Algo bueno tenía que salir de la epidemia, como lo es la reducción de la publicidad electoral, y no estaría mal que los partidos políticos siguieran la propuesta.
Este puente probablemente será conocido, no como el de 5 de mayo —suceso histórico que hoy a nadie importa un comino— sino como el de la “influenza humana”. Un puente que ha resultado mucho más largo que los habituales y que, contrariamente a nuestros usos y costumbres, todos queremos que termine ya, tanto debido al riesgo que lo propició como por las graves pérdidas económicas que está provocando a diversos sectores (y al país en su conjunto). Algunos de los afectados recibirán indemnizaciones gubernamentales, pero no todos. Además, el turismo extranjero ha caído espectacularmente, por razones obvias. Algunas naciones han decretado un aislamiento del país, al suspender vuelos y, otros, nada más lo hacen recomendando a sus ciudadanos no venir. Y, al intentar entrar a Estados Unidos, basta un inoportuno estornudo o una tosida, para ser puestos en cuarentena allá. Y en Hong Kong trasladaron, a mexicanos que no presentaban síntomas, de su hotel al hospital, mediante engaños. Y algunos países nos exigirán visa cuando antes no lo hacían.
Pero no contentos con eso, los capitalinos ya tampoco estamos muy seguros haciendo turismo interno, pues, al vérsenos como portadores probables del virus (según una interpretación estadística que toma en cuenta los números absolutos de contagios y muertes, pero no la proporción relativa con respecto al tamaño de la localidad), podríamos ser recibidos a pedradas por nuestros anfitriones, como ocurrió en Guerrero y en San Luis Potosí. Sólo falta que a la enfermedad se le empiece a llamar, no influenza “porcina” o “humana”, ni siquiera “mexicana”, sino de plano “chilanga”. Y no faltó quien pidiera un cerco sanitario a la capital, en el que los habitantes de aquí quedaríamos en una especie de “arresto domiciliario regional” hasta nuevo aviso. De poco sirve, y en mucho perjudica, pues, que este puente de mayo se haya abierto prematuramente y se prolongue quién sabe hasta cuándo.
Esta nueva epidemia nos recuerda que todos los adelantos tecnológicos e incluso médicos no nos eximen de enfrentar nuevas enfermedades, gracias a la naturaleza mutable de los virus (que, como los narcotraficantes, pueden adaptarse al infinito a la adversidad y los ataques del exterior, con la diferencia de que los virus son más fáciles de controlar que los cárteles de la droga). El carácter mortífero de los virus reside sobre todo en su novedad, pues nos pillan sin los debidos anticuerpos, que sólo las vacunas adecuadas pueden desarrollar —cuando se inventan, que no es al día siguiente— o por haber padecido la enfermedad y sobrevivido a ella. De ahí la enorme capacidad letal de, por ejemplo, la viruela, cuando los españoles la importaron a tierras hoy mexicanas (se cree que a través de un esclavo negro traído por Pánfilo de Narváez) y provocaron que la población nativa fuera diezmada, antes y después de la caída de Tenochtitlán (murieron infectados de viruelas Cuitláhuac, el rey michoacano Zuangua, así como la legendaria Malinche, entre muchísimos otros). La enfermedad casi acabó con los oriundos de La Española (Haití y República Dominicana) y Cuba (ambas islas, hoy casi sin población indígena ni mestiza). Que muy pocos españoles muriesen de esa dolencia (por haber padecido, como pueblo, varias pestes), frente a los miles de indios infectados, reforzó en éstos la creencia de la naturaleza sobrehumana de los teules (semidioses) extranjeros. La epidemia fue considerada por algunos conquistadores como una gracia divina, que reflejaba claramente en qué equipo jugaba Dios: por ejemplo, Bernardino Vázquez de Tapia se congratulaba: “Milagrosamente, Nuestro Señor los mató (a los indios) y nos los quitó de delante”.
Pero algo bueno tenía que salir de la epidemia, como lo es la reducción de la publicidad electoral, y no estaría mal que los partidos políticos siguieran la propuesta del PAN (así sea electorera) de ceder el tiempo publicitario a las autoridades sanitarias, como en buena medida ha hecho ya el IFE. Con todo, el bombardeo mediático sobre la epidemia es más brutal que el correspondiente al electoral, lo que ya es decir, con la enorme diferencia de que la gente sí le pone atención, sea para entender el problema, aclarar dudas, recibir directrices sobre las medidas preventivas o seguir la evolución del fenómeno. La campaña de divulgación ha sido exitosa, según encuestas recientes, pues la gran mayoría del público está enterado de la enfermedad (98%) y, pese a las hablillas de que se trata de un ardid político-electoral, la mayoría cree que es grave (85%). Es extraño, sin embargo, que sólo 56% considere que puede ser contagiado a ellos o sus familiares, pues eso significa que 29% aun cuando consideran grave la enfermedad, se sienten inmunes, lo mismo que sus familiares. En tal sentido, la publicidad gubernamental tendría que decir algo como: “El virus es grave no sólo porque, mal atendido, puede provocar la muerte, sino porque usted y su familia podrían ser contagiados”. Pero 88 % conoce las formas en que la enfermedad puede ser transmitida y un porcentaje semejante puede decir las maneras de prevención. Y la política de comunicación gubernamental es bien valorada por 84% (El Universal, telefónica, 1/V/09). Todo ello, afortunadamente, pese a las disparatadas teorías que circulan por medios informales —y la zona underground de la rumorología— sobre el origen y los aviesos propósitos de una epidemia deliberadamente provocada, desde por las farmacéuticas hasta por extraterrestres, tesis que han encontrado algunos oídos dispuestos a creer lo que sea. Mientras más fantasiosas, mejor (pues de otra forma no tendría chiste). Como sea, parece claro que, por primera vez —y esperemos que última— los mexicanos estamos de acuerdo en… que se acabe ya el puente.
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