Los gobiernos latinoamericanos pueden hacer todas las cumbres que quieran para la cooperación contra el narcotráfico —como la recientemente celebrada en Cartagena de Indias— y autoengañarse todo lo que deseen, pero el problema no se resolverá con los esquemas tradicionales. Siempre podrán presentar avances relativos que probablemente oculten rezagos mayores. Por cada sicario o capo capturado, ¿cuántos continúan haciendo de las suyas y cuántos son reclutados o ascendidos? Por cada cómplice de los capos descubierto dentro de los aparatos de seguridad, ¿cuántos seguirán operando sin haber sido detectados y cuántos se venderán por primera vez a los cárteles? Por cada decomiso de droga hecho, ¿cuánta más circula hasta llegar a su destino? Por cada arsenal descubierto y retenido, ¿cuántos no lo son? Por cada caso en que se aplica la ley, ¿cuántos hay de impunidad? Los gobiernos nos dan cifras de lo primero, nunca de lo segundo, pues probablemente ni ellos mismos las conocen. Y aunque lo hicieran, no lo dirían, para no generar desánimo en la ciudadanía. Podrán nuestros mandatarios repetir una y otra vez que están ganando la guerra “aunque no lo parezca”, que no por eso tales fantasías se harán realidad. De seguro eso no lo creen ni quienes lo dicen. En todo caso, los mandos medios y bajos de las agencias de seguridad están seguros de que no van ganando la guerra contra los cárteles y, en cambio, crece la sensación de que les están poniendo una paliza. Ya se sabe que esa guerra no se gana ni se pierde de manera definitiva, como si fuera convencional (que no lo es y de ahí incluso lo inadecuado de llamarle “guerra”): los capos no derrocarán a ningún Estado para ocupar directamente el poder, pues ni siquiera está en sus planes (aunque quizá sí en el de las guerrillas, algunas de las cuales en la región también se dedican al narcotráfico o mantienen vínculos con los capos). Y difícilmente los gobiernos podrán erradicar por completo a las organizaciones de la droga mientras el narcotráfico siga siendo uno de los negocios más rentables del orbe.
El problema con la prohibición legal de la producción y comercialización de narcóticos es que genera un círculo altamente vicioso y, al parecer, incontrolable. Ante la demanda de drogas de cierta población, la prohibición crea de manera natural un mercado negro, que resultó ser endemoniadamente rentable. Por lo cual, quienes manejan ese mercado se hacen de recursos suficientes para desafiar con éxito a los estados mismos y a sus aparatos de seguridad y justicia. Tienen dinero para corromper a funcionarios, jueces, policías, militares, comprar armas de alto poder, mandar matar a altos mandos gubernamentales, cooptar a agentes de seguridad, infiltrar a otros, adquirir alta tecnología (aviones, lanchas y hasta submarinos). Con lo cual la tarea del Estado se complica enormemente: prevalece la impunidad, la violencia se incrementa, la seguridad pública se vulnera, los derechos humanos peligran, las instituciones políticas y judiciales se debilitan.
Por todo lo cual, tan absurda estrategia hace pagar a justos por pecadores. El conjunto de la sociedad debe asumir elevados costos económicos, sociales, institucionales, políticos y personales, sólo porque un grupo relativamente reducido de individuos ha decidido voluntariamente consumir determinados enervantes. En vez de dejar a estas personas asumir el costo personal y de salud de su decisión, se pone al Estado al servicio de un objetivo imposible de cumplir: erradicar la oferta de drogas para que los consumidores no puedan conseguirla, aunque quieran hacerlo. Pero no es posible borrar la oferta de drogas (como se ha demostrado históricamente) y, en cambio, los costos y los riesgos asociados a esa fantasía se extienden a los no consumidores, quienes constituyen la abrumadora mayoría de la sociedad. Pagan muchos justos por pocos pecadores, como pareció reconocerlo Felipe Calderón al referirse al desigual balance entre México y Estados Unidos en esta materia: “Ellos ponen los consumidores y, nosotros, los muertos”.
Pero más allá de nacionalidades y fronteras, esa injusticia se reproduce también dentro de cada país embrollado con el narcotráfico: podríamos decir que “ellos”, los consumidores, ponen el dinero para alimentar el negocio más rentable del mundo, y “nosotros”, los no consumidores, ponemos los riesgos y costos para combatir ese mal. Siendo “ellos” muy pocos y “nosotros” la abrumadora mayoría, la estrategia resulta sumamente injusta. Además de ineficaz, pues con ella no se logra impedir que los consumidores accedan a su droga favorita (y cuando ésta escasea o su precio se hace inaccesible, recurren a algún narcótico sustituto, según diversas investigaciones). Lo absurdo de esta estrategia se constata de nuevo con el hecho de que, al apretar al narcotráfico, los cárteles busquen ingresos alternos a través de, por ejemplo, el secuestro, según asegura el gobierno. ¿Es más racional dejar que ciudadanos sean secuestrados, torturados y muertos, con el fin de proteger hipotéticamente a quien por decisión propia se intoxica y hará lo posible por seguirlo haciendo?
Mejor sería que el Estado dejara a cada individuo la libertad de consumir o no los narcóticos y en qué cantidad (como ocurre con el alcohol y el tabaco, que también llegan a destruir por completo la salud y la estabilidad de numerosas personas). ¿No sería más racional informar a los ciudadanos de lo destructivo y peligroso de las drogas, pese a estar disponibles en el mercado (y rehabilitar a quien ya es un adicto)? Si, pese a eso, un individuo decide consumir drogas, que asuma él las consecuencias en vez de hacerle pagar al resto de la sociedad el elevado precio que apenas estamos vislumbrando.
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