José Antonio Crespo
Un político sin vocación política es un pobre político. Para serlo (o al menos uno más o menos exitoso) no basta con elegir la política como profesión. Al igual que no basta determinar ser actor, pintor, músico, novelista, científico, deportista o torero para tener una carrera promisoria en esas áreas. Si no se posee talento suficiente se estará destinado al fracaso. A veces se confunde la vocación política con el gusto por ella o la simple ambición de obtener los beneficios que le son inherentes (el poder, el prestigio, la notoriedad pública, la corte de zalameros, los reflectores permanentes, la oportunidad de enriquecerse, el boato del que se es protagonista).
Pero no, la vocación política supone una serie de aptitudes sin las cuales se tiene poca o ninguna posibilidad de desplegar un buen desempeño. La intuición, la sensibilidad política, la perspicacia para entender situaciones harto complejas, la capacidad de convencer (y engañar) a otros, el sentido de oportunidad (timing), la capacidad para descifrar la mente de los interlocutores, la determinación con el fin de asumir decisiones difíciles. Y para eso no basta tampoco hacer a un lado los muchos o pocos escrúpulos morales con que se haya crecido.
Prescindir de la ética ayuda mucho en las lides políticas, pero tampoco garantiza el éxito. Se debe tener talento, virtud política, como le llamaba Maquiavelo. Y eso no se adquiere en las aulas ni en los libros: se tiene o no madera para ello, como bien lo explicó Max Weber. Es una combinación de talento y pasión natos, que la experiencia bien puede pulir, pero nunca generar. Lo que natura non da…
Y, sin embargo, muchas personas sin esa vocación entran a la política, con diversa suerte. O no llegan muy lejos o, si llegan, hacen mal papel. Algunos piensan que quien alcanza un cargo político importante es que tenía vocación y talento políticos. Tampoco es preciso. Diversas condiciones, muchas veces azarosas, pueden abrir las puertas del poder, pero una vez ahí, no saber qué hacer con él o jugarle al aprendiz de brujo. Tener un amigo o familiar que “llegó”, casarse con un poderoso, heredar un reino o aprovechar circunstancias favorables, pero ajenas al talento personal, ha permitido a muchos encumbrarse en cargos elevados.
Pero eso no significa ni garantiza que se despliegue un ejercicio adecuado del poder (como ejemplifica el triste caso de Maximiliano). Suele ocurrir también que un líder social capaz de mover muchedumbres, desde el despacho de gobierno no sepa cómo conducirse. Ahí está Francisco Madero o, más recientemente, el polaco Lech Walesa.
Hoy seguramente ya nadie piensa que Vicente Fox nació para la política. Fue un buen candidato que supo aprovechar una coyuntura favorable para triunfar, así como una campaña propagandística muy bien diseñada (y los publicistas saben de sobra que una buena frase puede vender un mal producto). Al poco tiempo de llegar a Los Pinos, empezaron a aflorar sus enormes carencias políticas. Además de mostrar, con el tiempo, una absoluta incapacidad de aprendizaje. La famosa “curva de aprendizaje” de la que mucho se habló, se pensó más tarde como “curva de lento aprendizaje”, para terminar convenciéndonos que dicha curva era simplemente inexistente en el caso de Fox: no sólo fue incapaz de aprender de otras experiencias recientes de México o el mundo (que es parte del talento político), sino que no aprendió ni de su propia estancia en el poder y tropezó una y otra vez con las mismas piedras. De plano resultó negado para esto
¿Qué lo llevó a entrar a la política a una edad madura y, en su momento, buscar la Presidencia? Supongo que un deseo genuino de cambiar el país, como sucedía con muchos antiguos panistas, combinado con la creencia de que poseía la vocación y el talento políticos para intentarlo.
Así lo explica él mismo en sus escritos de campaña. Manuel Clouthier fue el mayor responsable de su ingreso a la política. “Oye, Fox, en México siempre nos quejamos del sistema, de la deshonestidad y la corrupción, pero no hacemos nada para cambiarlo. Hagamos algo ahora”, le dijo en 1987. Su padre, en cambio, entendió que su hijo no era para estos menesteres: “Pero qué ocurrencia. ¿Para qué te metes en eso?”, le dijo don José.
Fox reflexionó más tarde: “Participar en política requiere de un largo y difícil aprendizaje; no bastan las buenas ideas, requieres de talento pero, sobre todo, de liderazgo”. Cierto. A los primeros tropiezos, Fox dudó de si la política era lo suyo: “Esto está del carajo. Mejor me regreso a mi chamba de empresario, en esa sí la hago”. Cierto. “Pero si algo tengo es que soy muy terco —cierto—, así que decidí continuar”. Luego volvió a titubear ante los enormes retos que veía. Y le reclamó a Clouthier: “Tú me embarcaste en esto y ya tengo broncas”. Y de nuevo, don Manuel nos hizo el gran favor: “No le saques al parche. No les demuestres miedo”, sabio consejo que debió practicar ya en la Presidencia (A Los Pinos, 2000).
En Los Pinos, el Presidente se fue percatando de que la política no era “enchílame otra” y empezó a claudicar de una responsabilidad histórica que nunca entendió. Hace apenas unos días, Fox reconoció. “El poder no es algo que me motiva; al revés” (7/IX/06). Haberlo dicho antes. Eso explica el banderazo que dio a la sucesión presidencial desde 2003 —creándonos un gran problema— con la inocultable ansiedad por “regresar al rancho” cuanto antes. Un resentiod Presidente se queja hoy de las duras críticas que le asestan analistas y periodistas y alega que ven “los toros desde la barrera”. Tiene razón. No es lo mismo ver la corrida desde las gradas. Pero los cronistas taurinos saben distinguir un diestro torero profesional de un “espontáneo” que salta al ruedo, con gran valentía, pero sin saber siquiera cómo se toma el capote.
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