4 de enero de 2008

Mitología de la Revolución

José A. Crespo

Una importante aportación histórica ha hecho Macario Schettino con su libro recién publicado, Cien años de confusión (2007), para comprender con mayor amplitud la peculiar experiencia política, económica y social del México del siglo XX. De lectura amena y estilo pedagógico, el propósito general del libro es cuestionar, de manera seria y documentada, la mitología que está detrás de los numerosos sucesos aislados pero confluyentes que genéricamente consideramos como Revolución Mexicana. Una mitología deliberadamente construida por el régimen que emanó de esa serie de sucesos para legitimar su dominación sobre principios distintos a aquellos en que se basó el porfiriato, que también tuvo su propia legitimidad (a partir del positivismo cientificista y el darwinismo social). Típicamente se han manejado cuatro grandes explicaciones de la revolución maderista de 1910. 1) Una crisis económica profunda que movilizó a las masas campesinas que subvirtieron el orden político vigente. 2) Una revolución esencialmente obrera, que ante las contradicciones del capitalismo se levantaron en armas, dando respaldo al llamado maderista para buscar la democracia política y, posteriormente, las reivindicaciones laborales. 3) La entrega que hizo el porfiriato de la economía al capital extranjero generó una ola nacionalista que en cierto momento terminó por derrocar al régimen que desnacionalizó el capitalismo. 4) El autoritarismo porfirista agotó su legitimidad y sus posibilidades de continuidad, tanto por el envejecimiento de la clase política (incluido el dictador) como por la falta de movilidad política y de incorporación de nuevas élites al régimen.

De estas cuatro grandes líneas de explicación dice Schettino—, las tres primeras, de índole económico y social, son justo las que aportan los elementos legitimadores del régimen que surgió tras la Revolución, pero es la cuarta, de orden esencialmente político, la que más se aproxima a la realidad, aunque la legitimidad que aporta al nuevo orden es más bien modesta (la defensa del voto y la movilidad política). Aunque Schettino no recurre como referencia a la vasta bibliografía sobre la sociología de las revoluciones, en esencia sus conclusiones coinciden con las emanadas de los enfoques no marxistas de ese fenómeno. Vienen a mi mente el estudio clásico de Crane Brinton, Anatomía de la revolución, desde un ángulo histórico, y las aportaciones de Samuel Huntington, desde una perspectiva politológica. Ambos coinciden en señalar que no es una crisis económica profunda, la movilización de la clase proletaria (que apenas si se esboza en los países que experimentan estas revoluciones) o una amplia y concertada rebelión campesina (aunque en todas se incorporan movilizaciones campesinas, generalmente inconexas y regionales), lo que explica la caída del Antiguo Régimen, sino justamente la estructura misma de esos regímenes: autocracias cerradas y anquilosadas, incapaces de incorporar a nuevas élites movilizadas políticamente, no a causa de una profunda crisis económica, sino estimuladas y fortalecidas por un periodo de expansión y modernización socioeconómica impulsada por los propios autócratas (los borbones en Francia, los zares en Rusia, los manchúes en China y el porfiriato en México). El detonador es la propia incapacidad de los autócratas para entender que ha llegado el momento de abrir el sistema político (con lo cual se hubieran evitado los estallidos revolucionarios), con reformas incluso modestas, pero eficientes para renovar y airear un tanto la agotada autocracia, cuya legitimidad política se había casi esfumado.

Uno de esos mitos fundadores consiste en presentar a Francisco I. Madero como el líder real del movimiento que removió del poder al viejo dictador. Madero fue sin duda el iniciador formal de la Revolución, pero los diversos focos de insurrección apenas tuvieron conexión con el mártir democrático, al que ni siquiera obedecían militarmente. Y más que la convocatoria de Madero a tomar las armas, fue la caída del propio Díaz lo que, ante el vacío de poder, desató el mayor número de levantamientos en distintos puntos. La mayoría por reivindicaciones locales, agravios personales y ambiciones de poder, pero, paradójicamente, dirigidas contra el gobierno de Madero (como claramente lo fue el zapatismo con su lema “Tierra y Libertad”). Madero fue un aprendiz de brujo cuyos sortilegios revolucionarios rápidamente salieron de su control (como sucedió con casi todos los líderes moderados de otras revoluciones: los girondinos en Francia, Kerensky en Rusia y Sun Yat Sen en China). El propio Madero desconfiaba de las revoluciones pues creía —con razón— que generaban un enorme costo humano, social y económico, sólo para encumbrar en el poder a una nueva élite que, olvidándose pronto de sus promesas democráticas, daba pie a un renovado autoritarismo no muy distinto del que había derrocado. El porfirato mismo —cuya bandera original fue “sufragio efectivo, no reelección— era prueba de ello. Y creyó Madero conjurar ese evidente riesgo preservando la estructura administrativa y militar del porfiriato, sin prever que eso mismo incubaría el germen de la contrarrevolución. Pero en cuanto a que de una revolución sólo puede surgir un nuevo autoritarismo, Madero no se equivocó (como la dictadura napoleónica, el régimen bolchevique, el nacionalismo taiwanés, el nacionalismo chino y el priismo mexicano). Y las “conquistas de la Revolución” fueron también incorporadas —frecuentemente de manera más eficaz— en una serie de países que no experimentaron una revolución social. Schettino contribuye pues a desnudar ese gran mito revolucionario, que prevalece profundamente en nuestra conciencia política y aún se enseña en escuelas y universidades.

1 comentario:

muahaha© dijo...

Hola, interesante post. Voy a comprar el libro.