El desempeño de un gobierno y su titular, bueno o malo, debiera traducirse en apoyos o sanciones políticas, incluidos los votos.
En esta ocasión estoy de acuerdo con el voto mayoritario en el Consejo General del IFE, que autorizó que los partidos puedan utilizar en su propaganda electoral tanto los logros de los gobiernos emanados de ellos como la mención de quienes los encabezan. Lo hizo por cinco votos contra cuatro (como casi siempre, el bloque panista apoyando la posición del PAN y el bloque PRI-Verde la postura priista y, el dúo propuesto por el PRD, como fulcro de la balanza). No es una discusión fácil en México, si bien en las democracias eso ni siquiera se debate. Por ejemplo, en prácticamente cualquier democracia, los jefes de gobierno pueden y suelen pronunciarse por los candidatos de su partido sin que eso sea visto como una aberración o un abuso. Es natural que un miembro destacado de un partido se pronuncie por sus candidatos como parte de la contienda electoral (es poco usual, por decir lo menos, el caso de Andrés López Obrador promoviendo a candidatos de partidos a los que no pertenece, el PT y Convergencia, y con los cuales el suyo está confrontado). Más aún cuando, existiendo la reelección, el jefe de gobierno es también un candidato que se promueve a sí mismo. Eso no significa que se puedan utilizar recursos del Estado o el aparato del gobierno para favorecer su respectiva reelección o el triunfo de su partido, pues ello rompe con claridad una regla esencial de la democracia al afectar gravemente la equidad electoral (por eso cayó Richard Nixon).
Entiendo, sin embargo, que dicha costumbre democrática sea vista con escozor en México, pues tras 70 años de partido hegemónico —donde no había distinción real entre Estado y partido en el poder—, en realidad la oposición no se enfrentaba a un partido más, sino al Estado mismo (lo que rompe de plano la equidad e impide la competitividad democrática). Habiendo quedado recelosos de dicha práctica, era hasta cierto punto comprensible la oposición a cualquier declaración del jefe de gobierno en favor de su partido (o en contra de los demás), pues no estaba clara la frontera entre apoyos lícitos e ilícitos (estos últimos, por cierto, constituyen un delito electoral aunque, cuando se han cometido, no son castigados). Fue a partir de ello que Vicente Fox, como candidato de oposición, exigió al titular del Ejecutivo en turno, Ernesto Zedillo, no hacer campaña ni por su candidato, para prevenir que ello incidiera decisivamente en el resultado de manera ilícita. Zedillo aceptó, por lo cual, lo mínimo que se esperaba de Fox en 2006 (es decir, en idéntica situación a la que se hallaba Zedillo en 2000) que hiciera lo propio, así fuese por un mínimo de congruencia política y personal. No lo hizo, alegando que la ley no lo prohibía explícitamente, si bien había jurisprudencia del Tribunal Electoral que sí sancionaba la intervención de los titulares del Ejecutivo estatal en las campañas electorales, pues en contiendas cerradas podrían romper la equidad en los comicios. Por ello, el Tribunal consideró que la participación de Fox en la campaña presidencial fue indebida, al grado en que pudo provocar la invalidez del proceso (Fox quedó convencido de que su injerencia sí fue determinante, contrariamente a lo percibido por los magistrados electorales, y se ufana de ello).
La nueva reforma electoral sí pone límites más explícitos a la participación del Ejecutivo en las campañas, al grado en que la publicidad del gobierno debe suspenderse la víspera y, en todo momento, debe evitar hacer publicidad abierta o velada a favor o en contra de cualquier candidato. Eso me parece adecuado, si se considera nuestra larga historia de hegemonía partidista (y la desconfianza que, no sin fundamento, generó). En cambio, no me parece que deba aplicarse también una prohibición en sentido contrario: esto es, que los partidos que forman gobierno no puedan aprovechar los logros de éste para atraer votos. Dicha prohibición afectaría una parte esencial de la lógica democrática, según la cual existe un intercambio de apoyos políticos (y votos) de los ciudadanos, por un buen desempeño de los partidos desde el poder (sea el Ejecutivo o el Legislativo). Ese es uno de los incentivos más fuertes que tienen los partidos para gobernar lo mejor posible: que pueda haber un premio o castigo en las urnas para sus candidatos. El desempeño de un gobierno y su titular, bueno o malo, debiera traducirse en apoyos o sanciones políticas, incluidos los votos y, en todo caso, es natural que los partidos en contienda al menos intenten captarlos a partir de su respectivo desempeño (incluso los partidos emergentes, que no tienen posiciones de gobierno, pueden presumir sus logros, reales o presuntos, desde el Congreso, a partir de las iniciativas que presenten o apoyen).
Desde luego, más allá de lo que diga la doctrina democrática, debe atenderse lo que está plasmado en la ley. Dicen los priistas que la Constitución no dispone que una tarea del Ejecutivo sea prestar su imagen o popularidad para efectos electorales. En efecto, eso no dice la Carta Magna, pero tampoco lo prohíbe explícitamente. Si quisiéramos llegar a ese extremo, tendría que legislarse expresamente de esa forma, haciendo aún más anómala nuestra de por sí desvirtuada democracia. Por cierto que, en el caso de México, por diversas y extrañas razones, la popularidad presidencial no suele traducirse en votos para su partido (el menos no en la proporción que sería esperable). No se explicaría de otra manera una aprobación de casi 70 puntos para Felipe Calderón, con una intención de voto menor de 40% para el PAN. Habrá que ver, en todo caso, qué opina el impredecible Tribunal Electoral, que no se sabe bien a bien a qué juega o con quién juega.
En casi cualquier democracia, los jefes de gobierno suelen pronunciarse por los candidatos de su partido sin que eso sea visto como una aberración.
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