11 de marzo de 2009

Empleos: Promover, no proteger

Arturo Damm

El objetivo de proteger el empleo es un despropósito, cuyo resultado es la antieconomía, es decir, el despilfarro de recursos.

Nuestros legisladores nos informan de los esfuerzos que han hecho, en estos tiempos de recesión, para proteger el empleo, algo que, sin dedicarle más análisis, parece correcto, por todo lo que el empleo significa, desde lo psicológico (saberse útil) hasta lo económico (ser capaz de proveer). Sin embargo, analizando con detenimiento el objetivo de proteger el empleo, resulta que es un despropósito, cuyo resultado es la antieconomía, es decir, el despilfarro de recursos. Lo que se debe hacer es promover la creación de empleos productivos, no la protección de empleos que, si requieren ser protegidos, es porque no son productivos, siendo por lo tanto antieconómicos.

El progreso económico significa que lo bueno sustituye a lo malo, lo mejor a lo bueno, y lo excelente a lo mejor, a lo largo de un proceso que Schumpeter llamó de destrucción creativa, misma que alcanza no solamente a los bienes y servicios y producidos, sino a las personas que los producen, lo cual quiere decir que los buenos trabajos sustituyen a los malos, los mejores a los buenos, y los excelentes a los mejores, todo ello determinado por la productividad, sobre todo económica, que se define como la capacidad para producir aquellas mercancías que los consumidores demandan. Más allá de la productividad ingenieril, definida como la capacidad para hacer más con menos, lo que importa es la productividad económica.

Supongamos que, por obra y gracia del proceso de destrucción creativa, aparece en el mercado la mercancía X, que sirve mejor, que la mercancía Y, a los consumidores, razón por la cual estos sustituyen Y por X. ¿Qué quiere esto decir? Que todo el trabajo utilizado en la producción de Y resulta, desde el punto de vista económico, improductivo, porque se dedica a producir una mercancía que los consumidores ya no necesitan. ¿Cuál es la solución al problema? En primer lugar, la eliminación de esos trabajos improductivos y, en segundo término, la creación de nuevos empleos productivos. Dicho de otra manera: la sustitución de trabajo improductivo por trabajo productivo, es decir, el paso de la antieconomía (uso de trabajo en contra de las necesidades de los consumidores) a la economía (uso del trabajo a favor de las necesidades de los consumidores). En pocas palabras: el paso, en materia laboral, de lo malo a lo bueno, o de lo bueno a lo mejor, o de lo mejor a lo excelente.

¿Qué sucede si el gobierno decide proteger el empleo de quienes se dedican a la producción de Y? Independientemente de cómo lo haga (hacer que puede ir desde el subsidio a la producción de Y, obligando a los contribuyentes a pagar por lo que, como consumidores, no estarían dispuestos a desembolsar un peso, hasta la prohibición de despedir trabajadores, obligando a los empleadores a pagar un trabajo por el cual, sin la prohibición, no pagarían un peso), el resultado es siempre el mismo: la preservación de una mala asignación del trabajo, en contra de la productividad, sobre todo la económica.

Proteger el empleo, sobre todo cuando la protección la brinda el gobierno, no tiene sentido. Lo que sí lo tiene es la promoción de empleos productivos, promoción que pasa, irremediablemente, por la promoción de la inversión, lo cual a su vez reclama la competitividad del país, entendida como la capacidad para atraer, retener y multiplicar capitales, competitividad que en México deja mucho que desear, con una calificación de 7.4, y el lugar 60 entre 134 países, según el Índice de Competitividad Global, del Foro Económico Mundial, competitividad que depende del marco institucional, reglas del juego que son responsabilidad de los legisladores a quienes, en general, el tema les tiene sin cuidado. ¡Por eso estamos como estamos!

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