En un mundo más perfecto, el presidente de Honduras, Manuel Zelaya, estaría ahora mismo en una cárcel de su país a la espera de un juicio. El fiscal general de Honduras lo acusó de infringir la ley y la Corte Suprema ordenó su arresto en Tegucigalpa el 28 de junio.
Las Fuerzas Armadas hondureñas, sin embargo, decidieron sacarlo del país y enviarlo a Costa Rica cuando llevaron a cabo la orden judicial.
Su expulsión les ha dado a sus partidarios municiones para afirmar que fue tratado ilegalmente. Ahora, Zelaya es un "héroe" internacional de la izquierda. La secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, el dictador cubano, Raúl Castro, y el mandatario venezolano, Hugo Chávez, insisten que sea reinstituido en el poder. Su demanda no tiene fundamento. La detención de Zelaya fue legal, así como lo fue su destitución del cargo por parte del Congreso.
Si hay algo debatible sobre la crisis en Honduras es la pregunta de si el gobierno puede defender la expulsión del presidente. De hecho, tuvo muy buenas razones para esa medida y merecen la atención de Clinton si a ella le interesa defender la democracia.
Aparte de pisotear la constitución con vehemencia, Zelaya había demostrado que estaba listo para emplear violentas tácticas del chavismo para permanecer en el poder. La decisión de expulsarlo de inmediato fue tomada en el interés de proteger tanto el orden constitucional como la vida humana.
Dos incidentes ocurridos este año aportan pruebas. El primero ocurrió en enero cuando el país se preparaba a nombrar una nueva Corte Suprema de 15 miembros, como lo hace cada siete años. Una junta independiente formada de miembros de la sociedad civil había nominado a 45 candidatos. De esa lista, el Congreso debía elegir a los nuevos jueces.
Zelaya tenía sus propios candidatos en mente, incluyendo la esposa de un ministro, y sus nombres no estaban en la lista, por lo que empezó al legislativo. El día del voto, militarizó la zona alrededor del Congreso y, según la prensa, un grupo de hombres del presidente, incluyendo el ministro de Defensa, ingresó al Congreso sin invitación para aumentar la presión. El presidente del Parlamento tuvo que llamar a los guardias de seguridad para sacar al ministro de Defensa.
Al final, el Congreso se mantuvo firme y Zelaya se replegó. El mensaje, no obstante, había sido enviado: el presidente estaba dispuesto a usar la fuerza contra otras instituciones.
En mayo, hubo otra amenaza a la paz igualmente grave lanzada por el equipo de Zelaya cuando éste impulsó un plebiscito para rescribir la Constitución de manera ilegal. Debido a que no se permite al poder ejecutivo llamar a tal referendo, el procurador general había anunciado que pretendía imponer la ley contra Zelaya.
Una semana después, unos 100 instigadores indígenas, armados con machetes, se presentaron en la oficina del fiscal general, Luis Rubí. "Hemos venido a defender la segunda fundación de este país", anunció el líder del grupo, Salvador Zúñiga. "Si se nos es negado, recurriremos a la insurrección nacional".
Estas experiencias atemorizaron a los hondureños porque sugirieron con firmeza que Zelaya, quien se había alineado a Chávez, ahora estaba emulando la toma de poder del mandatario venezolano. Otros protegidos de Chávez —en Bolivia, Ecuador y Nicaragua— han hecho lo mismo, al rehusarse a aceptar controles a su poder y socavar las instituciones.
Fue el uso de intimidación de turbas de parte de Zelaya contra opositores lo que llevó a su exilio. Los hondureños dicen que les preocupaba que si Zelaya se quedaba en el país después de su arresto, sus partidarios hubieran fomentado la violencia para tratar de derrocar al gobierno interino y restituirlo en el poder.
No sería la primera vez. Gonzalo Sánchez de Lozada, presidente democráticamente electo de Bolivia, fue destituido en 2003 con las mismas tácticas. Militantes antigobierno entrenados años antes por terroristas peruanos y financiados por Venezuela y con el dinero del narcotráfico de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) habían sitiado La Paz. Cuando la ciudad se quedó sin provisiones, Sánchez de Lozada emitió un decreto para que guardias armadas acompañaran a los camiones de alimentos y combustible. Los rebeldes, que tenían armas y dinamita, se enfrentaron a los guardias. Sesenta personas murieron. El presidente fue presionado a renunciar.
Sánchez de Lozada me dijo por teléfono la semana pasada que presentó una carta de renuncia al Congreso Boliviano recién cuando Estados Unidos amenazó con cortar la ayuda si él abandonaba el país sin dimitir. Firmó bajo coacción, pero la carta fue luego utilizada por la comunidad internacional para respaldar lo que era efectivamente un brutal golpe a la democracia dirigido desde Caracas.
El hecho que la Organización de Estados Americanos (OEA) y EE.UU. nunca defendieron al presidente boliviano no puede pasar inadvertido entre los hondureños o los chavistas. Se puede apostar que Venezuela tratará de orquestar problemas similares en un intento por condenar al nuevo gobierno. Los patriotas hondureños tienen mejores probabilidades contra esa estrategia con Zelaya fuera del país, aun si Washington y la OEA no lo aprueben.
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