Buenos y malos tiempos
Al terminar 2008 América Latina completó seis años con el más alto crecimiento económico en más de cuatro décadas. La mayoría de nuestros países se beneficiaron de una economía internacional en fuerte crecimiento, con términos de intercambio favorables y mercados de capital con liquidez y tasas increíblemente bajas.
Que la bonanza se haya prolongado por un año después de que, en el verano de 2007, comenzaron a manifestarse los problemas en los créditos hipotecarios de Estados Unidos, hizo que se pensara que nuestra evolución económica había logrado desvincularse de la de los países afectados por la crisis financiera. Todavía a mediados de septiembre de 2008 el presidente de Brasil comentaba: “La gente me pregunta sobre la crisis, y yo respondo: Vayan y pregúntenle a Bush; es su crisis, no la mía”. Al momento de escribir estas notas ya no hay duda: la enfermedad norteamericana se ha convertido en una pandemia.
Los acontecimientos recientes deberían llevar a los líderes políticos de América Latina a reconocer dos hechos, uno bueno y otro malo. El bueno es que las reformas emprendidas a fines de los ochenta y durante los noventa en la mayoría de nuestros países han valido mucho la pena. Pudimos eludir el desastre en la segunda mitad de 2007 y buena parte de 2008 gracias a que tenemos finanzas públicas más sanas, sistemas bancarios más sólidos, políticas cambiarias más flexibles, considerables reservas internacionales, mayor apertura al comercio y la inversión internacionales, y bancos centrales más independientes y enfocados a combatir la inflación.
La mala noticia es que los gobernantes latinoamericanos lamentarán no haber avanzado más seriamente en estas reformas. Muy pronto los gobiernos —quizás con la excepción del de Chile— habrán de confrontar la circunstancia de que su margen de maniobra para atemperar el costo de la crisis mundial es sumamente reducido.
Lecciones del pasado
Al afrontar la crisis nuestros dirigentes políticos deben tener muy presente la historia y evitar incurrir en errores que tuvieron graves consecuencias en el pasado. Casi todos los gobiernos latinoamericanos respondieron a los choques petroleros de 1973 y 1979 con aumentos masivos en el gasto público, controles de precios, subsidios inmensos a empresas y sectores ineficientes, creación de multitud de empresas estatales, políticas cambiarias incongruentes y mayor cerrazón al comercio y la inversión foránea. La recesión internacional, lejos de motivar una prudente austeridad, desató una oleada populista a lo largo y lo ancho de la región. Lógicamente, los déficit fiscales y de cuenta corriente en balanza de pagos se dispararon.
Cuando el Banco de la Reserva Federal de Estados Unidos, bajo el mando del legendario Paul Volcker, finalmente actuó en 1981 para restablecer la estabilidad de precios en ese país, restringiendo el crecimiento de la oferta monetaria y dejando que las tasas de interés aumentaran drásticamente, los gobiernos y muchas empresas de América Latina quedaron atrapados con deudas externas mucho mayores que las de pocos años antes.
A fines de agosto de 1982 México cayó en suspensión de pagos, camino que siguieron otros países latinoamericanos poco tiempo después. Estos acontecimientos marcaron el inicio de la llamada década perdida para América Latina. La principal lección de los setenta para sortear la presente crisis es muy concreta: es muy riesgoso endeudarse para compensar los efectos de una recesión internacional.
Por otra parte, es un hecho que, si bien las finanzas públicas y las balanzas de pagos son ahora más sólidas que en el pasado, en la mayoría de nuestros países esta mejora no alcanza para responder con expansiones fiscales que compensen la caída en la demanda externa.
En las circunstancias actuales, aumentos considerables en el gasto público o disminuciones en los impuestos conducirán a marcados deterioros en las cuentas fiscales y de balanza de pagos, que simplemente no podrán ser financiados sanamente. Aun en el improbable caso de que el crédito externo se reanime pronto, no sería prudente hipotecar de nuevo la recuperación futura de nuestras economías.
Lo prudente es que dejemos que la carga inicial de combatir la recesión mundial sea de las naciones que emiten las monedas globales, así como de aquellas que han generado excedentes de ahorro realmente excesivos durante los años de expansión recientes. Lo mejor para nuestras economías, y para la economía global, es que nos ajustemos ordenadamente a la menor demanda mundial y a la reducida disponibilidad de financiamiento e inversión internacionales.
En este momento de gravísimos aprietos más valdría hacer lo que desafortunadamente no hicimos en los setenta y al inicio de los ochenta: en vez de embarcarnos en aventuras populistas como las que nos alejaron por varias décadas de la convergencia económica con los países más avanzados, tendríamos que aprovechar el sentido de urgencia que emanará de esta grave crisis, actuar con una verdadera visión de largo plazo y posicionarnos firmemente para la recuperación de la economía global que, tarde o temprano, habrá de llegar.
La causa de nuestros rezagos
El ajuste macroeconómico en que habremos de incurrir —querámoslo o no; ex ante o ex post— nos toma todavía muy lejos de haber avanzado suficientemente en los principales indicadores sociales. Considérese que en 1990 casi 48% de las familias de América Latina vivía en situación de pobreza; hasta ahora hemos podido reducir esa proporción sólo a cerca de 40%. Nuestra región sigue siendo la de mayor desigualdad en la distribución del ingreso en todo el mundo, con muy poco avance en este aspecto durante los últimos 20 años.
Para empezar esa reflexión, podríamos plantearnos una pregunta concreta: ¿Cuál es la principal causa de que en América Latina no avancemos satisfactoriamente en la solución de nuestros graves rezagos sociales? La causa principal es nuestro insuficiente crecimiento económico. Es una larga y repetida historia:
* Desde mediados del siglo XX todos los países de Occidente, salvo los de América Latina, han ido cerrando la brecha económica respecto a Estados Unidos. Los latinoamericanos somos ahora los países más pobres de Occidente.
* El ingreso por persona de América Latina es casi la quinta parte, 22%, del de Estados Unidos, proporción menor al 28% que se registraba en 1950.
* En contraste, un grupo representativo de países europeos, entre ellos España, que en 1950 tenían un ingreso per cápita equivalente a 40% del de Estados Unidos, lograron, para 2000, subirlo a 60%. En el mismo medio siglo, un grupo comparable del este asiático aumentó esa proporción de 16% a 57%.
* En promedio, la de América Latina ha sido la economía de más débil crecimiento entre todas las regiones de países en desarrollo durante casi tres décadas. El ingreso per cápita creció sólo 1% por año durante 1980-2005. Ese crecimiento es la quinta parte del registrado en las economías emergentes de Asia, y es incluso menor al registrado, en promedio, en los países del África al sur del Sahara y en los del Oriente Medio y norte de África, regiones mucho más turbulentas políticamente que las nuestras.
* No es verdad que haya habido milagros latinoamericanos en los años cincuenta, sesenta o setenta. Ciertamente, en algunos lapsos de esas décadas crecimos más que después de 1980, pero muchos otros países lo hicieron más rápido. Desde 1950, en todas las décadas, América Latina creció a tasas menores que los países emergentes del Asia del Este y que los de la OCDE.
* Tampoco es verdad que haya habido milagros latinoamericanos antes de 1950. En 1900 el ingreso por persona en América Latina era 29% del de Estados Unidos, proporción casi igual a la de 50 años después. Es decir, nuestro estancamiento no es de hace 25 ni 50 años. Se remonta a más de un siglo. De hecho, la brecha económica entre América Latina y Estados Unidos era menor en 1800 que ahora.
* Si bien desde 1990 nuestro desempeño económico ha sido mejor que el de la “década pérdida”, el crecimiento resultante ha sido bajo. La minibonanza de 2003-2008 no nos ayudó a cerrar la brecha porque en el mismo lapso los países de otras regiones crecieron más rápido que nosotros.
Las causas de la causa
Para sorpresa de nadie, todos los estudios serios han encontrado que la proverbial inestabilidad macroeconómica latinoamericana —expresada en volatilidad del producto per cápita, altas inflaciones y recurrentes crisis financieras y de balanza de pagos— ha sido un fuerte factor inhibidor del crecimiento económico. Esta conclusión la han obtenido economistas de diversas orientaciones, y es también la del reporte de la Comisión para el Crecimiento y el Desarrollo (en adelante La Comisión), que fue presidida por el Premio Nobel de Economía, Michael Spence, de la que formo parte.
Nadie que vea los hechos con objetividad puede negar que la desatención a los equilibrios macroeconómicos esenciales de nuestras economías ha tenido costos inmensos en términos de producto, empleo y agravamiento de la pobreza.
La disciplina macroeconómica es condición necesaria pero no suficiente para tener un buen desempeño económico. La evidencia histórica nos dice claramente que con indisciplina hay garantía de crisis y falta de crecimiento, pero también nos dice que la disciplina macro, por sí sola, no es garantía de un crecimiento económico más rápido. El armado del rompecabezas requiere otras piezas.
Algunas pistas se pueden encontrar en los estudios estadísticos que se ocupan de la llamada contabilidad del crecimiento del producto nacional, donde se busca explicarlo como función del crecimiento del capital físico y humano, y de las tecnologías que se utilizan en el proceso productivo de una nación.
Gracias a la abundancia de mano de obra, la velocidad de crecimiento en las etapas iniciales de desarrollo está limitada esencialmente por el ritmo de inversión. El crecimiento depende de la inversión, pero la inversión depende del ahorro, al cual las economías de alto crecimiento asignan una proporción muy elevada de su ingreso.
El ahorro externo excesivo es muy riesgoso, como lo ha probado América Latina muchas veces y como lo prueba la economía más grande del planeta justo con la presente crisis. De hecho, no existe un solo caso con una trayectoria de alta inversión y rápido crecimiento del producto, que no haya estado sustentada esencialmente en el ahorro interno. Las historias de éxito son todas de “visión al futuro”, sacrificando consumo presente a favor de mayor ingreso en el futuro.
En las economías de mercado la inversión privada es el principal motor del crecimiento. Pero ningún país ha sostenido un alto crecimiento sin tener altas tasas de inversión pública —en infraestructura, salud y educación—. Este gasto, lejos de desplazar la inversión privada, la facilita, a condición de que tenga un sustento financiero sano. Si tomamos los casos de alto crecimiento como guía, parecería que tasas totales de inversión mayores a 25% del producto son indispensables. Cabe destacar que en los países asiáticos de alto crecimiento la inversión pública en infraestructura ha representado entre 5% y 7% de sus respectivos PIB. Además, esas economías invirtieron por lo menos entre 7% y 8% de su PIB en educación, capacitación y salud, lo cual no se toma como inversión en las cuentas nacionales.
En promedio, la tasa de ahorro en nuestra región es menos de la mitad de la que se registra en los países emergentes de Asia. A mediados de los setenta del siglo XX, el sureste asiático y América Latina tenían tasas similares de ahorro. 20 años después, la tasa asiática era 20 puntos porcentuales más alta que la nuestra. China ha ahorrado cada año más de 30% de su ingreso nacional durante los últimos 25 años.
Educación y productividad
Las inversiones en capital humano generan oportunidades de crecimiento. Sin embargo, no se traducen mecánicamente en crecimiento. Hay otros factores en juego. La mala salud y la desnutrición en edad temprana tienen un impacto adverso de primer orden en el crecimiento y la equidad. Todos los países que han sostenido un alto crecimiento por largos periodos han hecho un esfuerzo especial para educar a su población y, en general, ampliar su capital humano. Pero los años de escolaridad son sólo un factor de la educación. El indicador de escolaridad promedio no registra otros importantes resultados del proceso educativo, tales como el conocimiento y las habilidades cognoscitivas básicas.
La evidencia que revisamos en La Comisión nos llevó a concluir que en muchos países que no han podido crecer satisfactoriamente, el gasto educativo está afectado por serias deficiencias, lo que constituye no sólo una restricción al crecimiento sino también una causa severa de desigualdad de oportunidades.
La calidad y pertinencia del proceso educativo continúan relegados en la mayoría de nuestros países esencialmente por razones políticas. Intereses gremiales y, tristemente, grupos que se autoproclaman “progresistas” han capturado a nuestros sistemas educativos, haciendo muy difícil su transformación.
Sin embargo, es interesante registrar que algunos estudios estadísticos concluyen que, en general, el bajo crecimiento de América Latina se origina no tanto en el insuficiente crecimiento de nuestro capital físico y humano, sino en la baja productividad con que utilizamos esos factores.
Esto significa que para aumentar el crecimiento del producto no sería necesario esperar que aumente la tasa de ahorro e inversión de la economía, ni esperar el plazo largo que lleva mejorar el capital humano, sino remover los obstáculos que impiden el aumento en la productividad.
La respuesta a la pregunta de qué hace a nuestras economías menos propensas a la innovación y por lo mismo menos productivas, reside en los obstáculos que aún existen en prácticamente todos nuestros países para el desarrollo de nuevos mercados, empresas y productos.
Competencia y empleo
El estudio anual del Banco Mundial, Doing Business, que en su edición 2009 pública datos para 181 países, revela que el índice de facilidad para abrir una empresa en Brasil, México y Argentina se ubica, respectivamente, en los lugares 127, 115 y 135. El índice de conveniencia para emplear trabajadores, en los lugares 121, 141 y 130. Estos y otros indicadores explican que el índice de competitividad global que se elabora cada año por encargo del Foro Económico Mundial, arroje que entre los 135 países que cubre su edición más reciente, Brasil ocupe el lugar 64, México el 60 y Argentina el 88.
En La Comisión encontramos que todas las economías de alto crecimiento han dependido del sistema de mercado para asignar recursos escasos. El siglo XX vivió muchos experimentos con sistemas distintos a la economía de mercado. Todos ellos fracasaron rotundamente. No es, por tanto, aventurado decir que contar con mercados que funcionen constituye un componente indispensable para tener crecimiento. El cambio estructural bajo la presión de la competencia es lo que impulsa el aumento de la productividad.
En consecuencia, los gobiernos comprometidos realmente con alcanzar el crecimiento deben liberalizar sus mercados. Es decir, deben facilitar al máximo la creación y entrada a la competencia de más empresas, e igualmente deben facilitar la desaparición de las que son incapaces de competir. También deben promover que los mercados laborales sean flexibles, de manera que las nuevas empresas puedan crear rápidamente empleos y los trabajadores moverse rápido a ocuparlos.
Para que esto ocurra, la mano de obra debe poder cambiar del campo a la fábrica, de una industria a otra, y de la economía informal a la formal. Los derechos de los trabajadores deben protegerse con mejores leyes e instituciones que induzcan a las personas a emplearse en el sector formal de la economía en vez de seguir subempleadas y precariamente remuneradas en el sector informal, donde el grado de especialización será siempre limitado.
A pesar de la liberalización de los últimos 20 años, la competencia continúa siendo limitada en América Latina. Nuestras economías no sólo han estado más cerradas a la competencia internacional que la estadunidense, las europeas o las asiáticas, sino que hemos mantenido mucho mayores barreras a la competencia interna a través de una multitud de instrumentos.
Durante muchos años fuimos líderes en la aplicación de barreras al comercio internacional y cuando, por fin, decidimos abrirnos (aunque nunca en la medida en que los otros lo han hecho) nos las arreglamos para seguir inhibiendo la competencia en nuestras economías. Con ese propósito seguimos utilizando de todo; desde onerosas barreras de entrada a los sectores formales de nuestras economías, hasta la persistencia de esquemas laborales que penalizan el empleo y la capacitación de la fuerza de trabajo.
Y no es ironía, sino reflejo de su interés propio, que algunas veces quienes ya han recibido beneficios importantes de nuestro incipiente capitalismo se opongan a una mayor competencia externa e interna.
Propiedad, Estado y mercado
Las deficiencias en el registro y en la protección jurídica de los derechos de propiedad es otra poderosa fuerza que conspira en contra de la competencia y el fortalecimiento del mercado interno. Son los más pobres, cuya protección es frecuentemente enarbolada por los escépticos de la economía de mercado, quienes más sufren las consecuencias de la falta de libertad económica y competencia que todavía obstruye a nuestras economías.
Sin duda, el papel del Estado es crucial para que existan economías de mercado más eficientes, dinámicas e incluyentes en América Latina. En La Comisión encontramos que las economías con alto crecimiento han tenido gobiernos creíbles, capaces y comprometidos con el objetivo de crecer. Hubo pleno acuerdo en que aunque el sector privado debe ser el generador primario de inversión y empleo, el papel del Estado es igualmente esencial para alcanzar el crecimiento sostenido.
Por principio de cuentas, sin gobierno no puede haber economía de mercado, ya que ésta requiere del Estado de derecho, cuya creación y vigencia son función primaria y exclusiva del Estado. La justicia y la fuerza para hacerla valer constituyen el único monopolio del cual no puede ni debe abdicar el Estado.
Un sistema legal sólido, justo y eficiente es indispensable no sólo para otorgar la seguridad de protección de los derechos políticos y humanos de los individuos, sino también para garantizar los derechos de propiedad y de iniciativa, sin cuya vigencia no es posible que se desarrolle una economía de mercado dinámica e incluyente.
Además de esforzarse por garantizar los derechos de propiedad y de iniciativa, los gobernantes de los países exitosos han entendido que el crecimiento sostenido no ocurre por sí solo ni por casualidad. Alcanzarlo debe ser el objetivo trascendente de la política económica, adoptado de manera deliberada. En esas economías los gobernantes han comprendido que el desarrollo exitoso precisa de un compromiso de varias décadas y han logrado resolver juiciosamente el dilema fundamental entre el presente y el futuro. Durante un largo periodo de transición, los ciudadanos deben sacrificar consumo presente a cambio de mejores niveles de vida en el futuro. Este intercambio sólo será aceptado si los gobernantes son capaces de transmitir una visión de futuro clara y una estrategia creíble para alcanzarlo. Esa promesa debe ser incluyente, sembrando en los ciudadanos la confianza en que tanto ellos como sus descendientes podrán participar del fruto de ese sacrificio.
Equidad e igualdad de oportunidades
Para que el crecimiento sea sostenible, es esencial que sus beneficios sean distribuidos de manera más equitativa y que, sin dañar los incentivos al trabajo y la productividad, se cuente con instrumentos de política para que la gente quede protegida de las perturbaciones económicas más severas.
Igualmente, se insistió mucho en que los gobiernos deben tomar en cuenta la distinción entre equidad e igualdad de oportunidad.
El primer concepto se refiere al resultado final de los procesos económicos: la gente tiene diferentes ingresos como consecuencia, entre otros factores, de su esfuerzo y habilidades. El segundo concepto, de igualdad de oportunidades, se refiere al punto de partida y tiene que ver con cuestiones básicas como acceso a servicios de salud, nutrición, educación y oportunidades de empleo, así como la garantía de trato igual ante la ley.
Por supuesto, a la gente le importan ambos aspectos; pero entiende que los mercados no producen resultados uniformes para todos. Puede tolerar esta desigualdad en los resultados, a condición de que el Estado la modere con políticas tributarias y de gasto público. Estas políticas deben servir para alentar la cohesión social y así favorecer la continuidad del proceso de crecimiento; deben aplicarse juiciosamente, ya que llevadas al extremo, o mal diseñadas, disminuyen los incentivos al ahorro, la inversión y el trabajo.
La mejor manera de promover la igualdad de oportunidades es a través de la provisión de servicios básicos de salud y educación, así como la construcción de lo que podríamos llamar la infraestructura del capitalismo popular: es decir, asegurarse de que las personas en condiciones de pobreza tengan identidad legal, plena certeza en sus derechos de propiedad y acceso a instrumentos modernos de ahorro e inversión, como lo ha explicado Hernando de Soto más lúcidamente que otros autores contemporáneos.
Algunas de las desigualdades más agudas se dan en el seno familiar, ya que en muchos países las mujeres aún no cuentan con las mismas oportunidades que los hombres. El lugar lógico para corregir esta desigualdad está en los obstáculos que impiden a las niñas y jóvenes completar el trayecto entre la entrada a la escuela y el empleo productivo.
Democracia y Estado de derecho
En La Comisión nos quedó claro que en los casos exitosos los gobiernos fueron pragmáticos en la procuración del crecimiento, estuvieron preparados para intentarlo, errar y aprender. Los latinoamericanos hemos intentado, errado, pero, tristemente, no aprendido. La causa de esto no se encuentra en la economía. Parece más bien estar en la política.
Hay analistas que piensan que nuestro problema es que nunca nos ponemos de acuerdo en lo que debe y puede hacerse. Otros insisten en que el problema se encuentra en nuestra adhesión a la democracia, y nos recuerdan, con la vista puesta en la experiencia asiática, que los países en desarrollo que van teniendo éxito son típicamente aquellos donde las buenas políticas fueron llevadas a cabo por gobiernos no precisamente democráticos.
A esos suspicaces de nuestra tierna democracia habría que recordarles que durante casi dos siglos de vida independiente los latinoamericanos hemos probado ad nauseam que los gobiernos autoritarios y las buenas políticas nunca vienen en paquete. Nuestra nutrida experiencia a lo largo de casi 200 años sugiere precisamente lo contrario. Hoy en día los mayores absurdos en el manejo económico están donde la democracia o no existe o amenaza con hacerse más pequeña.
El problema mayor no es que nuestros políticos, nuestros partidos y nuestras sociedades sean poco proclives a ponerse de acuerdo. El problema principal está en la debilidad de nuestras instituciones. Esa debilidad magnifica el costo de los errores políticos. Se genera un círculo vicioso, porque la debilidad institucional lleva a malas políticas, las malas políticas arrojan malos resultados, los malos resultados menoscaban la democracia, y al ocurrir esto la debilidad institucional se acentúa.
El círculo vicioso debe romperse en el eslabón de nuestra debilidad institucional. Es verdad que no podemos ponernos de acuerdo en todas las reformas institucionales que requerimos, pero existe una en la que no sólo todos podemos convenir, sino que además es probable que sea la más decisiva para romper el círculo vicioso. Esa reforma es la del Estado de derecho.
Ningún país ha logrado ser próspero sin una economía de mercado. Pero el complejo entramado de intercambios de bienes y servicios que hacen posible la especialización productiva, la formación de empresas, la creación de empleos productivos, el comercio local, nacional e internacional, y las transacciones financieras que en su conjunto constituyen la economía de mercado, no puede desarrollarse a plenitud, con oportunidades para todos, sin un sistema legal sólido; es decir, con reglas justas y transparentes, y con mecanismos que aseguren su aplicación justa y expedita.
Son los pobres quienes más sufren de la falta de libertad económica y de la exclusión de las oportunidades que provee la economía de mercado. Esto ocurre no sólo porque un limitado acceso a ciertos bienes como la educación, la salud y la infraestructura básica los deja en una situación de desventaja, sino también porque el sistema legal, lejos de protegerlos, los discrimina en el ejercicio de sus derechos de propiedad y de iniciativa.
El fortalecimiento de nuestros Estados para que desempeñen la función esencial de la justicia, puede ser el gran punto de confluencia de la amplia diversidad política que, afortunadamente, existe en América Latina.
Es una tarea que puede emprenderse al tiempo que nos ajustamos con vistas a reducir el costo de la recesión internacional. En este trance las democracias que hemos construido en los últimos 20 años serán particularmente valiosas. Podemos esperar ajustes ordenados en las naciones latinoamericanas donde existen los indispensables pesos y contrapesos que confiere la democracia. Éste es, por fortuna, el caso de la mayoría de nuestros países y, ciertamente, el de las economías más grandes de la región.
Más alto es el riesgo en los casos donde, lamentablemente, la democracia ha tendido a debilitarse a últimas fechas. Ahí es más probable que se olviden las lecciones del pasado, se adopten las políticas equivocadas y se acabe pagando un precio muy alto por la primera crisis global del siglo XXI.
Ernesto Zedillo Ponce de León. Ex presidente de México y director del Centro para el Estudio de la Globalización de la Universidad de Yale.
Una versión más amplia de este texto puede consultarse en el libro Iberoamérica 2020. Retos ante la crisis, coordinado por el ex presidente español Felipe González, que empezará a circular en el verano.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario