15 de abril de 2009

1968 y los derechos humanos en México

Natalia Saltalamacchia Ziccardi

LAS FECHAS SIMBÓLICAS suelen convertirse en resortes para reflexionar sobre algún suceso que dejó huella; sobre acontecimientos cuya pulsión perduró intelectualmente, colocándose bajo la piel de la historia, incluso si muy pronto se agotaron materialmente. Es el caso de los movimientos estudiantiles que sacudieron al mundo occidental en 1968, un fenómeno que se extendió desde Praga hasta París, se contagió a Londres, Turín y Bonn, se manifestó en las calles estadounidenses y se apropió de tantos otros lugares, como la Ciudad de México. Esta insurgencia juvenil no fue, qué duda cabe, una casualidad, sino el producto de un ethos generacional; fue, ante todo, una explosión de hartazgo frente al orden conservador dirigido por sus mayores. Su hilo conductor a través del globo fue la impugnación —colérica y alegre a la vez— del statu quo en sus distintos ropajes locales, ya fuese la opresión soviética, la sociedad capitalista consumista y autocomplaciente, el belicismo imperialista de Vietnam, la segregación racial o las prácticas antidemocráticas de un partido político dueño de todo el poder.

Sucedió hace 40 años y fue un movimiento telúrico, corto en duración, pero de largo aliento en términos de su impacto cultural y también, en algunos casos, de sus consecuencias políticas. El reciente debate sobre el mayo francés lo confirma: Nicolas Sarkozy ubicó ahí el origen de todos los males de Francia, el momento en el cual, desde su perspectiva, se impuso la idea de que “se había acabado la autoridad, la cortesía, el respeto; de que no había nada grande, nada sagrado, nada admirable”. Del otro lado de la palestra respondió Ségolène Royal citando, en contrapunto, los “formidables avances en términos de la conquista de la libertad, de la igualdad entre el hombre y la mujer, y de los derechos sindicales”, conquistas que, uno podría añadir, constituyen nada menos que el telón de fondo que hizo finalmente viable, en 2008, la candidatura de un afroamericano para ocupar la Casa Blanca.

Lo cierto es que tanto los seguidores como los detractores en las sociedades tocadas por este fenómeno suelen coincidir al menos en un punto: las cosas ya no fueron iguales después del movimiento del 68. Y en ese sentido, México no es la excepción: la historia política del siglo XX mexicano puede contarse con un antes y un después de los acontecimientos de aquel año y, sobre todo, de aquella tarde de octubre en la que se abrió fuego en contra de una multitud inerme en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. La viñeta publicada por Abel Quesada en el periódico Excélsior del 3 de octubre de 1968 —titulada “El otro muerto” y en la que un féretro con la insignia “statu quo” es arrojado al mar— da cuenta de que incluso sus contemporáneos tuvieron conciencia de ello.

A lo largo de las últimas cuatro décadas, muchos mexicanos se han afanado por hacer cuentas con este pasado. En el juego de sumas y restas, en la disputa por el significado político y social del 68, han participado académicos e intelectuales, miembros de la clase política y protagonistas del movimiento, organizaciones gremiales y ciudadanas, y muchos otros. Y es que el legado del 68 corre por múltiples avenidas. Una de ellas, quizá menos conocida o estudiada, se refiere a su impacto directo e indirecto en la formación de un movimiento por los derechos humanos en el país. En efecto, los antecedentes más remotos de dicho movimiento —que adquiriría cuerpo y fuerza mucho más tarde, a principios de la década de los noventa— se encuentran ahí, en la respuesta de algunos ciudadanos que, frente al abuso de poder por parte del Estado, “descubrieron” el paradigma de los derechos humanos y de su fuerza legitimadora.

LOS DERECHOS HUMANOS EN EL MÉXICO DE 1968

COMO SEÑALAN DIVERSOS AUTORES, la movilización estudiantil de 1968 representó para el régimen del partido hegemónico en México un desafío diferente a lo acostumbrado: en primer lugar, porque provino principalmente de los jóvenes de la clase media beneficiada por las políticas desarrollistas encabezadas por los gobiernos posrevolucionarios; en segundo lugar, porque —a diferencia de otros movimientos, como el ferrocarrilero, el magisterial y el médico que le precedieron— no planteó demandas gremiales, sino reivindicaciones de índole civil y general que apuntaban a debilitar los cimientos del autoritarismo priísta. Como en todos los movimientos sociales, existieron por supuesto variaciones en las posiciones políticas de los participantes y distintas ideas sobre las razones últimas de su movilización. Sin embargo, las demandas puntuales incluidas en el pliego de peticiones presentado al gobierno —entre las que destacaban la libertad a los presos políticos y la derogación de los “delitos de disolución social” según el Código Penal— estaban muy lejos de ser radicales o revolucionarias. De hecho, eran sorprendentemente mesuradas para los franceses, italianos o alemanes que observaban la acción de sus coetáneos de este lado del Atlántico.

Visto en conjunto, lo que en sustancia se reivindicó en 1968 fue la vigencia real de las libertades democráticas y el respeto a la letra de la Constitución. Debido al núcleo de sus demandas y pensado desde las categorías mentales del México de hoy, resulta tentador describir —como lo ha hecho el escritor mexicano Carlos Monsiváis— el movimiento estudiantil de 1968 como una gran movilización social a favor de los derechos humanos. Sin embargo, no fue razonado ni articulado así por sus jóvenes protagonistas en aquel tiempo. La razón primordial, y que antecede a cualquier otra consideración política, es simple: a finales de los años sesenta, el discurso de los derechos humanos como tal estaba fuera del radar de la sociedad mexicana, en particular, y latinoamericana, en general. Es decir, era fundamentalmente desconocido, y los distintos movimientos sociales del país y de la región no acudían a este paradigma para interpretar o desafiar las relaciones y las estructuras de poder imperantes. En una zona del mundo caracterizada por la pobreza, la exclusión y la polarización socioeconómica, el desarrollo y la transformación radical de la estructura social eran los temas privilegiados por los intelectuales y los líderes políticos de la época. En 1972, por ejemplo, Amnistía Internacional (AI), fundada 11 años atrás, se lamentaba por “la inexistencia de movimientos por los derechos civiles en América Latina”.

El movimiento estudiantil mexicano fue peculiar en este sentido. Al invocar la Constitución para exigir el respeto a las “libertades democráticas” y a las “garantías individuales” de los ciudadanos, se acercó, sin saberlo o sin tener conciencia de ello, al paradigma de los derechos fundamentales, es decir, de los derechos humanos como derechos legales reconocidos en el ordenamiento jurídico nacional. Medió para ello una razón de oportunidad política: al fincar la legitimidad de sus reclamos en este documento fundacional, se pretendió enfrentar al gobierno mexicano con su propio discurso demagógico, es decir, con aquella retórica que continuamente elogiaba y veneraba a la Constitución emanada de la Revolución, para después ignorarla a conveniencia. Como ha dicho Jesús Silva-Herzog Márquez, la Constitución era entonces considerada como “fuente de inspiración, pero no de obligación” para la clase gobernante. Mediante sus planteamientos, el movimiento estudiantil impugnó este entendimiento colectivo, incrustado en la cultura política del país.

Así, en el discurso y en las acciones concretas del movimiento, predominó en términos generales una lógica reformista que pretendía, ante todo, generar cierta apertura en un sistema político percibido como asfixiante y cuyas principales estrategias fueron la movilización social y la exigencia de un diálogo público con las autoridades. Esto ocurrió, por supuesto, sin menoscabo de que algunos de sus participantes concibieran individualmente sueños revolucionarios e imaginaran su posible concreción en algún futuro no cercano. Ese futuro pareció adelantarse para muchos ante la respuesta represiva —abierta y contundente— del gobierno de Díaz Ordaz. La masacre de Tlatelolco terminó con aquel movimiento estudiantil, pero no con la disidencia política. Entre otras cosas, radicalizó a cientos de jóvenes que optaron infelizmente por responder a la violencia estatal con más violencia. Las guerrillas urbanas y rurales comenzaron a brotar en el país y, con ellas, la acción estatal, fundamentalmente clandestina e ilegal, dirigida a aniquilarlas. Ambas circunstancias —Tlatelolco con sus decenas de muertos, centenares de heridos y miles de encarcelados, así como la detención arbitraria, la tortura y las desapariciones forzadas que caracterizaron a la guerra sucia en México— dieron pie a la formación de las primeras organizaciones civiles mexicanas que adoptaron el referente de los derechos humanos.

ORGANIZACIONES PIONERAS EN LA DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS

EN EL ORIGEN DE CUALQUIER RECLAMO fundado en los derechos humanos, hay un agravio de fondo, una circunstancia en la que el goce de determinados derechos básicos —como la libertad personal o la integridad corporal— se ve negado o amenazado, y por algún motivo no se encuentra remedio a través de la justicia ordinaria o del marco legal imperante. En muchos países de América Latina, por ejemplo, el discurso de los derechos humanos hizo una incursión decidida durante la década de los setenta cuando, a raíz de la proliferación de regímenes militares, se canceló cualquier legalidad y se arrancó de tajo todo derecho. En aquellas situaciones caracterizadas por una intensa arbitrariedad y el uso predatorio del poder del Estado, distintos actores sociales latinoamericanos —incluso los más refractarios ubicados en la izquierda radical— terminaron por valorar, aprender e incorporar este sistema de ideas. Desde la convicción o desde la estrategia política, aquellos grupos que fueron víctimas de la represión estatal y de sus allegados, ya sea dentro de sus países o en el exilio, recurrieron al discurso de los derechos humanos para fundar sus denuncias contra el autoritarismo y para salvar vidas.

En México sucedió algo similar, aunque en muy pequeña escala debido a las características particulares del sistema autoritario mexicano y a su capacidad para administrar las contradicciones político-sociales sin recurrir a la suspensión del orden formalmente democrático. Tlatelolco dio pie a la creación de una de las primeras organizaciones mexicanas defensoras de los derechos humanos —la sección mexicana de Amnistía Internacional— e impulsó a otra más antigua —el Centro Nacional de Comunicación Social (Cencos)— a convertirse en abanderada de esta causa. En ambos casos, el incentivo fue el mismo: la indignación por aquel sacrificio colectivo y la subsiguiente batalla por liberar a los presos políticos, estudiantes y maestros, confinados en la cárcel de Lecumberri. Más adelante, a mediados de los años setenta, una tercera organización se integró en este conjunto: el Comité pro Defensa de los Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos, después bautizado como Comité Eureka. Esta agrupación, conformada principalmente por familiares de personas desaparecidas o detenidas en el curso del combate a la guerrilla, pronto se erigió en un actor muy combativo y militante.

Lo que distinguió a estos grupos de otros que en su momento persiguieron objetivos similares fue que poco a poco comenzaron a concebir y a representar discursivamente las diversas instancias de abuso de poder —ya fuera la supresión del debido proceso legal, la tortura durante los interrogatorios policiales o el pisoteo a la libertad de expresión— como un conjunto de violaciones a los derechos humanos. En un país en el que, salvo alguna excepción, ni siquiera los juristas o los intelectuales utilizaban esta matriz teórico-conceptual para describir e interpretar los problemas sociopolíticos de México, éste fue un hecho notable. Dado que el referente de los derechos humanos estaba ausente en el universo cultural de los mexicanos, la pregunta obligada es cómo llegaron hasta ahí los líderes y miembros de Cencos, de la sección mexicana de Amnistía Internacional y del Comité Eureka.

LA DIFUSIÓN NORMATIVA TRASNACIONAL

LA HISTORIA ES LARGA Y RICA en pormenores; no obstante, es posible identificar algunos factores en común. El primero se refiere a la mayor disposición que suelen tener las personas que hacen frente a situaciones personales críticas para ampliar su repertorio de ideas y de referentes con el objetivo de encontrar la solución a un problema grave. En este caso, por ejemplo, personas como Alicia Escalante y Rosario Ibarra —fundadoras de AI-México y del Comité Eureka— se enfrentaron a la urgencia de rescatar a sus hijos del encarcelamiento arbitrario o del hoyo negro de la detención-desaparición forzada, respectivamente. Sin embargo, la traducción de un sentimiento de injusticia y de pérdida personal en un esfuerzo organizativo, así como su vinculación con la causa de los derechos humanos, requirió un proceso de aprendizaje.

El segundo factor en común se refiere a ciertas características del proceso, que en este espacio pueden apenas apuntarse. Fue después de transitar por un camino individual de puertas institucionales cerradas y vías legales totalmente bloqueadas cuando estas mujeres tomaron la decisión de orquestar algún tipo de acción colectiva y salir de sus hogares para participar por primera vez en la vida pública del país. E, igualmente, fue la búsqueda infructuosa de remedios en la arena nacional lo que las empujó a buscar ayuda fuera de México, particularmente la de organizaciones internacionales de derechos humanos, como AI, la Comisión Internacional de Juristas (CIJ) o la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH). Esto generó, en una etapa muy temprana, los primeros vínculos trasnacionales relacionados con la defensa de los derechos humanos en México.

Lo que en ambos casos inició como un llamado contingente a la solidaridad internacional, terminó por convertirse en una relación estructural y mutuamente provechosa, particularmente con AI. Después de experimentar en primera persona el apoyo de Amnistía Internacional en el caso de su hijo y de otros participantes del movimiento del 68, Alicia Escalante se propuso —junto con otras personas, como el profesor universitario Héctor Cuadra— inaugurar la sección mexicana de dicha federación global de defensores de derechos humanos. Amnistía plantó así uno de sus primeros pies en toda Latinoamérica, justo antes de que la sombra del autoritarismo militar comenzara a extenderse por la región. En los años subsiguientes, este grupo trabajaría en la defensa de los presos de conciencia y en el apoyo a los exiliados políticos de otros países, especialmente los chilenos.

Aunque su membrecía durante los años setenta nunca fue numerosa, la sección mexicana de AI dejó huella al menos en tres sentidos. En primer lugar, comenzó a diseminar el concepto de los derechos humanos en el espacio social mexicano y, aunque por distintas razones no encontró tierra particularmente fértil, algunos de sus miembros más jóvenes —como Mariclaire Acosta— se convirtieron en destacados líderes de la lucha por los derechos humanos en México. En segundo lugar, gracias a su existencia, la situación de los derechos humanos en México se mantuvo presente en la agenda de Amnistía Internacional en una época en la que, debido a las crisis humanitarias generadas por el terrorismo de Estado, otros países latinoamericanos eran considerados como prioritarios. Sólo así se explica que, en el curso de esta década, altos funcionarios del secretariado internacional de Amnistía hayan encabezado dos misiones de investigación en el país y produjeran el primer informe —es decir, el primer ejercicio de escrutinio internacional— sobre la situación de los derechos humanos en México del que se tenga cuenta. Por último, aunque oficialmente la sección mexicana no podía encargarse de los casos de violación a los derechos humanos en su propio país (siguiendo una política general de Amnistía Internacional), en la práctica, este grupo ayudó al secretariado internacional con sede en Londres y a otras secciones nacionales interesadas en México a comprender mejor el funcionamiento real de un sistema político que sabía ocultar bien sus vicios detrás del velo de la legalidad; asimismo, fungió como puente entre éstos y aquellos mexicanos que se acercaron buscando apoyo. Una de estas personas fue Rosario Ibarra, dirigente del Comité Eureka.

Durante estos años, Cencos, organización experta en el uso estratégico de la comunicación, prestó su ayuda decidida a las otras dos agrupaciones. Su presidente, don José Álvarez Icaza, les transmitió el mensaje de que “la represión funciona cuando es secreta”, por lo que era necesario recurrir a las denuncias públicas y mantener siempre una red nacional e internacional de apoyo. Seguramente atendiendo a estos consejos, el Comité Eureka hizo sus primeros contactos con Amnistía Internacional, cuyo prestigio y visibilidad habían escalado como resultado del Premio Nobel de la Paz recibido en 1977. Quizá también por ello, el Secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, aceptó reunirse con el Secretario General de AI, Martin Ennals, en enero de 1978. En esa ocasión, Ennals entregó, entre otras cosas, una lista de presos políticos y de 314 personas desaparecidas en México. De manera inusitada para los integrantes del Comité Eureka, cuyas denuncias no habían merecido jamás una respuesta pública o privada por parte de las autoridades, en este caso el gobierno respondió de forma inmediata. Apenas unos días después, dio a conocer un documento con referencias a la situación legal de cada uno de los presos a los que aludía Amnistía y anunció que se haría “una investigación exhaustiva sobre los supuestos secuestros y desaparición de personas”.

Para el Comité Eureka, el dato no estaba en la sustancia de esta respuesta, sino en su celeridad e incluso en el solo hecho de que existiera. El mensaje fue claro: la exhibición ante la audiencia internacional de los abusos cometidos en México era un talón de Aquiles para el gobierno, siempre interesado en proyectar la imagen de un país progresista y democrático, respetuoso de los derechos humanos. Mientras otros actores internacionales —y de manera destacada el gobierno de Estados Unidos, incluso en la era del presidente Carter— se mostraban totalmente desinteresados en apoyar o simplemente escuchar acerca del problema de la tortura y la desaparición de personas en México, algunas ONG internacionales de derechos humanos estuvieron dispuestas a colaborar en la investigación y difusión internacional de estas denuncias. Así pues, estas organizaciones se convirtieron en aliados naturales para el Comité Eureka que, a partir de entonces, abrió otro frente de lucha caracterizado por una intensa acción allende las fronteras del país.

Como sucedió con los fundadores de AI-México, el Comité Eureka llegó al paradigma de los derechos humanos por la vía de la difusión normativa trasnacional, es decir, mediante la relación con actores internacionales promotores de esta agenda. La relación de colaboración particularmente intensa y duradera forjada con Amnistía Internacional fue una correa de transmisión no sólo de ideas, sino también de estrategias de acción y de aprendizaje respecto a los mecanismos disponibles en el régimen internacional de derechos humanos para ventilar sus agravios e intentar movilizar sanciones simbólicas internacionales hacia el gobierno de México por su falta de respuesta ante el problema de los desaparecidos.

EL LENGUAJE DE LOS DERECHOS HUMANOS: UN PUENTE HACIA EL RESTO DEL MUNDO

COMO LOS ESTUDIANTES EN 1968, el Comité Eureka había comenzado su participación en la vida pública reclamando al Estado mexicano que respetara su propia legalidad, esto es, demandando la presentación con vida de sus hijos o de otros de sus familiares con base en las garantías individuales consagradas en la Constitución. Al adoptar después el lenguaje de los derechos humanos para referirse a la misma exigencia —algo que sus simpatizantes dentro de la izquierda mexicana, nacionalista o marxista, por lo general se negaron a hacer en aquel tiempo—, Eureka modificó simbólicamente los términos de su lucha: primero, añadió el componente de una prerrogativa moral a su exigencia legal; segundo, representó su situación en México como algo equiparable a lo que acontecía en otros países latinoamericanos y que, por cierto, el gobierno de México condenaba enérgicamente en su política exterior. Asimismo, mientras que la reivindicación de las “garantías individuales” era políticamente inteligible y jurídicamente exigible sólo en el ámbito nacional, el encuadre de sus demandas en términos de derechos humanos —es decir, de normas internacionalmente reconocidas— abría una ruta hacia la comunidad internacional y las instituciones multilaterales de derechos humanos.

Así, por ejemplo, cuando en 1980 se creó el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias en el seno de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, el Comité Eureka, en mancuerna con AI, presentó varias decenas de casos de ciudadanos mexicanos que fueron admitidos. De esta forma, en el histórico primer informe de dicho Grupo de Trabajo, hecho público en enero de 1981, México figuró entre los países en los que se reportaban personas víctimas de la desaparición forzada, al lado de otros catorce países abiertamente dictatoriales —como Argentina, Brasil, Chile, El Salvador, Guatemala Nicaragua, Sudáfrica, y Uruguay—. No era ésta buena compañía, mucho menos si se toma en cuenta que México había roto relaciones diplomáticas con algunos de estos Estados, precisamente por sus violaciones a los derechos humanos.
Es muy posible que estas consideraciones terminaran por convencer al gobierno de México de la necesidad de enviar un mensaje positivo en esta materia a la comunidad internacional. Lo cierto es que, después de un proceso interno expedito, en marzo de 1981, el Estado mexicano depositó las declaraciones de adhesión a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y al Pacto Internacional de Derechos Económicos y Sociales. Con ello, México adquirió por primera vez obligaciones jurídicas internacionales en materia de derechos humanos, lo cual cobraría importancia en el futuro, en la medida que los ciudadanos mexicanos se decidieron a activarlas en su beneficio.

ENTRE AYER Y HOY

A DIFERENCIA de muchos otros países latinoamericanos, el movimiento por los derechos humanos en México no despegó en los años setenta, sino que tuvo que esperar todavía otra década. En un país imbuido en la cultura del nacionalismo revolucionario, esta matriz de ideas que, en efecto, tenía el potencial de abrir rutas de ida y vuelta entre México y la sociedad internacional, no despertaba simpatías entre la mayor parte de la clase política. Para algunos, el discurso de los derechos humanos podía ser el caballo de Troya del intervencionismo estadounidense; para otros, la Constitución mexicana bastaba y sobraba. Más allá, se pensaba que era un discurso burgués, inútil e inocuo como vía de transformación social. No obstante, la represión de 1968 y después la guerra sucia fueron golpes suficientes para que algunos mexicanos fijaran su horizonte en la defensa de los derechos humanos. Sus organizaciones y aquellas otras internacionales con las que colaboraron sentaron un precedente, tanto en el plano discursivo como en el del activismo; también dejaron un registro histórico de las violaciones a los derechos humanos en los años setenta.

Hoy, el lenguaje de los derechos humanos es ampliamente conocido y reconocido por la sociedad mexicana. Se encuentra presente en forma constante en el discurso político y en el debate social. Se enseña en las universidades y es el tema de innumerables publicaciones. Se cita en las sentencias del Poder Judicial y cuenta con instituciones públicas autónomas abocadas a su promoción y a su defensa no jurisdiccional. Aunque la realidad impone un optimismo moderado, visto en perspectiva histórica, se debe reconocer que todo esto apunta hacia un cambio cultural, un cambio que, con idas y vueltas, comenzó a producirse hace aproximadamente 40 años.

NATALIA SALTALAMACCHIA ZICCARDI es profesora-investigadora del Departamento Académico de Estudios Internacionales del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM).

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