Mientras el abstencionismo refleja inconformidad, desmovilización y hastío, el voto nulo implica deseo de expresarse, de hacer visible la inconformidad, de presionar al sistema de partidos para que se abra y democratice. Con todo, un argumento muy persuasivo y recurrente de quienes promueven el voto partidista (es decir, por alguno de los partidos registrados, nos gusten o no) es que no será eficaz. En primer lugar, dicen, porque la Cámara baja de cualquier manera se instalará con sus 500 diputados. ¡Pues qué mejor! Al menos en lo que a mí respecta, lejos estoy de pretender que no se instale dicha Legislatura, la cual espero sea lo suficientemente perceptiva para entender el descontento ciudadano y la actual crisis de representación política, y actúe en consecuencia con el fin de superarla. Pero también creo que, para que eso suceda, debe enviárseles un claro mensaje de inconformidad (que no se potencia con la abstención ni con el voto partidista). Y de ahí el siguiente argumento contra la eficacia del anulismo: los partidos —nos dicen los sufragistas pro partido— son cerrados, cínicos, autistas e impermeables y desdeñosos de los mensajes y reclamos de la ciudadanía, pues se hallan concentrados en su respectivo interés y en su rebatinga por el poder. En efecto, casi todos pensamos algo semejante de los partidos. Según la última encuesta de Gobernación (de 2008), sólo 4% tiene plena confianza en los partidos y apenas 10% cree que los congresistas legislan pensando en sus representados.
Pero, de esa premisa, los promotores del voto partidista pasan a la conclusión de que más vale ir a la urna y votar por quien uno quiera (aunque no se quiera a ninguno). Extraño silogismo. Si asumo que los partidos, de manera irremediable, son ciegos y sordos a los electores, lo más lógico sería la abstención en lugar de votar por alguno de semejantes autistas. Por eso mismo, muchos de quienes abrigan esa mala imagen de los partidos tienden de plano a abstenerse como una forma de desesperanzado rechazo o de una como claudicación al juego partidista-electoral. Escribe, por ejemplo, Joel Ortega, histórico militante de la izquierda: “Si uno va el 5 de julio a las urnas, aunque anule el voto… termina haciéndose cómplice de todo un sistema de simulación… No puede haber medias tintas. O la gente manda a volar a la partidocracia, utilizando la poderosa arma del desdén a su simulación (la abstención) o vamos como borreguitos a legitimar una partidocracia decadente” (Milenio, 30/V/09).
No creer en los partidos en absoluto es, entonces, congruente con la abstención. Del otro lado, es razonable y normal votar por algún partido, si se considera que éste es suficientemente sensible y receptivo al interés de sus representados. Lo inaudito es que quienes piensen que los partidos son insensibles y cínicos —y que por ello no verán una activa protesta cívica, así fuese de 90%— concluyan que hay que votar por ellos y darles así nueva legitimidad y respaldo para que sigan haciendo de las suyas. Dice, por ejemplo, un lector de Excélsior: “El no votar o anular el voto de nada sirve ante el cinismo de los partidos… Todos sabemos que a los partidos solamente les interesa el poder y los resultados finales de las elecciones. Quieren solamente ganar y llevar agua y dinero a su molino. Sólo buscan el posicionamiento, para mamar de la ubre del erario y conseguir el poder… Promover la abstención o la anulación en nada mejorará las cosas… Ejerzamos el poder ciudadano con nuestro voto (partidista)” (29/V/09). Son muchos quienes hacen este razonamiento, lo que me evoca el síndrome de la mujer golpeada quien, ante su impotencia, acepta seguirlo siendo. Una especie de “masoquismo electoral”: los partidos me hacen a un lado, me mienten, se conceden privilegios a mis costillas, despilfarran mi dinero, no me rinden cuentas, me tratan como retardado mental. Pero, eso sí, sigo siéndoles fiel y, cada tres años, no importa qué, acudo a la urna a refrendarles humildemente mi respaldo. Una actitud que parece menos la de un ciudadano democrático y más la de un súbdito de aquel soberano que sólo tiene que rendir cuentas a Dios y a la historia. Con razón tenemos los partidos que tenemos. Eso contrasta con una frase de Manuel Clouthier que, con su peculiar oratoria, reivindicaba la dignidad ciudadana frente a los partidos: “No se trata de cambiar de dueño, sino de dejar de ser perro”.
He propuesto, por ende, anular el voto en vez de alejarse de las urnas, al menos para probar si los partidos reaccionan ante ello o no. Les concedo el beneficio de la duda, no porque sean buenas gentes o solidarios, sino porque, ante todo, son pragmáticos. Prefiero averiguarlo, en todo caso, en vez de quedarme con la duda. Si yo estuviera absolutamente convencido de que, en efecto, los partidos no nos verán ni oirán, entonces mejor me abstendría (aunque quizá, en lo que resta para la elección, me convenciera el Verde, el Panal o el PT). Es paradójico, pues, que los anulistas en general pensemos que los partidos pueden reaccionar positivamente bajo una fuerte presión cívica, mientras que muchos de quienes defienden el voto partidista crean que es inútil, dada la mezquindad partidocrática. En este punto, irónicamente, se emparientan con los abstencionistas.
Por lo pronto, el evidente enojo de los partidos, ante la propuesta anulista, podría verse como un indicio de que, en efecto, no tomarán en cuenta esta protesta ciudadana, cualquiera que sea su magnitud. Y eso me tienta a mejor no ir a votar, a mandar todo al diablo y quedarme en casa. Pero esa misma reacción partidista refleja, al menos, que el asunto no les es del todo indiferente (o no dirían nada al respecto). Lo cual me vuelve a animar a expresar mi inconformidad a través de la vía que explícitamente nos otorga la ley para ello: sufragar por un candidato no registrado. Frente a la abulia abstencionista y el “voto masoquista”, nos queda como opción legítima la protesta activa.
Los promotores del voto partidista pasan a la conclusión de que más vale ir a la urna y votar por quien uno quiera (aunque no se quiera a ninguno).
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