No conozco a ningún mexicano (salvo a mí mismo) que haya leído o esté leyendo el libro de Vicente Fox recién traducido al español, La revolución de la esperanza (es que hay distintos niveles de masoquismo literario). Es un libro que claramente está dirigido al público estadunidense, lo que se nota por la forma de dirigirse al lector, los ejemplos y los símbolos que utiliza. Quizás el interés de haber escrito este libro para los estadunidenses responda al mayor mercado que hay allá. O bien, pensó que ahí mantiene una buena imagen, mejor en todo caso que la que conserva entre los mexicanos.
El asunto es que, desde el primer momento, se percibe cómo Fox utiliza símbolos e imágenes caros a los estadunidenses, así haya tenido que distorsionar un tanto la realidad. Por ejemplo, se presenta como un “muchacho campesino” que, gracias a su esfuerzo y tesón estrictamente meritocrático, logró ascender en la escala social y económica, para culminar en la presidencia misma de la República. Una trayectoria que suele entusiasmar mucho a los estadunidenses. Afirma Fox que, “como las mejores historias americanas, la mía ofrece la esperanza de que cualquier muchacho campesino pueda llegar a ser presidente de una gran democracia”. Y agrega que “este es un sueño que se realiza… sólo en las Américas”. Claro que no aclara que, en México, ser un “muchacho campesino” significa un alto nivel de marginación social y económica, sufrir discriminación de varios tipos, contar con pocas oportunidades de educación y ascenso social, que no corresponde ni de lejos a la situación que vivió Fox. Fox tuvo acceso a buenas escuelas, incluida la Universidad Iberoamericana durante la licenciatura, así como viajes y otros recursos que difícilmente tiene un “muchacho campesino” en México. Pero seguramente habrá lectores estadunidenses que, de no conocer su trayectoria real, vean en él a un moderno Benito Juárez (salvo por no ser de raza indígena) o, más probablemente, un Abraham Lincoln.
Fox se presenta también no sólo como un activista político en pos de la democracia, sino como un auténtico revolucionario, aunque no bajo la connotación que a ese término dan los priistas ni menos el que le confiere la izquierda marxista. Es un revolucionario por enfrentar y derrotar a un añejo régimen autoritario, cual David frente a Goliat. Eso es en parte cierto, si bien no bastó, como sugiere Fox, para desmantelar ese régimen y sustituirlo por una auténtica democracia, empeño que abandonó a poco tiempo de llegar a Los Pinos. Pero haber derrotado al PRI lo ubica históricamente según él en un nivel semejante al de Nelson Mandela, Martin Luther King o Vaclav Havel, los cuales lograron “movilizar a millones mediante el ejemplo de su valor y la fuerza de sus ideas”. Bueno, si nadie más lo dice, no queda más remedio que decirlo uno mismo.
Pero Fox también se siente revolucionario por el estilo con el que enfrentó al PRI: estilo bronco, pendenciero y revoltoso. Recuerda cómo en la campaña de 1988 en la que competía para ser diputado—, junto a Manuel Clouthier, subió al estrado agitando el estandarte de la Virgen de Guadalupe evocando al revolucionario Hidalgo mientras gritaba: “Quedan muchas Alhóndigas por quemar”, y repetía aquella famosa frase de un jefe cristero: “Si avanzo, síganme. Si me detengo, empújenme. Si retrocedo, mátenme”. Por fortuna, nadie se tomó en serio esta última exhortación. Desde luego, no podía faltar la comparación de su propia gesta con la de Francisco Madero, el revolucionario demócrata: “Después de nuestra propia revolución democrática y pacífica, recordé el ejemplo de Madero”. Pero Fox se queja de que Madero “ha sido desdeñado por revisionistas del PRI como un dirigente débil, carente de energía para castigar a sus enemigos… un presidente vacilante”. Curiosamente, esos historiadores, sean o no del PRI, tienen razón al caracterizar de esa forma a Madero, y justo en eso sí hubo parecido entre el apóstol y Fox. ¿O acaso llamó a cuentas a alguien del régimen priista? Dijo hace tiempo Enrique Krauze, con razón, que Fox se parecía a Madero en que, políticamente hablando, “no sabía que no sabía”. En su defensa, Fox recuerda las palabras de don Francisco: “Derroté a un dictador, no pretendo volverme otro”. Algo que no puede aplicarse del todo al caso de Fox. Derrotó al régimen priista, cierto, pero su desempeño no fue muy distinto al de un presidente priista, al menos en lo que hace a su compromiso democrático.
Incluso, el último presidente del PRI (hasta ahora), Ernesto Zedillo, queda hoy mejor parado en lo que hace a la democratización, algo que de alguna manera reconoce Fox: “Mi propio predecesor, Ernesto Zedillo, dirigió la transición de nuestro país a la democracia… es un ex presidente (nótese, ex presidente) tan honrado que realmente necesitaba trabajar para ganarse la vida” (tras haber dejado Los Pinos). Y más adelante agrega que, al reconocer su triunfo en 2000, “el presidente Zedillo demostró ser un verdadero demócrata… Fue un acto de integridad electoral que señalará para siempre al discreto economista como una figura histórica de la pacífica transición de México a la democracia”. Un lugar bien ganado que, en cambio, la historia le escatimará a Fox. Y es que, según él mismo afirma, “en el proceso político éramos simples aficionados; fuera del PRI, nadie sabía cómo funcionan las palancas de la maquinaria política mexicana. Pero sí sabíamos cómo vender una marca”. Y esa marca fue “dar a México la esperanza de que la democracia cambiaría sus vidas para bien”. Hasta ahí llegó, en efecto, la “revolución” foxista. En vender, mercado-técnicamente al electorado mexicano, la esperanza y la incumplida promesa de un auténtico cambio.
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