La elección presidencial de Francia nos remite al tema de la segunda vuelta, que está en discusión como parte de nuestra Reforma del Estado, cuyos trabajos fueron inaugurados la semana pasada, con gran rimbombancia. Muchos piensan que la fórmula de ballotage (como se llama en Francia a la segunda ronda) podría ser positiva para nuestro sistema electoral, al dar mayor legitimidad al Presidente e incluso evitar conflictos derivados de un resultado estrecho, como sucedió el año pasado. Creo que se exageran sus propiedades preventivas y curativas. Pero eso hay que revisarlo con detalle antes de adoptar la segunda vuelta en México.
Por ejemplo, se habló de que en Francia se rompió un récord de participación electoral, 85%, pero eso es relativo, pues el promedio de concurrencia desde 1965 es 82% y en ese lapso en realidad no hay una variación significativa en la tendencia a votar. Se parte de que, a mayor participación, las autoridades electas gozan de mayor legitimidad y representatividad. Cierto. Sin embargo, existe siempre el riesgo de que la concurrencia a las urnas durante la segunda vuelta se reduzca, si muchos electores cuyo candidato ha quedado eliminado no sienten interés por alguno de los dos punteros. Así, al revisar 44 procesos con segunda vuelta en 28 países a lo largo de dos décadas, resulta que en 23 (más de la mitad) el nivel de concurrencia fue menor en la segunda ronda. Con todo, como en la segunda vuelta ya sólo hay dos candidatos, es propio de esa fórmula que quien gana lo hace por una votación absoluta y relativa superior a la de quien haya triunfado en la primera ronda. En nuestra muestra, el incremento del voto absoluto tuvo un rango que va de 8% (en Chile, 1999) a 78% (en Francia, 2002).
La pregunta clave es si captar una mayor votación (en términos absolutos y relativos) de verdad se traduce en mayor gobernabilidad. La legitimidad, es cierto, suele ir acompañada de mejores posibilidades para gobernar, pero eso no es automático. Que un presidente obtenga 80% del voto en la segunda ronda, en lugar de 35% que hubiera captado en la primera, no elimina el hecho de que puede no contar con la mayoría en el Congreso. En Francia hay más probabilidades de que una cosa lleve a la otra, porque la segunda vuelta también aplica a la Asamblea Nacional. Pero en América Latina (y en las iniciativas que se discuten en México) la segunda vuelta se limita sólo al presidente. Por lo cual su votación en la segunda ronda, aunque fuese abrumadora, no modifica su fuerza en el Congreso (donde su partido podría incluso tener una franca minoría, sobre todo si el Presidente electo ocupó el segundo sitio durante la primera vuelta).
Además, ser electo por una mayoría aplastante de sufragios no se traduce automáticamente en capacidad de gobernar. Sucede como con los índices de popularidad, que pueden ser muy altos y, sin embargo, no traducirse en capacidad de impulsar la agenda gubernamental. Vicente Fox gozó de una elevada popularidad durante todo su sexenio (aunque derivada de su simpatía personal, más que de su desempeño) y no logró impulsar gran cosa. El ejemplo extremo de esa eventualidad, en nuestra historia, lo representa Francisco I. Madero, quien ganó en 1911 con 98% de los votos (un resultado soviético). ¿Quién no iba a votar por quien enfrentó y derrotó al imbatible don Porfirio? Pese a ello, ¿tuvo mayoría en el Congreso? No. ¿Pudo conseguir que sus reformas fuesen aprobadas? No. ¿Logró mantener la gobernabilidad? No. ¿Fue derrocado de su cargo? Sí. Desde luego, las condiciones no son hoy iguales a las de 1913, pero el ejemplo de Madero no deja de sugerir que una mayoría contundente de votos no garantiza gobernabilidad.
También se maneja hoy la idea de que la segunda vuelta nos protegería contra conflictos como el del año pasado, al desempatar un resultado estrecho y confuso. Puede que sí, pero puede que no. No hay una causalidad clara. Existen cuatro posibilidades lógicas: a) un resultado holgado en la primera vuelta se mantiene amplio en la segunda; b) un resultado estrecho en la primera ronda se vuelve holgado en la segunda, que es lo que buscaríamos; c) un resultado estrecho en la primera vuelta se repite en la segunda, prevaleciendo el problema y, d), un resultado amplio en la primera vuelta se convierte en uno estrecho en la segunda, con lo cual la práctica se torna contraproducente. ¿A partir de nuestra muestra, cuáles son las probabilidades de cada una de esas opciones?
De 44 elecciones observadas, en 23 (casi la mitad) una diferencia holgada (de 5% o más) se mantuvo igual. En diez casos (casi la cuarta parte) se pasó de un resultado cerrado a otro suficientemente holgado. En seis ejemplos (una séptima parte), una diferencia pequeña entre primero y segundo lugares se mantuvo, preservándose el terreno del conflicto y la impugnación. Y, finalmente, en cinco elecciones (la novena parte), un resultado holgado se tornó en uno estrecho, propicio al conflicto. El tiro sale por la culata. Este recuento sugiere que las probabilidades apuntan a favor de la segunda vuelta. O bien un resultado holgado tiende a mantenerse como tal o incluso uno estrecho se transforma en uno holgado, en 33 de los 44 casos contemplados (es decir, 75%). No está mal. Pero debe ponerse en los platillos de la balanza esa eventual ventaja frente al enorme esfuerzo social, humano y, sobre todo, económico, que implica la realización de una segunda vuelta, considerando el despilfarro que hay en las campañas, por un lado, y el monstruo tragadinero (y más bien ineficaz) que representa el IFE. Si hay segunda vuelta, ésta debería acompañarse con una significativa reducción del presupuesto al IFE y a los partidos (y si no la hay, pues también).
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