La situación en que se halla la endeble democracia mexicana me recuerda, en cierto sentido, a la República alemana de Weimar: por su ineficacia, fue bombardeada con descalificaciones por grupos extremistas de izquierda y de derecha, hasta que la hicieron reventar. Lo que terminó por desestabilizar ese ensayo democrático no fue la existencia de los grupos extremistas (los hay en todas las democracias), sino el gran respaldo social que obtuvieron. Y eso me parece que puede estar ocurriendo en México. La democracia es, por definición, el gobierno de los moderados —de cualquier signo—, que buscan soluciones a los diversos problemas, dentro de la ley, no por fuera. Los extremistas, en cambio, suelen ver la democracia como débil e ineficaz. Consideran la ley como una camisa de fuerza, por lo que no tienen problema en actuar por fuera de ella para lograr sus propósitos y su respectivo ideario con mayor eficacia. La vía de la reforma legal se ve como insuficiente y lenta, lo que en casos de urgencia se vuelve un lastre más fácil de superar por la vía extralegal.
En México, la institucionalidad y el esfuerzo democrático cada vez generan menos entusiasmo. Por un lado, tenemos grupos de izquierda radical convocando a festejar 2010 con balas, para buscar una idílica renovación del país (como se pensó que podría ocurrir en 1910). Por su parte, Andrés López Obrador, tras los inciertos y opacos comicios de 2006, decidió mandar retóricamente “al diablo” las instituciones. Justifica las acciones extrainstitucionales cuando hace falta: toma de calles y carreteras o bloqueos de edificios (aunque, hasta ahora, no por la vía violenta). Pese al alejamiento de los moderados, segmentos nada despreciables se han mantenido fieles al liderazgo y el discurso obradoristas. Y en tanto la crisis y el desempleo persistan, podrían sumársele muchos más. Por su parte, las propuestas de Mauricio Fernández, alcalde de Garza García, en el sentido de recurrir a grupos de limpieza para enfrentar al crimen organizado, parecen una expresión del extremismo de derecha. Fernández ha manifestado también, a su modo, desprecio por las actuales instituciones: implícitamente, las “manda al diablo”, lo mismo al inútil Congreso que al corrupto sistema judicial (lo dijo él). Sólo el Ejército sigue siendo respetable, por lo que debe ayudársele por cualquier vía (incluidos grupos de limpieza extralegales). Su disposición a pasar por alto la ley a partir de la ineficiencia institucional, se refleja en expresiones como: “Me voy a tomar atribuciones que no tengo… directamente le vamos a entrar”; “A veces es necesario saltarse las trancas”; “(La acción justiciera) no está en la regla, pero lo que nos urge es arreglar el país”; “¿Que está fuera de la ley?, pues sí, pero ellos (los delincuentes), también”. Y recurre al pragmatismo que, como sabemos, es necesario para la eficacia política pero, cuando se lleva al extremo, atenta contra el Estado de derecho, la democracia, e incluso todo el orden institucional: “Yo ya no quiero tanta teoría. Resultados es lo que el pueblo quiere.” Y frente a la alternativa reformista, muestra su apremio para justificar la acción extralegal: “Como está el país, no lo vamos a lograr, y de aquí a que lo cambien, yo no me voy a esperar.” Esta línea de acción antiinstitucional parece atractiva a los grupos empresariales y conservadores, como lo refleja el visto bueno de Alejandro Martí: “Nuestras leyes que en realidad son más protectoras de los victimarios que de las víctimas.” Y viene, desde luego, la tentación autoritaria: “Todo el mundo dice: ‘Bueno, hasta que hay alguien que pone orden.’”
No es que no tengan parte de razón quienes desde la izquierda o la derecha afirman que las instituciones no funcionan y condenan su corrupción e ineficacia. Al contrario, justo porque ponen el dedo en la llaga sus posiciones tienen altas probabilidades de reclutar partidarios, abonando en esa medida el temido estallido social (en el que podrían participar no sólo segmentos desfavorecidos, sino también privilegiados, tal vez confrontándose unos con otros). Paradójicamente, los titulares de la institucionalidad que, por tanto, debieran defenderla, abonan de forma indirecta al extremismo con sus irresponsables decisiones y omisiones, su corrupción y arbitrariedad, su torpeza e ineficacia, su constante agandaye. Hace más daño “mandar al diablo a las instituciones” desde adentro que desde afuera de ellas, pues lo primero propicia lo segundo y le da justificación.
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