23 de junio de 2008

Ángulos de la democracia participativa

José A. Crespo

A raíz de la propuesta de los obradoristas de someter a consulta la reforma petrolera de Felipe Calderón, se ha suscitado un sano debate sobre la importancia, la conveniencia y los límites de la democracia participativa, aquella que contrasta con —o complementa— a la representativa. La introducción del plebiscito, el referéndum y la consulta popular, entre otras figuras de democracia directa, prácticamente existe en todas las democracias avanzadas y en muchos países que aspiran a eso. También han sido mal utilizadas, para manipular y legitimar decisiones cupulares, en naciones menos democráticas. Es un debate que debiera darse de manera separada al correspondiente a la reforma petrolera, para no contaminarlo, pues, por ejemplo, quienes están a favor de esa reforma, como claramente es el PAN, ven hoy vicios a la democracia participativa que no vieron durante décadas, cuando la promovían. La acusan ahora de ser “una vacilada” (igual que los priistas, cuando la proponían los panistas). Muchos empresarios que plantearon un “referéndum por la libertad” (es decir, en contra de la reforma electoral), organizado por el IFE “ciudadano” (es decir, el que nombraron exclusivamente Elba Esther Gordillo y Felipe Calderón), ahora señalan que este mecanismo “es una táctica para abortar los cambios que requiere Pemex”. De la misma manera, el PRD no quiso someter a consulta abierta la despenalización del aborto. Es decir, como siempre, todo según la conveniencia inmediata de los actores políticos.

1) La democracia participativa permite a los ciudadanos intervenir o influir en decisiones que atañen a su respectivo interés, por lo que se asume que optará por lo más racional (al menos subjetivamente, que no siempre lo es objetivamente). Y es que, en la democracia representativa, los legisladores electos constituyen un minúsculo grupo con respecto al cuerpo electoral (los diputados representan, cada uno, a 82 mil electores activos en promedio). Además, existe el elevado riesgo de que dichos representantes tomen decisiones a partir de sus intereses particulares, frecuentemente distintos de los de sus representados. Ese riesgo es inherente a toda representación política, como lo explica la famosa “ley de hierro de la oligarquía”.

2) La democracia representativa es, en realidad, una oligarquía electiva con algunos mecanismos de rendición de cuentas, lo que permite rescatar varios elementos de la democracia primigenia (y eso, cuando los votos se cuentan bien). Sin embargo, es la única forma posible de democracia en sociedades de masas, pues la democracia directa es sólo factible de manera cabal en organizaciones pequeñas y simples. Lo cual en parte es subsanado al permitir que, en ciertos temas considerados trascendentales, la ciudadanía decida o, al menos, se exprese.

3) Pero en México la democracia representativa funciona a la mitad: sólo va de ida (al elegir a los legisladores), pero no de vuelta (pues con la no reelección evaden rendir cuentas a sus electores). Por ello, una propuesta razonable, como la de Enrique Krauze, de realizar la consulta mediante una comunicación de los ciudadanos a sus legisladores, no lograría aquí sus propósitos. La carrera política de diputados y senadores no depende del voto ciudadano, sino de su cúpula partidista. Cuando hay contradicción entre la línea del partido y la voluntad del elector, ¿por dónde se irá el legislador? Es evidente.

4) Se dice, para argüir contra la consulta, que los electores ya decidieron en las urnas la política petrolera que querían, pues al votar por tal o cual partido respaldaron sus programas sobre diversos temas, entre ellos el energético. Pero eso es más teoría que realidad. Los electores votan a favor de un partido o candidato por diversas posibles razones, entre las cuales puede no estar en absoluto lo que ese partido proponía en tal o cual tema. La plataforma petrolera difícilmente fue analizada por los electores y no siempre aparece detalladamente en los programas partidarios. Además, partidos y candidatos, una vez electos, suelen cambiar sus propuestas de campaña en mayor o menor medida. Aparte, se puede estar de acuerdo con una promesa de campaña, mas no con la forma en que ésta se concreta desde el poder. Por eso resulta tan difícil, si no es que imposible, descifrar el “mandato de las urnas”.

5) Sin embargo, no sólo el tamaño demográfico de las sociedades modernas obstruye el ejercicio de la democracia directa, sino también el conocimiento especializado. Hay decisiones técnicas y sofisticadas que el ciudadano promedio no puede comprender en poco tiempo. No se trata de decir que el “pueblo es ignorante”, sino de reconocer que los especialistas dominan ciertos temas en una medida más profunda que el resto de sus conciudadanos. Y eso no es un insulto. Un médico prominente no tendría por qué sentirse ignorante o tonto si no sabe nada de construcción y encarga hacer su casa a un arquitecto (así como el arquitecto prefiere ponerse en manos de un cirujano para una operación).

6) Pese a ello, en las democracias avanzadas eso no se ve como un obstáculo insuperable para someter a la decisión ciudadana diversos temas de trascendencia nacional y que a veces implican un conocimiento sofisticado, pero que son, sobre todo, una decisión política. En todo caso, una mera consulta resulta menos arriesgada al no tener efectos vinculantes y permite conocer el punto de vista de los ciudadanos, con más precisión que las habituales encuestas. La consulta ciudadana ya está planteada en el artículo 26 constitucional. Falta regular con precisión y cuidado el referendo y el plebiscito. Pero no hubiera estado nada mal que el Ejecutivo federal utilizara su facultad constitucional para preguntar a los ciudadanos cómo ven su propuesta. Un poco de democracia directa podría compensar los graves problemas que tenemos en nuestra democracia semirrepresentativa.

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