siguió a Bush de manera incondicional a Afganistán y luego a lo que resultó una antipopular y problemática campaña en Irak. Ahora, a Blair se le describe de manera habitual como el "poodle de Bush", por seguir servilmente la imprudente política estadounidense y demostrar su incapacidad o falta de disposición para usar su capital político con la finalidad de moderar esa imprudencia. Hace poco, el anterior embajador de Inglaterra ante Washington lamentó el fracaso de Blair incluso en insistir en los preparativos adecuados para la ocupación de Irak. Otros críticos van más lejos al comparar, de manera negativa, el expediente de Blair con el de Harold Wilson, quien, a pesar de que casi nunca se le recuerda de forma favorable como primer ministro, al menos resistió las solicitudes del presidente Lyndon Johnson para que las tropas británicas se unieran a las estadounidenses en Vietnam.

Este episodio es un argumento recurrente en el debate contemporáneo entre ingleses y la Unión Europea sobre asuntos bélicos: el reto principal de la política exterior es ver la manera de contener a Estados Unidos, siempre en busca de resolver complejos problemas internacionales mediante el uso de la fuerza militar en sitios y formas por completo inconvenientes. A esa acusación le corresponde la burla que hacen los estadounidenses sobre la supuesta propensión de la Unión Europea de acobardarse ante las amenazas internacionales: según esta versión caricaturizada, los estadounidenses son de Marte, y los europeos, de Venus.

Estas opiniones reflejan la actual polémica sobre Irak. Pero sería aventurado generalizar y concluir cómo actuarían ciertos países en la próxima crisis. Una mirada a las últimas décadas revela que Estados Unidos no es siempre el más dispuesto a recurrir a la fuerza armada. El documento Human Security Report, estudio del conflicto moderno de reciente publicación, financiado en parte por el gobierno canadiense, clasifica a los países con base en su participación en guerras internacionales desde 1946. El Reino Unido encabeza la lista con 21 casos, seguido de Francia (19) y Estados Unidos (16). Muchas incursiones británicas y francesas se deben a intentos de mantener o estabilizar sus antiguas colonias (aunque los ingleses se mantuvieron fuera de Vietnam, estuvieron en Malasia). Pero el colonialismo es sólo parte de la historia. Desde el final de la Guerra Fría, Gran Bretaña y Francia han participado con frecuencia en intervenciones humanitarias. La guerra en Irak fue la quinta operación que Blair autorizó, después de los ataques aéreos contra Irak en 1998 y las operaciones en Kosovo, Sierra Leona y Afganistán, para no mencionar el pequeño contingente que los ingleses enviaron a Timor Oriental.

Desde la perspectiva británica, a partir de la Segunda Guerra Mundial el problema con Washington no ha sido tanto su predilección por usar la fuerza militar como primer recurso cuanto su vacilación e incertidumbre cuando se trata de ir a la guerra. Ambos, Blair y su antecesor, John Major, se sintieron frustrados por la renuencia del presidente Clinton a emplazar tropas estadounidenses en sitios desprotegidos en Bosnia y luego en Kosovo. En 1956, fue Estados Unidos -- con base en los principios de las leyes internacionales y la presión económica para frenar el aventurerismo estúpido -- el que impidió que Gran Bretaña y Francia reocuparan el canal del Suez, después de que el presidente Gamal Abdel Nasser lo nacionalizara. En este caso, la oposición de Estados Unidos al uso de la fuerza socavó no sólo la posición inglesa en Medio Oriente, sino también la confianza británica; y se tomó como un aviso de la rapidez con que Gran Bretaña podría quedar aislada. Después de Suez, los ingleses decidieron no volver a desviarse jamás de la política exterior de Estados Unidos. Ese fue el momento en el cual el gobierno británico comenzó a obsesionarse con la idea de una relación especial. Se hizo patente que Gran Bretaña no podía esperar desempeñar un papel importante en el mundo, ya fuera de forma independiente o en oposición a Estados Unidos. Su estrategia futura sería negociar lealtad por un acceso privilegiado a las decisiones de la política exterior de Washington.

Un caso que ilustra aún más claramente las complicaciones prácticas de la reticencia hacia el uso de la fuerza ocurrió un cuarto de siglo después, en 1982, con la guerra de las Malvinas, entre Gran Bretaña y Argentina. El gobierno británico -- esta vez en el lado correcto del derecho internacional -- se sintió una vez más socavado por la constante presión estadounidense para actuar con moderación y ofrecer concesiones a los agresores.

Fue a principios de la década de 1980 cuando, de acuerdo con la mayoría de la prensa europea, Estados Unidos era gobernado por un actor de películas B, intelectualmente cuestionado, cuya actitud era hostil a la diplomacia y quien buscaba una excusa para entrar en una guerra nuclear para la cual se estaba preparando con denuedo. El único líder europeo en sintonía con el presidente Ronald Reagan era la primera ministra británica, Margaret Thatcher. Su relación política era tan cercana que cuando, en 1982, Argentina ocupó las islas Malvinas -- territorio soberano británico -- , Thatcher supuso que contaría con el apoyo decidido e incondicional de Estados Unidos para recuperarlas. Thatcher sufrió una decepción. Aunque se creía que la administración Reagan estaba llena de superhalcones, exhortó a sus aliados ingleses a comportarse como palomas y trató de negociar un acuerdo entre el agresor y el agraviado. El incidente sirve de recordatorio de que las políticas de las principales potencias reflejan un cálculo de intereses y un análisis de las dinámicas en conflicto, y que las políticas adoptadas por Estados Unidos son producto de los cambiantes equilibrios de poder en determinada administración, así como de cualquier disposición ideológica incorporada.

Como historiador oficial de Gran Bretaña de la campaña de las Malvinas, tuve acceso a todos los documentos ingleses sobre el conflicto. Esos documentos revelan el grado de frustración del gobierno británico con los esfuerzos de la administración Reagan para encontrar una solución negociada que, a ojos de Gran Bretaña, habría recompensado a Argentina por su agresión. Este episodio es revelador no sólo porque pone en duda los estereotipos comunes sobre la política exterior estadounidense, sino también porque ilustra las dificultades que enfrentan incluso los aliados cercanos cuando se contempla el uso de la fuerza armada.

ENFRENTAR A ARGENTINA

El escritor peruano Mario Vargas Llosa comparó la Guerra de las Malvinas con "la disputa de dos calvos por un peine". Conocidas en inglés como las Falkland, las islas, localizadas a 400 kilómetros de la costa argentina, difícilmente eran una posesión estratégica vital. La población era escasa, menos de 2000 personas, y está disminuyendo.

El gobierno argentino se quejó durante mucho tiempo de que los ingleses habían ocupado ilegalmente las Malvinas en 1833, y reclamó su devolución en nombre de la integridad territorial. El gobierno británico habría estado preparado para devolvérselas de no haber sido por la promesa de no hacerlo sin el consentimiento de los habitantes de la isla, postura en la que se sostuvo en nombre de la autodeterminación. La diplomacia británica quedó atrapada entre persuadir a los isleños de que Londres no renegaría de su compromiso y convencer a Buenos Aires de que sin embargo valía la pena negociar sobre las Malvinas.

A principios de 1982, las negociaciones estaban estancadas. En marzo, el desembarco de comerciantes argentinos de chatarra en la isla Georgia del Sur (administrada desde las Malvinas, aunque está a unos 1280 kilómetros, desató una crisis que desembocó en la invasión argentina de las Malvinas. La junta [militar] argentina había estado planeando forzar el tema de la soberanía de las islas unos meses más tarde, antes del 150 aniversario de su pérdida. Cuando los ingleses hablaron con contundencia sobre el desembarco en la isla Georgia del Sur, la junta empezó a temer que los ingleses tomaran el incidente como pretexto para reforzar su presencia militar en el Atlántico Sur. Así, cuando Argentina invadió las Malvinas, el 2 de abril, lo hizo en efecto como un acto de prevención. A partir de ese momento, el asunto ya no fue sólo lo que Reagan llamaba "ese montoncito de tierra congelada de allá abajo", sino también tema de prestigio internacional y los principios de no agresión, autodeterminación y lealtad entre aliados.

Al principio, a los funcionarios estadounidenses (junto a muchos otros) les pareció difícil tomar en serio esos extraños acontecimientos. Cuando lo hicieron, vieron que su natural simpatía por el Reino Unido se limitaba al esfuerzo que dedicaron a cultivar al gobierno militar argentino como partidario de las campañas anticomunistas de la administración en América Central. Jeane Kirkpatrick, embajadora estadounidense ante la ONU, y Thomas Enders, subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, apoyaron con firmeza esta teoría.

Así, muchos en Washington favorecían una medida "imparcial". Y advirtieron que un apoyo incondicional de Estados Unidos a los ingleses podría consolidar la suspicacia hemisférica de que, cuando llega el momento de la verdad, Estados Unidos apoya siempre a los europeos antes que a sus vecinos más cercanos. Los europeístas del Departamento de Estado y el Pentágono no podían imaginar que Estados Unidos no apoyase a un aliado de la OTAN en esas circunstancias (y estaban muy sensibles por las consecuencias de Suez), pero el secretario de Estado, Alexander Haig, aunque consciente de esas conflictivas presiones, contempló toda la situación dentro del marco de la Guerra Fría. Temió que si Estados Unidos se volvía contra Argentina, habría posibilidades para una "agitación soviética, ya fuese directamente o a través de sus aliados cubanos, en Argentina". Además, tenía la certeza de que, en virtud de sus buenas relaciones con ambos países, Estados Unidos contaba con una posición singular para negociar un arreglo político. Participar como mediador entre Argentina y Gran Bretaña le proporcionaría al menos una excusa para no tomar partido de manera inmediata.

Durante gran parte de abril, Haig se dedicó a tender un puente aéreo diplomático entre Londres y Buenos Aires. "Una vez iniciadas las negociaciones", advirtió a Thatcher al comienzo de su ir y venir, "será cada vez más difícil proteger los principios". Por entonces, los estadounidenses no estaban seguros de que los ingleses pudieran en realidad ganar la batalla por las islas. Pero los argentinos rechazaron las propuestas de resolución y en ese momento Washington apoyó a Gran Bretaña de manera oficial. De todos modos, Haig trató de presionar por una solución concertada y Reagan observó que "las consecuencias estrictamente militares no podían durar con el tiempo". Incluso después de que las fuerzas inglesas desembarcaron en las Malvinas y ambos lados sufrieron graves bajas, Washington argumentó que era mejor que el conflicto terminara mediante negociaciones que con una victoria decisiva de una de las partes. Esta insistencia continuó tras la rendición de Argentina y el restablecimiento de la administración británica.

La preocupación de los ingleses sobre la postura estadounidense procedía de tres fuentes. La más básica fue el descubrimiento estremecedor de que a los estadounidenses les era difícil elegir entre un viejo aliado democrático y una dictadura militar conocida recientemente. "Es imposible ser neutral entre la agresión espontánea y la gente que lo único que desea es vivir su vida con sus viejas costumbres", dijo Thatcher a Haig. Los funcionarios ingleses preguntaban de manera constante a sus homólogos estadounidenses cómo reaccionarían si Cuba ocupara Puerto Rico. Siempre que se ponía en duda si valía la pena hacer un gran sacrificio, para citar de nuevo a Haig, "por un millar de pastores", Londres señaló la entonces reciente indignación de Washington por los 52 rehenes estadounidenses en Teherán.

Una fuente de preocupación aún mayor era que los estadounidenses siguieran la lógica de su postura al extremo de impedir que Gran Bretaña tomara acciones militares y demandara un arreglo diplomático que, ante los ojos ingleses, recompensaría la agresión y llevaría a ceder las Malvinas a Argentina. Mucho de esto dependía del equilibrio de poder en el interior de la administración Reagan, pues mientras el presidente y Haig trataban de encontrar una solución concertada, las agencias de inteligencia y el Pentágono apoyaban totalmente a los ingleses. El secretario de Defensa, Caspar Weinberger (a quien la reina Isabel II condecoró como caballero honorario después del conflicto), desoyendo tanto las advertencias militares de que las probabilidades estaban en contra de una victoria británica como los consejos diplomáticos de que Estados Unidos debería permanecer imparcial, ordenó que los requerimientos de Londres de toda forma de ayuda que no implicaran una verdadera participación en acciones militares "deberían satisfacerse de manera inmediata". Las instalaciones de Estados Unidos en la Isla de Ascensión, propiedad de Gran Bretaña, eslabón vital en la cadena logística británica, su pusieron a su disposición, junto con suministros de combustible y servicios de inteligencia esenciales.

Cuando, el 14 de abril, se descubrió el apoyo del Pentágono, Haig trató de convencer a los argentinos de la imparcialidad de Estados Unidos. Le envió a Thachter una declaración en la que explicaba que, en lo sucesivo, Estados Unidos no podría proporcionar apoyo "más allá de las normas habituales de cooperación". Eso significaba restricciones para usar las instalaciones de Estados Unidos en Ascensión. Thatcher enfureció porque la ubicaran "en el mismo nivel que la Junta", y señaló que en Gran Bretaña se extendía la idea de que Estados Unidos no estaba haciendo por los ingleses lo que merecían.

Aún más trágico fue el episodio que ocurrió una semana después, cuando los ingleses decidieron retomar la isla de Georgia del Sur, donde los argentinos sólo habían dejado un pequeño destacamento. El gobierno británico fue persuadido por su Ministerio de Relaciones Exteriores de alertar antes a Haig. Después de que sir Nico Henderson, embajador británico en Washington, lo hizo, Haig le informó que debía advertir a Buenos Aires, aunque fuese muy tarde para que Argentina actuara al respecto; de lo contrario, los argentinos lo acusarían de contubernio. De hecho, y a pesar de su promesa de no decirlo luego de que Henderson expresó su horror ante el planteamiento, Haig -- como parte del esfuerzo por advertirles de las posibles consecuencias de su intransigencia -- ya había alertado a los argentinos sobre la posibilidad de que los ingleses actuaran para recuperar Georgia del Sur. En lo sucesivo, los ingleses comenzaron a mantener en secreto lo que decían a Washington. "Es alarmante", observó el secretario inglés de Defensa, sir John Nott, "que nuestro aliado más importante no esté totalmente de nuestra parte".

La tercera fuente de intranquilidad de Londres era el análisis político en que se basaba la postura de Estados Unidos, el cual reflejaba un profundo pesimismo sobre las consecuencias de una victoria inglesa. De acuerdo con este análisis, una victoria de Gran Bretaña causaría la desintegración del sistema de seguridad hemisférica, en la medida en la que no sólo Argentina sino un emocional público latinoamericano, en solidaridad contra el ejemplo más reciente de la perfidia imperialista, se aliara con la Unión Soviética y Cuba. El general Leopoldo Galtieri, jefe de la Junta, podría ser reemplazado por un peronista antiestadounidense. Con la ayuda comunista, un gobierno argentino más radical podría fomentar hostilidades de baja intensidad y mantener latente el asunto de las Malvinas, con lo que habría sido extremadamente difícil reparar las relaciones dañadas. De ahí las permanentes sugerencias estadounidenses a Thatcher, para ella desconcertantes, de la necesidad de hacer concesiones que ayudaran a "salvar la cabeza" de Galtieri y, en consecuencia, mantenerlo en el poder. Como es natural, esa no era la prioridad de Thacher. Haig comentó: "No percibimos que los ingleses hayan meditado lo suficiente sobre la posibilidad de que un conflicto militar entre Argentina y Gran Bretaña conduzca a cimentar una relación militar entre la Unión Soviética y Argentina".

No sólo Washington se preocupaba por los cambios políticos que seguirían a una guerra. Casi todos los gobiernos favorables a Gran Bretaña aconsejaron la misma forma de actuar: llegar a un acuerdo que evitase a la Junta argentina una derrota humillante. Para muchos gobiernos, la principal preocupación era prevenir una radicalización de Argentina y un alejamiento de toda América Latina. Aunque la Junta jugó con esos temores, había poca evidencia de que fueran válidos. La clase militar argentina estaba imbuida por una ideología anticomunista y no estaba dispuesta a cambiar sus alianzas. Por otra parte, era difícil que varios países latinoamericanos se apresuraran a romper relaciones con Gran Bretaña, a pesar de su apoyo retórico a las aspiraciones de Argentina. En privado, muchos gobiernos latinoamericanos lamentaban los métodos de la Junta y sabían que sus intereses económicos y políticos dependían de mantener buenas relaciones con Estados Unidos y la Comunidad Europea. En la medida en que se hizo evidente que los ingleses ganarían, menos se inclinaban a hacer gestos fútiles de solidaridad con una causa perdida, y en cambio comenzaron a distanciarse de los argentinos. Incluso Moscú se mostró cauteloso de acercarse demasiado a Buenos Aires, consciente de la reputación de la Junta entre los grupos izquierdistas de América Latina. El apoyo del Tercer Mundo a Argentina, factor crucial en la determinación de la política exterior soviética, fue mínimo también. El análisis político más pesimista, con que la administración de Reagan quiso arrancar concesiones de los ingleses, se sobrestimó, en el mejor de los casos, y en muchos aspectos se equivocaba.

Para ser justos, el apoyo material y de servicios de inteligencia que Gran Bretaña recibió de Estados Unidos fue vital, y Haig de verdad trabajó para asegurar que continuase el fuerte apoyo de la OTAN a Gran Bretaña. No había ninguna duda de que se trataría de alcanzar una solución arreglada, y a Londres le convenía que ese intento lo encabezara Estados Unidos, más que la ONU, que se hizo cargo de la situación luego de que fracasaron los esfuerzos de Haig. La diplomacia de puente aéreo de Haig sirvió para dar tiempo a que la flota británica viajara al Atlántico Sur y tuviera la ventaja de poner todavía más en evidencia a Argentina, pues se culpó a la Junta por el fracaso de la mediación. No queda claro si, como muchos sostenían entonces en Gran Bretaña, un apoyo inmediato y devoto de Estados Unidos a Gran Bretaña hubiese convencido a Argentina de su aislamiento diplomático y, en consecuencia, de retirarse de las Malvinas lo más rápido posible.

Incluso los países que simpatizaban con Gran Bretaña sostenían que, así como era importante que fracasara el intento argentino de solucionar la disputa por las Malvinas mediante la fuerza, era igualmente importante probar la posibilidad de resolver esas disputas por medios pacíficos. En la medida en que se acercaba el conflicto, Londres enfrentó constantes solicitudes de "magnanimidad" (palabra que Thatcher llegó a detestar). En octubre, a pesar de que los ingleses creían lo contrario, Washington trabajaba con los argentinos en una resolución de la Asamblea General de la ONU que llamaba a reiniciar las negociaciones sobre las Malvinas. Los ingleses consideraron que la resolución propuesta era hipócrita y estaban furiosos de que la administración Reagan pasara por alto los deseos de su aliado más cercano. Después de que Reagan escribió a Thatcher para explicar su posición, ella contestó que su gabinete estaba "absolutamente consternado", y que un voto en favor de la resolución se recibiría con "total incomprensión".

ENFRENTAR A IRAK

A pesar de las duras palabras y la mutua exasperación, el incidente de las Malvinas no tuvo un efecto duradero en la relaciones entre Estados Unidos y Gran Bretaña. Washington optó por admirar la determinación del gobierno de Thatcher, y Londres prefirió recordar el extraordinario apoyo material proporcionado por Estados Unidos cuando más lo necesitó y no la titubeante política estadounidense. Una lección clave de este episodio es que las alianzas básicas internacionales y las normas de cooperación son extraordinariamente flexibles. Las disputas entre gobiernos son diferentes a los pleitos familiares; en general, los gobiernos encuentran más fácil abordar el siguiente tema. Pero por la misma razón, hay límites inherentes a la manera como una cercana relación personal entre líderes políticos, por muy cálida que sea, puede contrarrestar las poderosas influencias internas. De hecho, la influencia inglesa sobre la política estadounidense ha sido mayor cuando la élite de Washington se ha encontrado dividida.

Una vez que los historiadores tengan la oportunidad de entender el proceso de toma de decisiones y la diplomacia que condujeron a la Guerra de Irak en 2003, es probable que encuentren una agenda mucho más compleja de la que se ha hecho pública hasta ahora. Esta vez fue Washington el convencido de que no había una ruta diplomática creíble ni términos medios para resolver sus diferencias con Bagdad: otros países, o estaban con Estados Unidos o en contra de él. Si los ingleses creían que ellos fungirían como mediadores, no sería entre Bush y Saddam Hussein, sino entre Estados Unidos y sus intranquilos aliados europeos. En esta ocasión fueron funcionarios estadounidenses quienes se mostraron extremadamente relajados sobre la opinión pública de la región, asumiendo que se harían los ajustes necesarios, y fueron los ingleses los que se esforzaron por mostrar un poco de sensibilidad respecto de las preocupaciones locales, en este caso al abordar el conflicto palestino-israelí.

La principal diferencia entre la Guerra de las Malvinas y la Guerra de Irak es que, mientras Thatcher se mostraba nerviosa respecto de habérselas con una peligrosa crisis internacional sin el apoyo de Estados Unidos, Bush estaba decidido a mantener el control sobre la crisis iraquí y pensó que podría conducirse, en caso de ser necesario, sin el apoyo británico. La convicción de Bush limitó las opciones de Blair, pero de ninguna manera convirtió a Blair en un falderillo. Su manera de enfrentar la "guerra contra el terrorismo" ha sido mucho más amplia y en muchos aspectos más ambiciosa que la de Bush, pues ha ido más allá de la eliminación de Al-Qaeda; también contempla la necesidad de mencionar la serie de problemas vinculados a los Estados impotentes, las segmentaciones sociales y las disputas mortales que sostienen e inspiran a los grupos de la Jihad. Blair tiene un récord de vigoroso internacionalismo que impresionaría a cualquier neoconservador.

Blair se hallaba muy lejos de ser un participante renuente al derrocamiento de los talibanes en Afganistán y a Saddam Hussein en Irak. En lo que se refiere a Hussein, desde que asumió el cargo de primer ministro en 1997, Blair actuó bajo el supuesto de que el iraquí era un régimen impenitente y todavía capaz de hacer daño, al menos en lo que se refería a las armas de destrucción masiva (AMD). Tampoco fracasó en tratar de ejercer su influencia sobre las decisiones de la administración de Bush. En agosto de 2002, al trabajar con el secretario de Estado, Colin Powell, persuadió a Bush, contra los deseos del secretario de la Defensa, Donald Rumsfeld, y del vicepresidente, Dick Cheney, de llevar el problema de Irak ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para conferir a cualquier acción más legitimidad. Y persuadió a Bush de tomar la iniciativa en la disputa entre Israel y Palestina.

Por desgracia, no era un buen momento para otra iniciativa en Medio Oriente, y resultó contraproducente llevar de vuelta el asunto de Irak ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La insistencia de Blair en obtener una resolución de las Naciones Unidas que impusiera a Irak una fecha límite para aceptar la inspección de armas se basaba en el supuesto de que Hussein sí tenía algo que esconder; de hecho, se pensó que Hussein violaría de manera flagrante la resolución de las Naciones Unidas al negarse a dejar entrar a los inspectores o se rendiría, y entonces quedaría expuesto. Blair concedió poca importancia a la posibilidad de que Hussein cooperara lo suficiente para ganar tiempo frente a la mayoría de los Estados miembros de la ONU, o que una vez que los inspectores se pusieran a trabajar encontrarían pocas pruebas de actividades ilícitas.

La decisión del presidente de Francia, Jacques Chirac, de oponerse a la guerra al margen de lo que los inspectores encontraran puso en peligro toda la estrategia diplomática de Blair. Conforme se acercaba la fecha límite que Estados Unidos impuso para la guerra, Blair, un poco desesperado, trató de llegar a un arreglo. Pero ya era demasiado tarde. Al final, tuvo que decidir entre apoyar a los franceses o a los estadounidenses, decisión que no le fue difícil tomar. Mientras tanto, los planes de Washington para la guerra cambiaban a diario, en buena medida como resultado de la falta de certeza sobre si Turquía permitiría usar su territorio como plataforma de lanzamiento para un ataque terrestre. Blair expresó su preocupación sobre la adecuada planeación de Estados Unidos para el Irak de la posguerra, pero una vez que los planes quedaron bajo control del Pentágono, ya había muy poco que él pudiera hacer.

HISTORIA DE DOS CRISIS

La campaña de las Malvinas costó 255 vidas de ingleses y cerca de tres veces esa cantidad de vidas de argentinos. Los ingleses sólo pudieron retomar las islas a costa de graves riesgos militares. La reconstrucción posterior de las Malvinas fue, sin embargo, relativamente rápida, aunque costosa. A pesar de los malos augurios, las relaciones de Gran Bretaña o de Estados Unidos con el resto de Latinoamérica no tardaron mucho en recuperarse, y la Junta argentina cayó y la reemplazó un gobierno democrático. La probada habilidad de Thatcher para conservar la calma durante los conflictos hizo maravillas por su reputación política, y las Malvinas pronto entraron en una nueva era de seguridad y prosperidad.

En contraste, la Guerra de Irak se desarrolló de acuerdo con el plan, no así la ocupación posterior y la reconstrucción. Durante las principales operaciones de combate en Irak, murieron 33 soldados ingleses; para finales de 2005, casi el doble de esa cifra habían muerto en la lucha contra la insurgencia. La incesante violencia política en Irak y el fracaso en el hallazgo de armas de destrucción masiva arrojaron una oscura sombra sobre el gobierno de Blair.

Las Malvinas e Irak son dos casos muy diferentes. Pero en conjunto demuestran que las relaciones entre aliados cercanos en tiempos de crisis pueden tener más matices y ser más complejas de lo que sugieren las impresiones superficiales, y las suposiciones fáciles sobre las reacciones naturales ante el conflicto carecen de fundamento histórico. Mucho depende de circunstancias y personalidades, así como de los intereses en riesgo.

Una lección final radica en la importancia del análisis político con que se determina la política. El juego británico en las Malvinas ganó no sólo porque los riesgos militares resultaron manejables, sino porque los riesgos políticos se sopesaron bien. Londres entendió la necesidad de asegurar a la comunidad internacional que no era irresponsable y sí se interesaba en una solución diplomática. Y aun así, nunca entró en pánico debido a los alegatos extravagantes de que los antiguos aliados lo abandonarían tan pronto sonaran los primeros disparos o de que el episodio conduciría a regresiones de la Guerra Fría en Latinoamérica. El juego de Washington en Irak fue mucho menos exitoso, contaminado por un optimismo fuera de lugar respecto del debate en el Consejo de Seguridad de la ONU, el conflicto palestino-israelí, y, sobre todo, la respuesta del sistema político y social iraquí a una ocupación extranjera.

El efecto de todo esto ha sido debilitar a Bush, a Blair y, por extensión, la idea de una relación especial. Al final, sólo por falta de opciones creíbles, ningún futuro gobierno británico después de Blair cambiará significativamente de curso y se alejará de la relación especial. Después de todo, el problema con Irak no radica en la relación especial en sí; las consultas entre aliados fueron profundas y genuinas, y se basaron en objetivos compartidos, y la postura de Estados Unidos no era de ningún modo completamente rígida. El problema radica en un análisis defectuoso que condujo a una política fallida.

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