21 de enero de 2008

Mexicanos

Macario Schettino Yáñez

Mexicanos ¿Qué nos define como mexicanos? ¿En verdad “sin maíz no hay país”? ¿En serio dependemos del petróleo para ser soberanos? Me parece que estas preguntas, y otras parecidas, exigen una respuesta. Estoy convencido de que el debate verdadero es éste, y mientras no lo enfrentemos, seremos incapaces de resolver adecuadamente los temas que están pendientes: la reforma del Estado y las reformas económicas.

Insisto en que los ganadores de la guerra civil que acostumbramos llamar Revolución Mexicana debieron construir una narración histórica que les diese la legitimidad que las armas nunca dan. Esa narración se fue elaborando desde los años 20, pero culminó en el gobierno de Lázaro Cárdenas, más específicamente a mediados de 1938. Se trata de las dos décadas en que el capitalismo estuvo en riesgo de desaparecer y las ideas antiliberales eran especialmente fuertes. Parecía que las opciones del futuro estaban entre el totalitarismo de derecha de Mussolini y Hitler o el de izquierda de Stalin.

En ese entorno se creó el “nacionalismo revolucionario”, esa mezcla de ideas que fue el sustento del régimen. Convergían en esa narración el comunismo acérrimo de Diego Rivera y otros artistas, el indigenismo de Cárdenas, los cuentos de la historia liberal porfirista y las características de una sociedad atrasada como era la nuestra entonces: rural, comunitaria, católica.

En consecuencia, la Revolución asocia lo mexicano a esa mezcla. Es nacionalista lo rural, no lo urbano; lo indígena, no lo europeo. México es come curas, pero católico, es decir medieval y guadalupano. México dice ser liberal, democrático y federal, pero en la realidad es comunitario, autoritario y centralizado. La sociedad entera es corporativizada desde el Estado. Cárdenas crea los sindicatos y federaciones obreras, las centrales campesinas, las cámaras empresariales obligatorias; subordina al Banco de México y a la Suprema Corte al presidente; crea un partido político corporativo sobre el esqueleto del PNR; impulsa la educación socialista. Y nacionaliza la industria petrolera, jugada maestra que lo convierte en héroe en vida.

Desde entonces, todo aquel que se atreviera a criticar a indígenas y a campesinos, a maestros rurales, a la Virgen de Guadalupe, al presidente centralista, a Pemex, era inmediatamente calificado de antipatriota, de extranjerizante, que en esa sociedad cerrada era el peor insulto. Como México no hay dos, y quien no es mexicano no es nada. Porque la xenofobia completaba ese discurso patriotero.

El régimen sostenido en ese discurso resultó un fracaso absoluto para este país. Mientras hubo tierra ociosa, logramos crecer lo mismo que el resto del mundo, no más. Después, hubo que endeudar a la nación, despilfarrar el manto petrolero que logró salvar lo que la nacionalización casi había destruido. México, como buena parte de América Latina, desperdició el siglo XX.

Pero hoy este discurso continúa. Una cantidad importante de personas cree, efectivamente, que no se puede ser mexicano si no se come maíz, si no se cree en Guadalupe, si no se ensalza a los indígenas (aunque secretamente se les desprecie). No se puede ser mexicano si Pemex desaparece, no importando que su existencia nos cueste a todos para beneficiar sólo al sindicato, como también ocurre con Luz y Fuerza del Centro, o con el Seguro Social. No se puede ser mexicano si se duda de la Revolución, del milagro mexicano, de la heroicidad de Zapata, Villa y Cárdenas. Para todas estas personas, no importa que 100 años después esté claramente demostrado el gran fraude que ha sido esa narración y ese régimen. No importa que en todo ese tiempo los pobres no hayan dejado de serlo, que el país jamás haya dejado de estar “en desarrollo”.

Por eso éste es el gran debate. Porque los farsantes que dicen defender al campo, a la soberanía, a los pobres, viven de la ignorancia y de las creencias producto de ese “nacionalismo revolucionario”. Y son esos mismos farsantes los que impiden que este país sea una democracia plena, porque siguen viviendo de las corporaciones. Son ellos quienes impiden acabar con la pobreza, porque de esos pobres obtienen sus votos.

Ya estuvo bueno. Con sus mentiras, casi han acabado con México. Los verdaderos patriotas queremos un país democrático, competitivo y justo. Porque queremos sentirnos orgullosos de nosotros mismos. No del maíz ni del petróleo ni de Guadalupe.

Profesor en la División de Humanidades del ITESM-CCM

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