29 de septiembre de 2007

Las razones de una reforma

Agustín Carstens
La hacienda famélica

Pocos asuntos son tan evidentes y urgentes en la agenda mexicana como la necesidad de una reforma fiscal que incremente los ingresos del Estado. Sin embargo, desde hace al menos tres décadas todo intento por ampliar la recaudación ha encontrado serias resistencias que se han traducido en precariedad de las finanzas públicas y en debilidad del Estado mexicano. El doctor Agustín Carstens, secretario de Hacienda de México, ofrece a nuestros lectores los porqués de la propuesta de reforma que el ejecutivo ha presentado al Congreso y explica cómo la solución óptima para la sociedad no pasa, necesariamente, por atender a los intereses particulares de los actores en la discusión fiscal. Para enriquecer esta entrega, el maestro David Ibarra, ex secretario de Hacienda, ofrece un enfoque crítico de la cuestión fiscal en el país.

Por qué “por los que menos tienen”

Cada seis años, cumpliendo un mandato constitucional, el gobierno federal elabora y ofrece a la sociedad mexicana un Plan Nacional de Desarrollo en el que sistematiza y jerarquiza las políticas públicas que propone, cuantifica las metas que desea alcanzar, así como los plazos para hacerlo y estima la magnitud de los recursos públicos que se requerirán para lograr las metas que se proponen.

Por supuesto, todo este esfuerzo de planeación y sistematización carecería de sentido si no partiera de un diagnóstico objetivo de la situación del país, de sus rezagos, de sus potencialidades, de las aspiraciones de la sociedad y de la disponibilidad de recursos de toda índole (materiales, financieros, humanos, intelectuales) con que cuenta el país para enfrentar sus desafíos.

En el caso del Plan Nacional de Desarrollo 2007- 2012 hay una constante que surge en todos los diagnósticos generales y específicos: somos un país surcado por profundas, y en ocasiones seculares, desigualdades. Un indicador muy socorrido para destacar las desigualdades, y favorito de los economistas, se refiere a los ingresos monetarios, pero existen indicadores aún más dramáticos de las desigualdades —en la medida que se refieren a las condiciones concretas de la vida cotidiana de millones de mexicanos— que son los llamados indicadores de desarrollo humano.

Tales indicadores nos hablan de diferencias que se antojan abismales entre mexicanos y entre regiones del país. Por ejemplo, coexisten, a sólo unos kilómetros de distancia, comunidades que carecen de infraestructura elemental (drenaje, agua potable dentro de las viviendas, alcantarillado, alumbrado público, por ejemplo) con centros de actividad económica pujante que disponen de toda la infraestructura y el equipamiento que se pueden encontrar en las ciudades capitales de países altamente desarrollados.

En el mismo país, México, una persona que nace en una comunidad de población mayoritariamente indígena por ese solo hecho padece una desventaja de 12 años, en términos de esperanza de vida, respecto de quien nace en una ciudad como Monterrey.

Si no corregimos las causas de tales desigualdades en el punto de salida, con el tiempo la brecha se irá ensanchando y dejaremos atrás o a un lado del camino del desarrollo a millones de mexicanos. De ahí que claramente el gobierno del presidente Felipe Calderón se haya propuesto como objetivo primordial establecer las condiciones para un pleno desarrollo humano de todos los mexicanos. Desarrollo que, no debemos pasarlo por alto, tampoco puede edificarse poniendo en riesgo las oportunidades de desarrollo de las generaciones futuras. Por eso debe ser un desarrollo adjetivado por partida doble: humano y sostenible.

En los últimos años en todo el mundo —tanto en países desarrollados como en países en vías de desarrollo e incluso en las economías más rezagadas— ha crecido la preocupación respecto de la capacidad de las economías para incrementar el bienestar presente de la población sin arriesgar, por ello, la viabilidad del desarrollo para las siguientes generaciones. Las razones de este interés creciente por el desarrollo sostenible son variadas: desde los radicales cambios en las tendencias demográficas, debido al incremento en la esperanza de vida y a la disminución de las tasas de natalidad, que enfrentan a gran parte de los países desarrollados con serios problemas de viabilidad financiera para los sistemas tradicionales de pensiones y de seguridad social, hasta las dolorosas experiencias —en algunos países en vías de desarrollo— de un uso dispendioso de los recursos naturales, por ejemplo: petroleros, que no sólo ha deteriorado el medio ambiente sino que ha generado, en pocos años, severas crisis de viabilidad financiera.

A partir del plasmado en detalle en el PND, y del que aquí, por razones de espacio, sólo he ofrecido algunas pinceladas, salta a la vista la necesidad de reformar la hacienda pública en México, la necesidad de hacerlo integralmente y la necesidad de que tal reforma se haga prioritariamente a favor de quienes menos tienen, sin descuidar por ello las condiciones de competitividad del país.

Por qué cuatro pilares

Una vez establecida la necesidad de una reforma hacendaria integral, respecto de la cual se percibe un amplísimo consenso en la sociedad y entre las diferentes fuerzas políticas representadas en el Congreso de la Unión, en la Secretaría de Hacienda —y siguiendo las instrucciones del presidente— analizamos las vertientes fundamentales que debería abordar una reforma de esta naturaleza no sólo para ser viable, sino para atender el problema fiscal en sus variadas dimensiones que incluyen: ingreso, gasto, ejercicio eficaz de los presupuestos, transparencia, rendición de cuentas, desarrollo regional, demandas y anhelos sociales, administración tributaria, simplificación.

Existe un innegable consenso respecto de la necesidad de una reforma fiscal que no se limite ni se agote en lo meramente tributario, ni en la recaudación de recursos públicos. Con justa razón la sociedad demanda del gobierno la garantía de que, si deberá aportar más recursos al erario, tales recursos sean ejercidos no sólo con honestidad escrupulosa —sujetos a fiscalizaciones y escrutinios puntuales y públicos—, sino también asignados con eficacia, medida en resultados tangibles y en términos de rentabilidad social.

Así pues, la reforma a la hacienda pública tendría que contener un enfoque orientado al gasto, para hacerlo eficaz, transparente y sujeto a evaluaciones y escrutinios públicos de acuerdo con sus resultados. Esto implica pasar de un enfoque presupuestal centrado en los insumos a un enfoque en el que la última palabra la dicte el otro extremo de la cadena: los resultados tangibles y verificables. Como ejemplo, al ciudadano muy poco le dice el enunciado de que se destinarán tantos millones de pesos a programas de salud, requiere —con justa razón— ver traducidos esos recursos públicos en mejoras concretas de la salud de la población.

Por su parte, las desigualdades en el desarrollo regional sólo pueden ser resueltas eficazmente fortaleciendo el federalismo fiscal. Como ciudadanos nuestra relación es mucho más constante y estrecha con los gobiernos de las entidades federativas que con el gobierno federal. De ahí que hayamos descrito este requisito federalista de la reforma como el camino idóneo para acercar la hacienda pública a las necesidades de la gente.

A la vez, el enfoque federalista responde a reiteradas demandas de los gobiernos estatales por contar con mayores potestades tributarias y por mejorar los mecanismos de asignación del gasto federal que llega a estados y municipios, tanto en forma de participaciones como de aportaciones.

En el caso de la primera demanda, la reforma debería buscar nuevas facultades tributarias para las entidades federativas y los municipios, evitando, sin embargo, la proliferación de impuestos locales. En cuanto a los mecanismos para determinar los porcentajes de participaciones y de aportaciones, deberíamos conciliar dos objetivos igualmente importantes: 1) establecer una clara correlación entre la actividad económica y recaudadora de las entidades federativas y sus percepciones de recursos federales, y 2) destinar un mayor porcentaje de recursos a las entidades con mayores carencias e índices de marginación, pero sin propiciar incentivos perversos que perpetúan el atraso; esto es: premiar la superación de los rezagos, no estimular su permanencia.

Es un hecho que nuestro sistema tributario con el paso de los años se ha hecho complejo, lo que no sólo dificulta y encarece su administración, sino que desalienta el pago de impuestos y propicia la evasión y la elusión. Esto reduce, sin duda, la capacidad recaudadora del Estado pero también lastima y ofende a los contribuyentes cumplidos, en especial a los llamados “contribuyentes cautivos” —por ejemplo, los asalariados— para quienes las prácticas de evasión y elusión de muchos otros representan una clara señal de falta de equidad.

Buena parte de esta complejidad —y de sus efectos indeseables— proviene de la proliferación, a lo largo de los años, de tratamientos tributarios especiales, tasas diferenciadas, excepciones y verdaderos privilegios. Este problema se debe atender integralmente. Por una parte, con instrumentos impositivos que permitan recobrar la universalidad de los gravámenes y restaurar sus bases erosionadas. Por otra, con medidas de control más eficaces y mediante un constante esfuerzo administrativo de simplificación de trámites y procedimientos en el cobro de impuestos.

Otro efecto indeseable es la retroalimentación paradójica de la complejidad: a falta de reformas de fondo, los intentos parciales de cerrar espacios a la elusión y a la evasión tienden a crear nuevas complejidades. Y éstas, a su vez, crean nuevas oportunidades de elusión y evasión para algunos grandes contribuyentes con capacidad para realizar una planeación fiscal agresiva y sofisticada. Literalmente, en no pocas ocasiones “cerrar” una vía de elusión ha significado como efecto secundario “abrir” varias más, de forma que se establece una especie de carrera perversa entre la autoridad y dichos contribuyentes, en la que por supuesto los segundos son quienes suelen llevar la delantera.

De ahí la necesidad de que la reforma, también en su vertiente impositiva, fuese de fondo.

Los diversos estudios que instituciones académicas han realizado acerca de la magnitud de la evasión y la elusión en México indican, entre otras cosas, que la base gravable del Impuesto Sobre la Renta se ha erosionado seriamente y que el porcentaje de recursos no recaudados por dicho impuesto a causa de esa erosión supera al que se registra en los impuestos indirectos.

Dadas estas condiciones, y a la vista de las ingentes necesidades de recursos para superar rezagos inaceptables en el desarrollo humano de millones de mexicanos, la reforma tendría que ser eficaz también en términos de recaudación.

Vale la pena mencionar, además, que junto con las inaceptables condiciones de desigualdad que ya mencioné, enfrentaremos en los años futuros severas presiones sobre las finanzas públicas para no poner en riesgo la viabilidad de los sistemas de seguridad social y de pensiones; al mismo tiempo enfrentamos, ya, un proceso de declinación de nuestra producción de petróleo y, por si esto no bastase, debemos hacer frente a las obligaciones financieras derivadas de inversiones productivas ya realizadas, como es el caso de los Proyectos de Inversión Pública con Impacto Diferido en el Gasto (Pidiregas) que, realizados en años pasados, hoy tenemos que empezar a pagar.

Súmese a esto la urgente necesidad de renovar la infraestructura del país, en transportes y comunicaciones, en capacidad para generar energía —de preferencia a partir de fuentes alternativas que no inflijan daños al ambiente—, así como construir la infraestructura básica que abra posibilidades de desarrollo humano a quienes hoy padecen profundas desventajas: introducción de agua potable, electricidad, servicios de drenaje en los hogares, pavimentación, alumbrado público, conexión a las redes de telefonía y de telecomunicaciones, acceso más seguro y eficaz a los grandes mercados.

A partir del análisis de todos estos requisitos que debería reunir una reforma integral a la hacienda pública, se diseñó una propuesta integral sostenida en cuatro pilares:

• Gasto público: Transparente, eficaz y austero.

• Federalismo: Hacia un nuevo pacto hacendario.

• Administración tributaria: Facilitar el cumplimiento de las obligaciones tributarias y combatir la evasión fiscal.

• Sistema tributario: Equidad, competitividad y fuentes alternativas de ingresos.

Una negociación que evite el riesgo del “conjunto vacío”

Es claro que en un sistema democrático la concreción de una reforma de esta naturaleza requiere de arduas negociaciones para la construcción de consensos. Tanto en su proceso de diseño como, más tarde, en las negociaciones encaminadas a su aprobación por el Congreso, se ha dialogado ampliamente con legisladores de los distintos partidos políticos, así como con diversos actores políticos y sociales, con los gobiernos de los estados y de los municipios, con las dirigencias de los partidos políticos, con las cámaras empresariales e industriales, con los representantes de grupos sociales y de sectores específicos de actividad económica, atendiendo también las observaciones y sugerencias de especialistas académicos y de analistas que representan la amplia diversidad de la opinión pública.

A semejanza de otras experiencias reformadoras en otros países, que culminaron exitosamente, los consensos deben construirse por acumulación de coincidencias sin exigir asentimientos automáticos de entrada, que pueden ser motivo de exclusión para algún participante.

La construcción de consensos entre grupos con intereses y representaciones diversos debe cuidar, sin embargo, lo que podría llamarse “el riesgo del conjunto vacío”, que trataré de describir brevemente: dado que cada grupo tiene intereses específicos, desde luego legítimos, tratará en principio de optimizar en una negociación sus beneficios particulares imponiendo vetos o restricciones, a menos que se le haga percibir que la suma de los vetos de cada grupo conducirá sin remedio a un conjunto vacío, es decir, a una reforma insustancial, meramente nominal, o incluso al aborto de la misma reforma que todos los grupos —así sea por razones diversas— pretenden buscar.

Una de las principales tareas de la negociación, por lo tanto, es dejar claramente establecido que no puede avanzarse multiplicando vetos o restricciones, sino sumando coincidencias.

Es claro que en el caso de la negociación de una reforma fiscal, especialmente en su aspecto tributario, aunque no sólo en ese renglón, la intención inicial de cada grupo tiende a ser la de minimizar o evitar costos al tiempo que se maximizan beneficios. El negociador tiene que hacer ver que el escenario óptimo para un grupo específico es ilusorio en la medida que signifique perder el apoyo de los demás para concretar la reforma. Esto es: el óptimo para el conjunto de la sociedad —el bien público— no es la mera agregación de óptimos particulares, sino de un arreglo que sólo será óptimo si se alcanza en conjunto, aun cediendo algunos intereses particulares que sean obstáculo para el logro común.

No debe sorprender que la propuesta de una reforma integral —una transformación de fondo— genere en principio inquietudes y objeciones. De hecho, ello es muestra de que la propuesta en verdad está encaminada a modificar un estado de cosas y no sólo a lograr efectos cosméticos o de propaganda.

Al mismo tiempo, como ha sucedido en este caso, quien propone la reforma (el gobierno federal) debe atender tales inquietudes y objeciones, como también lo hace quien finalmente decide el destino y alcance finales de la propuesta: el Congreso. Así se ha hecho, lo que ha contribuido sin duda a mejorar la propuesta original y a prever consecuencias que tal vez los diseñadores habíamos pasado por alto.

En este sentido, la construcción conjunta de la reforma a la hacienda pública sin duda sienta un muy saludable precedente para el logro de futuras transformaciones que la democracia mexicana anhela.

25 de septiembre de 2007

Momento reformador

Javier Corral Jurado

La política legislativa, actividad indispensable y superior en el sistema democrático de la división de poderes, necesita condiciones especiales para concretar sus propósitos: identificar el objetivo esencial de las reformas que procesa —para lo que el método que escoja es su principal definición— y también el momento preciso, la época conveniente para enfrentar las consecuencias de sus actos, sobre todo si se tiene la voluntad de hacer prevalecer el interés público sobre los intereses particulares.

No siempre están a la vista los momentos propicios para las reformas, ni con frecuencia aparece una clase política reformadora, capaz de tomar el riesgo de agotarse en sí misma. El intenso calendario electoral, que nos tiene metidos casi todos los años en la disputa del poder federal o local, ha sido uno de los desincentivos para el acuerdo; por ello, hay que recalcarlo, homologar los procesos electorales a un mismo tiempo es uno de los mayores respiros que se puede dar a la República. Las grandes reformas necesitan tiempo intenso pero corto de competencia entre los partidos, y amplio espacio para la reflexión de largo plazo, en el que unos y otros evalúan su condición de poder y de oposición.

Las reformas que México necesita están inspiradas, dotadas de propuestas para diferentes escenarios, ampliamente consultadas, debatidas, pero les han faltado momento y hombres y mujeres dispuestos a superar las diferencias de la pluralidad de los parlamentos. Ello requiere visión profunda y una generosidad capaz de recoger la experiencia. Para acometer los cambios estructurales que el país demanda no sirven la simulación ni la mezquindad. Reconocer la validez de las ideas más allá de quien las formula es una característica de los demócratas.

México y su Congreso tienen hoy condiciones insuperables para concretar la alternancia política y la transición democrática en una reforma del Estado de hondo calado. No se debe dar pausa a que los intereses económicos o los poderes fácticos reinstalen su dinámica de presión, intimidación y chantaje, en la ruta de rescatar soberanía al Estado y dignidad a la política. Ahí se coloca el inicio de los trabajos del grupo plural para la reforma de las leyes de radiodifusión y telecomunicaciones que el pasado jueves se instaló formalmente en el Senado, bajo el liderazgo que han decidido asumir en esta histórica empresa los coordinadores parlamentarios Santiago Creel (PAN), Manlio Fabio Beltrones (PRI) y Carlos Navarrete (PRD).

También la instalación del grupo de trabajo bicamaral que revisará el segundo tema de la reforma del Estado, Régimen de Estado y de Gobierno, particularmente en la figura de jefe de Gabinete, con el que el Congreso pretende aumentar su participación en un nuevo modelo de gobernabilidad democrática.

Ante propósitos tan esperanzadores y hechos tan concretos como la reforma constitucional en materia electoral, la Asociación Mexicana de Derecho a la Información, por acuerdo de su comité directivo y de su consejo consultivo, envió una carta a todos los diputados locales del país para sumarse a este momento reformador, y hacer del Constituyente Permanente consignado en el artículo 135 de la Constitución una de las mayores expresiones de voluntad política plena, coincidente entre su diversidad, frente a amenazas, presiones y la desinformación que despliegan los intereses que la resisten.

Dice el apoyo central de esa misiva: “Estamos convencidos de que esa normatividad tendrá un impacto positivo en nuestra vida política: campañas electorales más baratas, reforzamiento de la equidad en la competencia y una democracia más fuerte y menos dependiente del dinero. Eventualmente, además, esas disposiciones pueden incidir de manera colateral en una elevación del debate político que tanto requiere nuestro país. Por esas razones, los llamamos a refrendar y reforzar el importante paso que dio el Congreso de la Unión y aprobar las que, con el voto de ustedes, pueden convertirse en las nuevas normas constitucionales para la competencia política en este país”.

La carta de la Amedi, que contrasta con la enviada por la cúpula empresarial contra las reformas, ha tenido gran respuesta de varios legisladores, y en Colima y Jalisco ha sido referenciado su contenido a la hora en que las comisiones han aprobado dictaminarla. Es necesario ese aval pues la campaña distorsionadora ha tenido su efecto. Conforme a una encuesta nacional sobre la reforma constitucional en materia electoral, del Instituto de Mercadotecnia y Opinión de Guadalajara, que encabeza César Morones, la mayoría de las personas se mostró en desacuerdo, 48.9%, mientras que 43.9% estaba de acuerdo, teniendo como fuente de información básicamente a la tv. Sin embargo, cuando a la gente consultada se le informaba sobre los contenidos reales de la reforma, la opinión cambiaba de una manera radical: 80.7% a favor de que no se pueda comprar spots, 85% a favor de que no exista la posibilidad de campañas negativas, 87.2% a favor de la reduccion del tiempo de campañas, 80.7% a favor de la prohibición de propaganda gubernamental con fines de promoción personal.

Las reformas, su momento y reformadores también necesitan respaldo ciudadano, impulso social organizado, capaz de comprender que más allá de las diferencias lo que vale es el horizonte que se traza en el ideal que nos es común: un México mejor y más justo para todos.

Profesor de la FCPyS de la UNAM

23 de septiembre de 2007

Fox: pecado colectivo

Ricardo Alemán

Mediocridad que siempre estuvo a la vista de todos

El foxismo, espejo que nos refleja como sociedad

Acaso resulte una exageración que el de Vicente Fox sea un enriquecimiento “cínico y descarado”, sobre todo a la luz de los caudales que se llevaron otros presidentes mexicanos. El problema no parece ser el lujoso rancho, los negocios ocultos o públicos, sino el pecado de la frivolidad, la obsesión enfermiza por la ostentación que picó a la otrora “pareja presidencial” desde julio de 2000. Y es que en rigor, Vicente Fox resultó ser “un presidente mediocre hasta para robar”, como dice con sarcasmo un reconocido guanajuatense.

También parece un exceso que el priísmo representado en el Congreso pretenda condicionar la aprobación del paquete presupuestal para 2008, a una investigación del origen de las propiedades del ex presidente. En efecto, el Congreso y el Estado en general deben revisar la gestión de Fox y sus bienes —y la sociedad hacer el juicio de esa gestión y de su propia responsabilidad compartida— y sancionar lo que debe ser sancionado. Pero amarrar ese escándalo al presupuesto para el año venidero resulta, por decir lo menos, una bajeza política.

Todos o casi todos están de acuerdo en que Vicente Fox debe ser investigado para deslindar responsabilidad sobre su repentina bonanza. Pero una cosa es esa investigación y el castigo respectivo si el ex presidente resulta culpable y, otra cosa muy distinta, es que grupos políticos y partidos pretendan convertir la política y el trabajo legislativo en una suerte de “noche de los cuchillos largos”, en donde las venganzas políticas —más que la salud del Estado y la República— sean la tónica. Ya se cobró venganza contra el IFE y los poderes mediáticos, hoy van contra Fox... ¿Mañana quién sigue?

¿Apenas se dan cuenta?

Pero lo que resulta más que un despropósito, que raya en el ridículo y hasta ofende a la memoria y la inteligencia colectivas, es que por obra y gracia de los juegos mediáticos hoy se pretenda descubrir lo que por lo menos desde 1999 estaba a la vista de todos: que Vicente Fox no sólo era un “aprendiz de brujo”, frívolo, nada culto, incapaz para la política y para el ejercicio del poder, sino un mediocre que gracias a la mercadotecnia y la popularidad mediática engañó a todos los que creyeron en él y a muchos otros que, luego del 2 de julio, le vieron las cualidades que nunca tuvo.

Vicente Fox, nos guste o no, es un retrato de lo que colectivamente somos como sociedad democrática: un fracaso. ¿Cómo pudimos, como sociedad y en colectivo, llevar a la Presidencia a Vicente Fox? ¿Cómo fue posible que muchos creyeran, a ciegas y sordas, en el “fenómeno Fox”, en un ranchero populachero que frente a todos exhibía sus cualidades como político “ligero”, “bocón”, “irresponsable” y hasta “tonto”. ¿Cómo fue posible que un sector de la llamada izquierda se tragara el cuento del “voto útil”?, justificación discursiva que dejó de lado la crítica, la autocrítica, la sensatez, el valor de las ideas y la fuerza programática de una alternativa político electoral, para rendirse a los pies de la popularidad. Era el más popular, el único capaz de ganarle al PRI, y por esa sola cualidad, debía ser el Presidente, el mejor.

Justificaciones abundan; que si era el único capaz de sacar al PRI de Los Pinos, que si era la menos mala de las alternativas, que si el voto no fue por Fox, sino contra el PRI; que si no había de otra... Lo que se quiera y mande, pero lo cierto es que en la gestión de Vicente Fox, en el fracaso de su gobierno, debemos vernos reflejados todos los mexicanos. Luego del PRI, con toda su cauda de autoritarismo, antidemocracia, corrupción y “comaladas de ricos sexenales”, no fuimos capaces de crear y de creer más que a, y en, Vicente Fox. Talante y talento colectivos para entender el valor de la alternancia y la democracia electorales.

El 2 de julio de 2000 casi 45% de los electores prefirieron a Vicente Fox, pero el 1 de diciembre de ese mismo año, casi nueve de cada 10 estaba enamorado de Fox. ¿Por qué? Porque se había ido el PRI. ¿Pero realmente se fue? Luego de ese 1 de diciembre de 2000, aquí y en otros foros dijimos que la de Fox no había sido más que una elección del “quítate tú para ponerme yo”. Enojo, insultos, agresiones, fueron la respuesta.

Otros dirán que desde hace muchos años eran evidentes sus incapacidades, frivolidad y fracasos, pero que hoy, ¡apenas hoy se supo que era un presidente corrupto! ¿De veras? Una revisión elemental de las hemerotecas de la prensa de Guanajuato puede servir para disipar las dudas. En efecto, con dinero público se remodeló el rancho de los Fox, pero la remodelación empezó desde la visita del presidente Bush a Fox, en el rancho, hoy motivo del escándalo. Fox convirtió esa propiedad en una suerte de sede alterna, muy personal, de su despacho en Los Pinos. Y eso siempre estuvo a la vista de todos. Y no, no es una justificación y menos una defensa de Fox. Es un ejemplo de que hoy, igual que en los años y meses previos al 2000, los juegos mediáticos nos hicieron ver todo, menos la realidad. Ayer esos juegos nos “vendieron” a Fox como “el salvador de la patria”, hoy como el “villano de la patria”.

Rescatar la memoria

Acaso por eso valga la pena un ejercicio mínimo de memoria, de nuestra memoria, claro. El 18 de enero de 2000 nos ocupamos aquí de esa contradicción que aparecía entre el candidato presidencial del PAN, que por algunos era visto como “un político “ligero”, “bocón”, “irresponsable” y hasta “tonto”, y los elevados niveles de popularidad que entonces tenía. Dijimos en esa fecha: “De resultar cierta la apreciación de analistas, politólogos y políticos profesionales, entonces una porción importante de mexicanos en edad de votar, casi el 40% de los electores potenciales, están dispuestos a sufragar y hasta llevar a la Presidencia de la República a un político ‘ligero’, ‘bocón’, ‘irresponsable’ y hasta ‘tonto’, como Vicente Fox”.

El 2 de marzo de ese mismo año 2000, acusamos el “gatopardismo” o “trasvestismo electoral” de Fox, quien le decía a cada auditorio, lo que esa audiencia quería escuchar: “El de Vicente Fox en realidad es un fenómeno de ‘gatopardismo político’, aunque algunos prefieren llamarlo trasvestismo electoral, que lo mismo deja ver al candidato presidencial del PAN como un severo crítico de la Iglesia católica, a la que compara con el PRI, que dice tener ‘grandes coincidencias’ con Fidel Castro, o de plano propone ‘reinventar o recomponer’ al PAN, para quitarle ‘el tufillo de partido confesional’ o ‘de ultraderecha’... De acuerdo con algunos de los estrategas de campaña de Vicente Fox, uno de los objetivos fundamentales del discurso del ex gobernador de Guanajuato es ofrecer ‘lo que quiera escuchar la gente’, lo que traducido al lenguaje de la mercadotecnia política, no es otra cosa que la ‘ley de la oferta y la demanda’, es decir, dar o decir a la gente lo que quiere recibir o escuchar”. El 20 de mayo de ese mismo año dimos cuenta del nacimiento del “voto útil”, luego del fallido intento de una candidatura de unidad entre Fox y Cárdenas: “Cuando Vicente Fox frustró la posibilidad de una ‘gran alianza opositora’, lo que en realidad buscó fue el desprendimiento de importantes figuras y/o grupos del PRI, del PRD y de otros sectores políticos.

El objetivo parece ambicioso, pero de concretarse, crearía en la conciencia colectiva de no pocos electores la sensación de una ‘gran alianza’ en torno a Vicente Fox, no de estructuras partidistas, sino de ‘personalidades políticas’ de la oposición y hasta del PRI... Y no existe ni existirá ningún problema de conciencia para nadie, porque la adhesión a la candidatura de Fox no significará enlistarse en el PAN, sino que sólo será necesario convertirse en ‘amigo de Fox’, para conseguir un hueso político”.

Ante la sorpresa de todos, Fox se alzó con el triunfo el 2 de julio de 2000. Entonces empezó la confrontación con a la prensa. Como presidente electo, y durante su gira por Estados Unidos y Canadá, empezó el circo en que se convertiría su gobierno en los años por venir. Fox se quejó de la prensa “porque tal parece que gozan diciendo que no nos hicieron caso, cuando deberían apoyarnos”. Empezaban los escándalos por sus giras, por las peleas en torno a lo que sería su gabinete, y el “portón” que le dio a su partido.

Pero el 1 de diciembre fue lo más parecido a la apoteosis: la noche de ese día, el Canal de las Estrellas presentó su encuesta habitual, con la pregunta: “¿Qué le pareció a los ciudadanos el mensaje del nuevo gobierno?”. Y sí, más de 90% de los consultados se dijeron satisfechos. Las encuestas con método, daban una aceptación de más del 80% a Vicente Fox. El guanajuatense no sólo había ganado la elección —con todo lo cuestionable que haya resultado su propuesta, su estilo personal de hacer política, la mercadotecnia, y que en realidad era un “bulto” que pocos quisieron ver— sino que ya electo, se ganó la aceptación de ocho de cada 10 mexicanos. ¿Por qué?

Así lo entendimos, y lo dijimos el 5 de diciembre: “Cierta radio y cierta televisión, sobre todo Televisa y el informativo Monitor, exaltaron hasta el delirio ciudadano el culto a la personalidad de Vicente Fox, del nuevo presidente, no sólo como algunos lo hacían en el caso de gobiernos priístas, sino hoy en la total desmesura. Presentaron a los televidentes y radioescuchas auténticas apologías de la religiosidad de Vicente Fox; elevaron a nivel de culto sexenal a la familia presidencial, a los hijos y la madre de Fox, y casi lo presentaron como el modelo de familia; unida, religiosa, sobre todo católica preocupada por los pobres. Vicente Fox fue presentado por Televisa y Monitor, sobre todo esos medios, como el único capaz de “reinventar” a México, con todo y los mexicanos, y estrujaron corazones y almas, con repetidas escenas de Fox orando, comulgando, escuchando a una indígena en pleno llanto pidiendo una oportunidad, a los niños de la calle en plena reincorporación a la sociedad”. El circo mediático para construir una imagen que hoy, con igual capacidad, se destruye. Y los mismos crédulos de ayer, en el circo de hoy.

Después de la toma se posesión, con todo y el saludo a sus hijos antes que al Congreso, y luego del acto en el Auditorio Nacional, con todo y el crucifijo, el evento más importante, fue en el Castillo de Chapultepec, en donde el nuevo presidente recibió al cuerpo diplomático acreditado, en una cena de gala. “Es un escenario bellísimo, digno de ser presumido, ideal para vender a México, en el buen sentido, ante el mundo”. Eso dijo la señora Marta Sahagún del evento, en una de sus primeras entrevistas, como vocera. ¿Y adivinen a quién le dio la entrevista? A una revista “del corazón”, en donde los “famosos” se disputan amoríos y glamour.

El 11 de enero de 2000 dijimos lo siguiente en este espacio: “Acaso por eso, porque el gobierno de Vicente Fox concibe a los ciudadanos sólo como consumidores de modas, de productos chatarra, de imágenes salidas de los medios electrónicos, su vocera, y probable futura esposa, Marta Sahagún, decidió ofrecer sus primeras entrevistas a los espacios de moda, en donde la vida de los famosos, sus adicciones, infidelidades y atormentados amoríos, son un manjar altamente consumible por el gran público”.

Lino y los amigos

Mucho antes de julio de 2000, el Fox al que hoy todos o casi todos cuestionan y colocan en la hoguera mediática, estaba a la vista de todos. Desde 1988, cuando fue un diputado federal gris, que pasó por la 54 Legislatura sin pena ni gloria, ya en 1991, en su fracasado intento por ser gobernador de Guanajuato en el salinato, y sobre todo en 1995, cuando por fin se hizo gobernador de su estado adoptivo, Vicente Fox no fue más que un producto de la mercadotecnia político electoral; un producto que fue vendido a los ciudadanos como vender jamones y salchichas. Pero estaba muy lejos de ser visto como político experto, gobernante eficaz, empresario exitoso, como demócrata o pretendiente a hombre de Estado. ¿Por qué como sociedad, de manera colectiva, nos negamos a ver esa realidad? ¿Por qué como sociedad nos equivocamos?

No faltarán los que digan que no votaron por Fox, y tendrán una buena coartada. Pero luego del 2 de julio del 2000, ocho de cada 10 se decían convencidos. ¿Por qué? Porque Vicente Fox, el empresario, el diputado, el gobernador de Guanajuato y el presidente de todos los mexicanos, no fue un político, menos un demócrata, y mucho menos un gobernante; fue un producto del mercado y de la popularidad.

Y en ese engaño monumental, una gran parte de la responsabilidad la tiene nada menos que Lino Korrodi, el eficaz arquitecto de la estructura financiera de ese producto mercantil, el constructor de ese “bulto” que por seis años mal gobernó al país, y quien hoy se erige en la conciencia crítica y demoledor de la imagen de Vicente Fox. ¿Por qué Lino Korrodi? Porque conoce, como pocos, los secretos de escándalos como Amigos de Fox, porque fue no sólo el arquitecto, sino el albañil de esa obra. Y porque fue traicionado. Dice el señor Korrodi que no le interesaba ser parte del gobierno de Fox, pero en realidad muestra su enojo por lo que él llama “la gran traición”. Sí, fue traicionado por Fox, porque no recibió la paga que creía merecer. Pero el señor Korrodi no sabe que si cae Fox, él mismo será arrastrado.

Y es que tanto la ex “pareja presidencial” como el señor Korrodi, entre muchos otros sobrevivientes del foxismo, se han convertido en un lastre, un pesado lastre para el gobierno de Calderón. Y a Calderón, ya lo vimos, no le tiembla la mano para cortar cabezas. Al tiempo.

18 de septiembre de 2007

Primero la verdad

Javier Corral Jurado

Así como los ha exhibido en su inescrupulosa conducta empresarial y demuestra la ausencia de una ética comunicacional, la embustera campaña antirreforma electoral lanzada por las televisoras y los principales grupos radiofónicos a través de sus conductores de noticias también ha sembrado la confusión y la mentira. En la estratagema falsificadora anuncian un referéndum por la libertad, como si estuviera en peligro.

Es inobjetable que la acción concertada de los concesionarios tiene efecto en un gran sector poblacional. En esa acción, los que debieran procurar el derecho a la información le han inflingido uno de sus más brutales atropellos en doble vía: en el destinatario final, el ciudadano, y en otro de los sujetos a este derecho —en calidad de intermediario—, el comunicador. En este último, el retroceso es brutal.

A los ciudadanos se les ha negado conocer los contenidos exactos de la reforma electoral, los detalles de las modificaciones y las consideraciones que los legisladores han hecho sobre los beneficios que acarrean; en un amplio monitoreo que he realizado casi diario desde que se aprobó la reforma, durante varias horas a distintos programas de radio y televisión por medio del sistema Medialog, son contados los casos de los que se toman la molestia de leer las reformas, o dar algún dato o cita puntual del contenido.

Se sobreponen por el contrario valoraciones y opiniones descalificatorias tanto del trabajo de los legisladores como de sus personas; se les injuria y se les llega a retar “desde la trinchera que quieran y como quieran”. No son pocas las mentiras y es muy generalizado el comentario de que “este es nuestro trabajo y nos lo quieren quitar”, así como “esos señores que no trabajan y ganan mucho ahora nos quieren prohibir que los critiquemos, nos quieren imponer lo que podemos decirle y lo que no debemos decirle”. Con tal contundencia y reiteración se da esto que, en efecto, parece un guión instruido.

A sus conductores de noticias, reporteros y analistas se les ha impuesto criterios informativos como hacía mucho no lo veíamos. Varios fueron conducidos bajo la presión de su relación laboral con los concesionarios para ser utilizados en contra de los legisladores de las comisiones unidas del Senado; eso los ha expuesto de una manera innecesaria ante esos actores, y por supuesto ante sus públicos. No dudo que entre esos comunicadores haya quienes gustosos se suman a la defensa de los intereses de sus patrones, pero otros expresaron su molestia y hubo hasta quien relató en la radio cómo “de arriba” le pidieron asistir a ese acto vergonzoso.

El sesgo es tal que se circuló una lista de voces que debieran recogerse para apuntalar su dicho. Entre los nombres figuran académicos de amplio prestigio que, habiendo ponderado en lo general la reforma, han expresado las insuficiencias o su diferendo por la remoción de los consejeros del IFE. Pero la cuidadosa edición resalta las críticas, descontextualiza la opinión, y suma personajes de prestigio a la defensa de los miles de millones de pesos que se le retiran a la radio y a la televisión por la prohibición a los partidos de comprar publicidad en esos medios, y sólo disponer de los tiempos que el Estado tiene, como contraprestación por el uso de un bien del dominio de la nación que opera bajo concesión.

En el tema de los tiempos de Estado es donde se localizan las mayores distorsiones. La espiral de manipulación empezó por decir que se les expropiaba tiempo, luego que se les creaba una nueva obligación fiscal a ellos que pagan todos los impuestos, más tarde que era la misma contraprestación pero que les aumentaba 54 minutos a lo que ya tenían, aderezada la explicación con una de las más inverosímiles versiones históricas sobre el origen de esta contraprestación. Cuenta esa fábula que el impuesto que los concesionarios pagan con tiempo aire es una represalia de Díaz Ordaz a la forma libertaria en que se condujeron frente al gobierno por los hechos de 1968. Lo que jamás existió. Por el contrario, la historia acredita a la cámara de la radiodifusión, junto con la CTM, exigiendo la acción de la fuerza para restablecer el orden.

Ocultan la verdad de ese impuesto, base de un régimen fiscal de excepción al que la acción de los gobiernos ha brindado todo tipo de facilidades para burlarlo y reducirlo en su favor a niveles grotescos. El famoso 12.5% sobre el total de la programación establecido en 1969. Los gobiernos del PRI nunca lo usaron en forma total (en 24 horas de transmisión suponía 180 minutos a favor del Estado). Lo intercambiaban por información noticiosa o programas especiales orientados a los intereses del gobierno. Y Vicente Fox les otorgó la mayor concesión: lo redujo mediante negociación secreta a 1.25%.

No se expropia el tiempo, porque son concesionarios, no propietarios, y de lo que tienen por obligación sólo aumenta seis minutos, o si se quiere, se recuperan seis de los 162 que se les descontaron indebidamente. ¿Pagan todos los impuestos? Por supuesto, como cualquiera, pero el que debieran pagar en efectivo —como toda industria que explota un bien público que les acarrea ganancias multimillonarias— lo hacen en especie.

Hemos vivido una semana de mentiras y falsificaciones grotescas; pobre radiodifusión y lástima de los comunicadores que a ello se han prestado. Bienvenida la democracia participativa: ¿deben o no pagar impuestos los que hacen negocio con un bien de dominio público? ¿Lo deben hacer en efectivo o con tiempo aire? Si en realidad quieren un referéndum, primero y siempre, el derecho a la verdad y la verdad como deber.

Profesor de la FCPyS de la UNAM

13 de septiembre de 2007

Gruñido


11 de septiembre de 2007

Enhorabuena

Javier Corral Jurado

Sólo basta leer el desplegado publicado el 7 de septiembre por la Cámara Nacional de la Industria de la Radio y la Televisión para darnos cuenta de por qué las televisoras recurren, otra vez, a la burda distorsión informativa sobre la propuesta de reforma electoral, y reiteran el chantaje y la amenaza directa a quienes la promueven con proscribirlos de la pantalla: carecen de argumentos en su defensa, no sólo racionales o legales, sino legítimos, porque esconden el fundamento real de su resistencia.

Ayunos de razones para oponerse, inventan, falsifican e intentan inútilmente encontrar aliados donde no los tienen, “la academia, la investigación, el periodismo”, para ir juntos adonde siempre han despreciado acudir “a las mesas de diálogo convocadas por el H. Congreso”. “Tiempo de escuchar y recabar las sugerencias” siempre lo han pedido y muy pocas veces han expresado con claridad qué sí quieren y qué no, qué están dispuestos a ceder, en qué medida aportarán a la consolidación de la democracia como concesionarios de un bien de la nación. Pero la visión parte de reducir las elecciones sólo a un jugoso negocio por el que llegan a sus bolsillos miles de millones de pesos y a su influencia creciente, extraordinarias relaciones de poder.

Por eso en la campaña televisiva del fin de semana y sin duda la que nos espera en ésta han ocultado a sus auditorios de qué se trata la reforma. No les han dicho a sus televidentes que busca reducir considerablemente los gastos de las campañas y redestinar esos recursos a otros rubros sociales urgentes, pues entre otros apartados de gran valor y decisión política se prohíbe a los partidos adquirir tiempo en radio y televisión, esto es, no más gasto en spots. No dicen que de aprobarse las adiciones al artículo 41 de la Constitución, el acceso de los partidos a los medios electrónicos se hará a través del tiempo que el Estado disponga y que será asignado al IFE como autoridad única.

No dicen que según una adición al artículo 134 de la Constitución, “la propaganda, bajo cualquier modalidad de comunicación social, que difundan los poderes públicos, los órganos autónomos, las dependencias y entidades de la administración pública y cualquier otro ente público de los tres órdenes de gobierno deberá tener carácter institucional y fines informativos, educativos o de orientación social. En ningún caso esta propaganda incluirá nombres, imágenes, voces o símbolos que impliquen promoción personalizada de cualquier servidor público”.

Esa información vital ha sido negada a sus audiencias, a quienes con el tema de la remoción de los consejeros del IFE —argumento que por supuesto tiene asidero y parte de razón— se les encubre la defensa de sus propios intereses.

Amos y señores de la negociación subrepticia, del acuerdo en lo oscurito, de los refrendos pactados al final del año, aplaudidores de los decretos firmados en la madrugada en la suite de un hotel, y de las leyes aprobadas en siete minutos, ahora el duopolio televisivo está sumamente preocupado por “el cuidadoso sigilo en que se ha mantenido el contenido preciso del proyecto de reforma”. Lo podrán decir de la forma y tiempos en que se presentó el proyecto de dictamen, pero no de sus contenidos, quizá una de las discusiones más oreadas en los últimos años en el país, debate que ha contado en todo momento con la censura televisiva.

Esta vez el duopolio está perdido. Han cometido todos los errores posibles, que no hay dignidad política, por más endeble que lo sea, que aguantara los desplantes de la prepotencia y los abusos de su poder que llegó a creerse intocable. Han ido tan lejos y tanto le han jalado los bigotes al Estado que muy atrás se quedó la propuesta de que fuera solamente el IFE la instancia que contratara la publicidad comercial en materia electoral, ahora la prohibición es total.

¿Que la reforma condena a la desaparición a los medios pequeños? La queja es grotesca e inexacta. Pobre radiodifusión aquella que para subsistir necesita sólo de publicidad oficial o de campañas electorales; pero tampoco es cierto que sean depositarios de asignaciones presupuestales importantes. En las elecciones locales y no se diga en las federales, la mayor rebanada del pastel se la lleva el oligopolio radiofónico y el duopolio televisivo, como sucede en el conjunto de la publicidad.

Televisa y TV Azteca se llevan 99.4% del gasto publicitario en televisión abierta, 58% de toda la inversión en medios, algo así como 25 mil 984 millones de pesos al año. La radio representa 8% adicional. Esto es, no más de 15 empresas de medios concentran en México 66 % de los ingresos del mercado publicitario y son destinatarios de 60% del gasto total de los partidos en las campañas electorales.

En eso ha derivado el modelo electoral que hace de la mercadotecnia y del spot su estrategia fundamental: una correa de transmisión de dinero público a unas cuantas empresas privadas.

No es válida tampoco la queja de los radiodifusores pequeños, medianos, de provincia, independientes o como se quieran llamar, de que los metan al mismo costal de la televisión y que las reformas legales no sean capaces de distinguirlos entre uno y otro sistema; la timoratez tiene sus costos, y dejarse conducir por el tronar de los dedos de empleados de tercera categoría de las televisoras entraña responsabilidades y consecuencias. Superar el miedo es condición indispensable para exigir y ejercer la libertad.

En efecto, puede venir una andanada mediática contra los promotores de las reformas, pero el ruido pasará pronto, quizá en cuanto esté aprobada por el constituyente permanente. Si los legisladores acometen la decisión, terminarán siendo respetados por muchos, incluida la televisión. Que van a presionar, sin duda, pero sólo se deja presionar quien es susceptible de ser presionado.

La política adquirirá más libertad e independencia no sólo para resolver la agenda de la reforma de medios, sino otros temas fundamentales en los que la tv actúa como cómplice del statu quo. Sí, se trata de un acto de liberación, pues en medio no sólo está la posibilidad de campañas más baratas y cortas, también se ataca una relación indebida entre medios y poder, inadmisible en una democracia. Enhorabuena por el Congreso.

Profesor de la FCPyS de la UNAM

8 de septiembre de 2007

Chile: creatividad para el desarrollo




Ricardo Lagos Escobar

Versión extractada de la conferencia pronunciada por Ricardo Lagos al inaugurar las clases magistrales “Chile Piensa”, en la Casa de América de Madrid.

No sólo el pragmatismo de su economía abierta tiene a Chile en el destacado lugar en donde está, afirma el ex presidente Ricardo Lagos: otras medidas, tan creativas como serias, han contribuido al ejemplar desarrollo del país.


A veces, Chile es presentado como una nación modelo más por los números de su economía que por su capacidad creativa. Y sin embargo, durante estos diecisiete años con la democracia recuperada en Chile, esos avances económicos y muchos otros han implicado reflexión original y creatividad. Ha sido una elaboración intelectual poco conocida más allá de nuestras fronteras, pero que es de muchas consecuencias.*
El cambio cultural en Chile está a la vista. Desde un cambio simbólico, como fue abrir el Palacio de la Moneda al tránsito de los ciudadanos, a ese de atrevernos con la memoria histórica. O a este que ha sido uno de los cambios mayores: elegir a una mujer presidenta de Chile. Un cambio que no consistió en elegirla, como suele pensarse, sino en la falta de polémica, entre nosotros, acerca de que una mujer pudiera ser presidenta.
Esos cambios son signos de que en Chile hemos llegado a entender la democracia de manera más profunda. Tenemos hoy, en último término, una visión humanista de la política. Entendemos que son ciudadanos y no consumidores los que van a plasmar la sociedad que los chilenos queremos construir. Y esto hace al ser humano el centro de nuestras preocupaciones públicas.
Todos esos cambios han venido acompañados, y muchas veces han sido frutos, de una reflexión creativa. Una reflexión original y creativa ante nuestros problemas, que se manifestó desde los comienzos de aquello que podríamos llamar nuestra “transición tranquila”. Y ayudan a explicársela.
En Chile, cuando había oscuridad y falta de libertad, empezamos por la búsqueda de una coalición lo más amplia posible. Se trataba de configurar una gran mayoría nacional, por sobre nuestras trincheras políticas. Esta mayoría la hicimos, primero, pensando en ganar el plebiscito convocado por Pinochet para perpetuarse. Y después, en dirigir a Chile por un periodo breve de no más de cuatro años. Hablamos entonces, todos, de una transición breve, porque estaba implícito que después de este periodo volvíamos a lo nuestro, a nuestras trincheras.
Sin embargo, en el camino entendimos que el país nos exigía un desafío más profundo. Hacer el paso de una sociedad antigua a una sociedad que se atreviera a entrar en un mundo moderno. Sin proponérnoslo, ni anunciarlo solemnemente, esa gran coalición para recuperar la democracia devino en una coalición para llevar a Chile hacia una nueva modernidad.
El reto se amplió enormemente. Ya no sólo era necesario hacer una transición política exitosa, sino que debíamos aceptar una misión bastante mayor, y más abarcadora. Al desafío político lo acompañaba un desafío económico, uno social, uno cultural. Varios otros. Y todos han requerido grandes dosis de creatividad.

Para nunca más vivirlo, nunca más negarlo
En el ámbito político, la transición implicó un primer reto, que conllevó mucha reflexión. Se trataba de consolidar la democracia sin transar con el olvido. Era necesario recuperar nuestra memoria, atrevernos a enfrentar el pasado. Patricio Aylwin, el primer presidente de la transición, se atrevió a constituir una comisión, “Verdad y reconciliación”, con el objeto de saber qué había ocurrido con aquellos que habían sido ejecutados o desaparecieron. Luego, fue el segundo presidente de la democracia, Eduardo Frei, quien estableció una “Mesa de Diálogo”, para ver si estábamos en condiciones de encontrar los restos de aquellos que desaparecieron. Y después me tocó a mí abordar un asunto complejo, que pocas transiciones han tocado: el de las prisiones políticas y la tortura.
No fue fácil. ¿En qué medida hacerlo implicaba abrir las heridas? ¿En qué medida podíamos mirarnos unos a otros? En 2003 nombramos una comisión presidida por el obispo Valech e integrada por distintos sectores políticos y visiones sociales. El informe consigna los recintos donde se practicó tortura, los agentes del Estado que la practicaron, los medios empleados por diversos organismos públicos e identifica las leyes que ampararon aquellas atrocidades. La conclusión es clara e insoslayable: la prisión política y la tortura fueron una práctica institucional de Estado absolutamente inaceptable, por completo ajena a la tradición de Chile.
La elaboración de este informe fue una experiencia con pocos precedentes. Treinta años después reconstituyó una etapa difícil, a partir de 35,000 chilenos que declararon su sufrimiento y su dolor a esa comisión. Repito las palabras que dije al entregar aquel informe al país: “Porque hemos sido capaces de mirar toda la verdad de frente, podemos empezar a superar el dolor y restaurar las heridas. Para nunca más vivirlo, nunca más negarlo.”

Abrámonos al mundo
En el plano económico, nuestra nueva democracia enfrentaba el desafío de crecer, con miras a lograr el desarrollo, priorizando al mismo tiempo la solución de las tremendas inequidades sociales que heredábamos. Y hacer las dos cosas, manteniendo una mirada común, un consenso social inédito. Pocas tareas nos han exigido más reflexión y creatividad original.
Fue necesario consensuar que lo fundamental para crecer es invertir y que para poder aumentar la inversión teníamos que tener ahorro interno, como lo hemos tenido. Y que de-bíamos atraer inversión externa, como también la hemos tenido. Al mismo tiempo, entendíamos que había que mantener las cuentas fiscales en orden y tener una autoridad monetaria que hiciera su tarea. Y ésta la hizo, con una buena conducta fiscal y tasas de interés muy bajo, que nos permitieron acelerar el crecimiento.
No sólo eso: quisimos proyectar esa conducta fiscal ordenada al futuro. Y para ello incorporamos, al comienzo de mi gobierno, el objetivo de tener un superávit estructural de un 1% que nos permitiera ser el único país con una política anticíclica.
Del mismo modo, como Chile tiene un mercado pequeño, nos atrevimos a decir: “Abrámonos al mundo; si el mundo se va a globalizar, atrevámonos a competir. Ya que la globalización viene para quedarse, más nos vale prepararnos para ella.” Así que bajamos los aranceles e hicimos acuerdos con los distintos bloques económicos del mundo. Y en cada acuerdo aprendimos que éste conlleva ponerle un sello de excelencia a lo que hacíamos.
Aprendieron nuestros agricultores, por ejemplo, que para exportar berries a Europa hay que recibir, dos o tres veces al año, a inspectores que llegan a constatar cómo se riegan, con qué agua, quiénes son los que recolectan los frutos, dónde se guardan los insecticidas, en qué bodegas. Hemos ido aprendiendo que el sello de excelencia no es sólo la calidad del berrye, sino que ello conlleva mucho aprendizaje.
Hoy día vemos que el 70% de nuestro comercio está bajo algún acuerdo de libre comercio. Y que tenemos un arancel externo común promedio de un 2.5%. Pocos países pueden decir esto.
Para todo ello tuvimos que prepararnos con una mejora de infraestructuras. Y lo hicimos logrando lo que parece una cuadratura del círculo: mantuvimos una presión tributaria baja, de un 18% sobre el producto.
Poner al día a Chile en infraestructura –y hacerlo sin una Unión Europea y sus recursos de nivelación entre países– nos exigió recurrir al concurso privado. En un entendimiento público y privado, pudimos tener carreteras, aeropuertos y hasta cárceles por la vía de la concesión. Así, hemos avanzado de tal manera que aquellos recursos públicos que no se gastan porque los pone la inversión privada, podemos ponerlos en infraestructuras sociales, en aquellos ámbitos donde si no lo hace el Estado no lo hace nadie.
Porque de eso se trataba. Esos tremendos esfuerzos nos permiten mostrar una economía que ha crecido mucho. Y que a la vez ha redistribuido bastante. Veamos unas cuantas cifras: entre 1990 y el 2005 el ingreso per cápita de América Latina creció 1.1%. Entre 1990 y el 2005, el ingreso per cápita de Chile creció 4.4%.
A la vez, en el mismo período, constatamos que la pobreza, que alcanzaba al 38.6% de la población en 1990, bajó a 20.2% el año 2000 y a 13.7% el año 2006. Es decir, que logramos reducir la pobreza a casi un tercio de lo que era.
Crecer a un ritmo que cuadriplica el de nuestra región, mientras reducíamos la pobreza a un tercio, se dice fácil. Pero ha requerido encontrar soluciones originales para combinar crecimiento con equidad.
Aunque todavía tenemos altos niveles de injusticia en la distribución de la renta, esa reducción espectacular de la pobreza ha sido posible gracias a una política social fuerte, decidida y clara. Y lo que es más importante, quizás, gracias al consenso logrado por una mayoría acorde en los cambios que había que introducir, para hacer esas políticas sociales.

Política con mayúsculas
Hacer una política con mayúsculas implica creatividad. Las fuerzas del mercado son indispensables, sí. Pero también las políticas sociales son esenciales para configurar una sociedad donde todos se sientan partícipes del progreso y del avance. ¿Cómo los combinamos? Porque cuando no hay esa combinación justa, tenemos una sociedad mal cohesionada, crispada por sus inequidades. Y, por lo tanto, cualquier esfuerzo está amenazado por la conflictividad social.
En el fondo, si en Chile fuimos un alumno aventajado del Consenso de Washington es porque también fuimos un estudiante desordenado, independiente e innovador. Porque también hicimos lo que no estaba en aquel consenso, que son esas políticas. Y ello implicaba una reivindicación del rol del ciudadano por sobre aquel del mero consumidor.
Así por ejemplo, hicimos políticas focalizadas en la mujer y en la pobreza. Porque entre las seiscientas mil mujeres jefas de hogar en Chile, un 95% estaba bajo la línea de la pobreza en 1990. Es decir, jefa de hogar y vivir en la pobreza van juntos. Por lo cual decidimos focalizar en ellas las políticas de vivienda, de salud, de educación.
En política de vivienda hemos logrado construir de cien mil a ciento veinte mil unidades anuales durante estos diecisiete años. Pero tan difícil como construir ha sido asignar. Definir quién tiene prioridad para la vivienda social. Y hacerlo con un sistema transparente, bajo mucha, y comprensible, presión de la gente sin casa. Lo más difícil en la administración del presidente Aylwin, a comienzos de los noventa, fue la organización de aquellos que querían hacer tomas de terrenos y viviendas. La premisa fue “organícese y espere, ya le va a llegar”. Y nos creyeron y esperaron, porque fuimos cumpliendo.
En política de educación no basta con exhibir cifras aparentemente halagüeñas. No basta decir que Chile tiene un 100% de cobertura en educación básica, 95% en educación media y que el problema mayor en la media es la deserción escolar y no la carencia de aulas. Porque la educación se juzga por la calidad. Y para lograrla hay que considerar la condición de partida del alumno, la situación socioeconómica de los padres y, por tanto, el nivel con el cual los niños llegan al aula. Lograr igualdad de oportunidades en materia de educación, entonces, implica discriminar en favor de aquellos que parten con menos. Y eso nos exigió imaginar una aproximación distinta al desafío. En la reforma educacional que hemos hecho, el sistema de medición de las distintas calidades pasó a ser determinante. Ello nos llevó a una política educacional de discriminación positiva, buscando lo que estamos alcanzando ahora: una subvención por alumno distinta, dependiendo de su condición socioeconómica.
A esa necesidad de innovar, de inventar sobre la marcha, me refiero cuando digo que en Chile hemos ido ejercitando nuestra creatividad intelectual para desarrollarnos. Ojalá hubiéramos tenido más recetas, pero no hemos encontrado muchas. Y lo que es más serio: las recetas que eran exitosas para bajar la pobreza de casi el 40% que teníamos, al 13.7% de ahora, no son las mismas herramientas que necesitamos hoy, si queremos bajar de 13.7% a 8% mañana.
Porque allí topamos con una pobreza más dura. A menudo creemos que los instrumentos sociales creados por el Estado son conocidos por todos. Pero la verdad es que, en esa pobreza dura, el primer problema es que los instrumentos del Estado son desconocidos por todos.
Para enfrentar ese problema iniciamos el programa Chile Solidario. Algo que no encontramos recetado en ningún libro. Llegamos a golpear la puerta de cada indigente y le dijimos: “Señor, éstos son los derechos que el Estado le reconoce y que usted desconoce.” Pero esto no se hizo sin debate. Algunos me decían: “¿Por qué mejor no repartimos dinero directamente? Les mandamos cada mes un cheque por tal cantidad y se acabaron los indigentes.” Al final, optamos por ese programa más difícil y personalizado. Lo anunciamos el 2002 y el 2006, al finalizar mi gobierno, se habían golpeado 225,000 puertas de familias indigentes. Para esas personas, tan importante como los beneficios sociales que pudieron alcanzar, fue la sensación de que, por primera vez, eran tratados en su dignidad de ciudadanos, de que eran “alguien”.
El efecto de aquello sólo se aprecia bien mirando a la gente. A esa señora que se puso de pie y me dijo: “Señor, es que yo tenía vergüenza de decir que soy pobre, porque pensaba que es culpa mía, que soy pobre porque no hice las cosas bien.” El programa Chile Solidario empezó con una gran cantidad de estas personas que se decidieron a decir que eran pobres y que querían mejorar. Por ejemplo, me tocó entregar un certificado escolar a una mujer que tenía 84 años y quería, simplemente por su dignidad, saber leer y escribir.
Gracias a políticas como éstas, la indigencia, que entre 1996 y 2000 se mantuvo en 5.7-5.6% de los chilenos, bajó a 3.2% en el año 2006.
No hay un recetario de políticas sociales. Hay que reflexionar innovadoramente para crearlas. Y hacerlo constantemente. Porque a medida que un país avanza y progresa, la sociedad se considera con mayores derechos y requiere nuevos bienes y servicios. Éstos los puede brindar el sector privado o público, pero lo importante es que esos bienes y servicios lleguen a todos. Un sistema democrático debe ser capaz de redefinir los bienes y servicios públicos que sus habitantes exigen, a medida que se progresa.

Una nueva generación de desafíos
Esa redefinición constante de nuestras prioridades nos enfrenta ahora a una nueva generación de desafíos para los cuales requeriremos acrecentar todavía más nuestro pensamiento innovador, pues varios de ellos conciernen a la contemporánea sociedad de la información, en la cual queremos insertarnos plenamente.
Hoy en Chile, siete de cada diez jóvenes universitarios son la primera generación en su familia que accede a la universidad. Esto es una tremenda oportunidad. Y a su vez genera enormes demandas para aprovecharla bien.
Deberemos seguir cerrando la brecha digital para mejorar nuestras carreteras de la información, estas otras carreteras virtuales, en donde el rol del aparato público sigue siendo esencial. No podemos pretender tener una sociedad del siglo XXI si no abordamos ese desafío como cosa fundamental. Así como en el pasado teníamos alfabetos y analfabetos, como un indicador, ahora tener “analfabetos digitales” es el mayor de los problemas en este campo.
Otro desafío, creado por nuestra prosperidad relativa, consiste en definir cuánto invertiremos en ciencia y tecnología, ahora que crecemos. Estamos orgullosos porque exportamos vinos, frutas y otras cosas. En el futuro deberemos exportar productos protegidos por una patente, para lo cual necesitaremos dar un salto importante en ciencia y tecnología de nuestra propia creación.
Relacionado con eso, será necesario imaginar cómo apoyar a nuestras universidades, que han tenido una tremenda expansión, de 200,000 a 650,000 jóvenes en quince años, para que den el siguiente salto, ampliando sus postgrados. Porque es allí, en esa parte del conocimiento superior, donde se va a dar la competencia del siglo XXI.
El aumento de la competitividad de Chile estará determinado por el conocimiento que seamos capaces de crear y trasmitir. No podemos escapar a esto. Tendremos que dar pasos mucho más rápidos para unir el mundo de la universidad con el de la empresa. Un país pequeño, abierto al comercio mundial, donde el elemento dinamizador son las exportaciones, que crecen mucho más rápido que las importaciones, genera un aumento de divisas cuyo precio cae respecto del peso chileno. Si esto es así, tenemos que ganar competitividad para tener una mirada de largo plazo.
Un esfuerzo en conocimiento, en innovación tecnológica, en aumentar la competitividad... Porque tenemos esos objetivos es que intentamos hacer las cosas con seriedad ahora. Cuando el cobre, que sigue siendo nuestra principal exportación, estaba a sesenta centavos de dólar por libra, gastamos como si hubiese estado a noventa. Ello porque, conforme a nuestra tesis de un ajuste y superávit estructural de un 1%, la tendencia estructural de largo plazo de ese precio no era sesenta, era 89 centavos. Pero ahora que el cobre roza los tres dólares por libra, llega el momento de demostrar que hablábamos en serio. Y por eso gastamos como si el precio de este metal fuera el que dice la tendencia a largo plazo, no superior a 1.10 centavos. Esa diferencia entre uno y tres va a un fondo especial que nos da solvencia y capacidad para la lucha que viene en los próximos años: la lucha por el conocimiento, la innovación y el mejoramiento de competitividad en Chile. Además, al establecer un modesto royalty minero, se estableció que ese ingreso extraordinario también sería sólo para innovación.
En otras palabras, el esfuerzo que hemos hecho en estos diecisiete años tendrá que ser mucho mayor aún, en los próximos diecisiete años, si queremos, para entonces, ser un país desarrollado.
¿Qué tipo de país desarrollado queremos?
El desarrollo, por supuesto, no soluciona todos los problemas. En algunos casos los aumenta o vuelve más complejos. Será necesario preguntarnos qué tipo de país desarrollado queremos ser.
Así, por ejemplo, en el asunto tan difícil de la seguridad social. ¿Queremos un país similar a los Estados Unidos, en donde, normalmente, son seguros privados los que permiten el acceso a la universidad para los hijos, o el acceso a la salud, o el acceso a las pensiones provisionales? ¿O uno que mire más a Europa, donde más que seguros privados hay una contribución solidaria del Estado?
Entrar a ese debate que ya es propio de países más desarrollados implica definir qué es lo que entenderemos por solidaridad. Y cómo la aplicaremos. Es un asunto muy complejo. Sin embargo, nos beneficia una ventaja inesperada: llegar más tarde a un debate nos permite apreciar y comparar lo que han hecho quienes entraron antes al mismo.
En Europa se discute cuánto de su sociedad de bienestar pueden conservar para, a la vez, mantener o aumentar los niveles de competitividad en un mundo cada vez más global. Nosotros, en Chile, tenemos que ver cuánto de solidaridad necesitamos introducir en nuestra sociedad para acrecentar la cohesión social y evitar la conflictividad.
En Europa se debate la entrada de seguros privados a algunas áreas de la seguridad social. Nosotros, que heredamos varios tipos de seguros privados, podemos hacer un camino inverso, para avanzar hacia mayor solidaridad.

Un país pequeño en un mundo global
Sin embargo, aunque hagamos bien las cosas, nada podremos solos. La globalización avanza de manera imparable. Pero no avanzan con la misma rapidez las instituciones internacionales que establezcan normas reguladoras de este proceso globalizador. Para un país pequeño como Chile, que se arriesga a participar en la globalización, tener reglas del juego a escala mundial es muy importante. Un Estado de derecho internacional es esencial. Cuando no hay normas claras, ni Estado de derecho, las reglas las ponen los más fuertes.
Por eso nos preguntamos: ¿cómo fortalecer a la Organización Mundial de Comercio? ¿Cómo fortalecer el sistema financiero internacional, más allá de los acuerdos de Bretton Woods? ¿Cómo fortalecer los mecanismos de mantenimiento de la paz, más allá de lo que el Consejo de Seguridad nos pueda dar?
A algunos les cuesta entender por qué un país pequeño toma posiciones fuertes en el ámbito internacional. Por ejemplo, cuando nos sentábamos en el Consejo de Seguridad y se planteó un asunto tan difícil como la invasión de Iraq, nunca dudamos de que eso debía resolverse dentro del Consejo. Fuera del ámbito de Naciones Unidas no estábamos disponibles para nada, porque era invalidar las instituciones internacionales que nos habíamos dado.
Aquello no fue por maximalismo. Aquello tuvo que ver con nuestra noción de una política con mayúsculas. Esa decisión se conectaba con nuestra idea de cómo puede alcanzar el desarrollo nuestro pequeño país.
Por ejemplo, si un país grande nos aplica una legislación antidumping en la industria del salmón, que consideramos injusta, ¿a dónde iremos a reclamar si no es a un organismo internacional como la Organización Mundial del Comercio? Tener esas instancias donde dirimir cuestiones con países de mayor peso relativo no es sólo un asunto de justicia. Es también política práctica. Porque, para seguir con el ejemplo, los efectos de esa legislación antidumping injusta contra nosotros pueden generar graves problemas de política local. Los desempleados de las salmoneras que quedarían en el sur de Chile tendría que asumirlos nuestro gobierno.
Estas implicaciones entre política externa e interna son cada vez más frecuentes. En un mundo global las correas de transmisión son muy rápidas. Por lo tanto, debemos fortalecer cada vez más, en política internacional, instituciones basadas en un Estado de derecho, con normas claras y definidas. En caso contrario, podríamos acabar entre globalizadores que ponen las reglas y globalizados que tienen que acatarlas.

Brecha digital: El vaso medio vacío

La sociedad de la información no es para todos. Los bienes informáticos se distribuyen de manera dispar y la brecha digital se reproduce dentro de cada región y país, ofreciendo así otro ángulo de la desigualdad social contemporánea.

Internet y los cambios tecnológicos de los cuales constituye la expresión y el eje más significativos, están modificando nuestras maneras de aprender, entender, relacionarnos e incluso disfrutar una creciente avalancha de bienes culturales. Conectados a nuestro Ipod podemos almacenar música y oírla donde quiera pero también —entre centenares de usos— de bajar la guía de cualquiera de los museos más importantes del mundo para escucharla mientras recorremos sus salas. Gracias a la cámara del celular, cualquiera puede convertirse en informador y denunciador de los acontecimientos más variados. Las escuelas y profesores que no incorporan el empleo de la red entre sus instrumentos de aprendizaje, tienden a quedar rebasados por sus alumnos. Los políticos ahora responden en televisión a preguntas que la gente ha videograbado y colocado en You- Tube, como sucedió en julio pasado en el debate de los aspirantes a la candidatura presidencial del Partido Demócrata en Estados Unidos.

Rodeados, incluso asediados y ahítos de información, a menudo creemos que esos cambios son compartidos por todos o al menos la mayoría de nuestros congéneres. La ubicuidad y profusión de datos que recibimos, aprovechamos o sufrimos tiene, entre otras, la consecuencia de suscitar una apariencia de exuberancia universal. Vivimos circundados por tanta información, y por tan múltiples cuan miríficos gadgets para enlazarnos con ella, que nos resulta fácil suponer que se encuentran diseminados uniformemente y por doquier.

Mirar al vaso medio vacío de la sociedad de la información permite advertir rezagos y, también, reconocer a los bienes y al consumo informáticos entre los elementos de la inequidad contemporánea. La brecha digital, como se le ha denominado a la distancia que prevalece entre las comunidades o personas que cuentan con internet y aquellas sin acceso a este servicio, tiene expresiones globales y regionales. Al terminar el verano de 2007, menos del 18% de la población mundial disponía de conexiones a internet. Si miramos el vaso medio lleno podríamos admitir que casi la quinta parte de esta humanidad (nada menos que mil 173 millones de personas) dispone de los beneficios de la red. Si atendemos al flanco más que medio vacío, podemos subrayar que todavía hay 82 de cada 100 habitantes de este planeta (algo más de cinco mil 400 millones) que no disfrutan de esas posibilidades.

Internet, pero no para todos

Así, cada comparación no solamente es odiosa sino, además, desoladora y alarmante cuando se hurga en las insuficiencias que en materia de infraestructura —pero también de capacitación para utilizar estos recursos, producción de contenidos y sobre todo políticas públicas— mantienen una dilatada brecha digital. La sociedad de la información, como hemos dicho en otros sitios, evidentemente no es para todos. Y no lo será durante un largo trecho que no franquearemos al menos en varias décadas.

Una de las expresiones más elementales de ese rezago se encuentra en el dispar acceso al servicio telefónico. En 2004 en el mundo había 19 líneas telefónicas por cada mil habitantes. Pero ese promedio escondía desigualdades importantes. En Oceanía contaban con 44 líneas de teléfono por cada mil personas. En Europa eran 41, en América 34 y en Asia 15 líneas por cada millar de habitantes. En África, en cambio, existían solamente tres líneas de teléfono por cada mil personas.

Ese mismo año en todo el mundo había, en números redondos, 13 computadoras por cada 100 habitantes. Se trataba, en promedio, de 51 ordenadores por cada 100 personas en Oceanía; 35 en América, 29 en Europa, seis en Asia... y únicamente 1.7 ordenadores por cada 100 personas en África.

Las alrededor de mil 173 millones de personas que a mediados de 2007 disfrutaban de alguna forma de conexión a internet, significaban un monto considerable en comparación con los menos de 361 millones que teníamos en el año 2000. E inclusive, representaban un avance del 25% respecto de los 939 millones de usuarios que había en 2005. Durante los primeros siete años de este siglo los internautas en todo el mundo se triplicaron. Pero ese ritmo de crecimiento no se mantendrá: en los países más desarrollados la mayor parte de la gente tiene ya distintas vías de acceso a la red. Y en las naciones más pobres se está alcanzando el umbral constituido por aquellos que tienen recursos, interés y disposición para conectarse a internet.

Los enlaces a internet se distribuyen, igual que el resto de los bienes informáticos, de manera dispar. Si bien 18% de los habitantes de este planeta tiene acceso a ese recurso, en Estados Unidos y Canadá son el 70%, en Europa casi 40%, en América Latina y el Caribe 20%, en Asia casi 12% y en África el 3.6%. De tal manera en África, en donde se concentra el 15% de la población del mundo, menos de cuatro de cada 100 habitantes tienen acceso a internet. En tanto en Canadá y Estados Unidos, en donde vive el 5% de los habitantes del planeta, ese privilegio lo alcanza 70 de cada centenar de personas. Por eso resulta inevitable seguir hablando de brecha digital, aunque ese término comience a parecerles démodé a quienes quisieran solamente reparar en las sofisticadas y desde luego fascinantes novedades con las que continuamente nos sorprenden las empresas de tecnología informática.

Acceso caro y desigual

La brecha digital se reproduce dentro de cada región y país. El acaparamiento de recursos informáticos o el simple acceso a ellos tiende a reforzar a las elites —económicas, sociales, profesionales, culturales— que ya existen pero también crea otras nuevas. Los nerds del mundo financiero que viven de y para la especulación a través de las redes informáticas, ejercen un empleo de internet y sus afluentes digitales tan especializado como el que disfrutan los geeks que se entusiasman con las capacidades de un procesador dual core (o multinúcleo) lo mismo que con la versatilidad del nuevo iPhone que amalgama capacidades del teléfono móvil, el reproductor de música y otros artilugios de moda.

La brecha digital cruza a nuestros países y multiplica, a la vez que acota, rezagos culturales y sociales. Algunas naciones y zonas del mundo entendieron a tiempo la importancia de promover la propagación de internet de manera coordinada y con prioridades establecidas por sus Estados. Otras, dejaron ese desarrollo a la deriva de los intereses mercantiles. Hoy en día el interés o la desidia de los Estados y sus sociedades en estos asuntos se traduce en condiciones muy dispares para el acceso a internet, entre otros bienes tecnológicos. Los países de economías más desarrolladas, en donde a pesar de la enorme influencia de las grandes corporaciones industriales hay regulación de los mercados y promoción de la competencia, tienen precios de acceso a internet sustancialmente más bajos que las naciones más pobres, en donde las normas para estimular la diversidad en la oferta ante los potenciales usuarios no han existido o no han sido suficientes.

En 2004 el costo de 20 horas de acceso doméstico a internet era en promedio de 24 dólares en los países de Asia, 29 dólares en Europa, 31 en el continente americano y 62 en África. Aunque en los países más pobres hay gente que accede a internet sin pagar por ello en bibliotecas, universidades o telecentros, el costo por la conexión es altamente significativo y expresa un círculo vicioso: mientras más caro resulta, dicho servicio será más impracticable para la mayoría de las personas; y mientras más difícil sea el acceso, menor posibilidad habrá de que un mayor número de usuarios permita abatir los precios. Menos usuarios de servicios informáticos implica, sobre todo, mayores rezagos culturales.

En 2004 los usuarios de internet por cada 100 habitantes fueron, para mencionar unos cuantos países: 0.1 en Afganistán, 0.73 en Mozambique, 1.39 en Nigeria, 3.24 en India, 4.66 en Senegal, 5.9 en Bosnia, 7 en China.

Rusia tenía 11 usuarios de internet por cada 100 habitantes, Polonia 24, Portugal 28, España 33, Francia 41, Italia y Japón 50, Canadá, Estados Unidos y el Reino Unido 63, Australia 66, Suecia 75 e Islandia 77.

Entre otros países latinoamericanos, las tasas de acceso a la red en ese mismo año eran, por cada 100 personas: Cuba 1.3, Nicaragua 2.2, Honduras 3.18, Colombia y Venezuela 9, Perú 11.2, Brasil 12.2, México 14, Argentina 16, Uruguay 21, Costa Rica 24, Chile 28.

El vértigo de la banda ancha

Esas cifras dan cuenta de las personas que podían utilizar internet, sin tomar en cuenta el tipo de acceso que tuvieran a la red. Durante varios años la mayor parte de las estimaciones acerca de la brecha digital en el mundo se ha ceñido a tales porcentajes. Sin embargo, el desarrollo tecnológico hace necesaria la distinción entre diversas opciones de conexión. Existen grandes diferencias entre enlazarse a internet con una computadora que trabaja con un procesador 486 —creado en 1989— y un Intel de cuatro núcleos que es comercializado ya en 2007. La capacidad de cada uno de esos microcomponentes al trabajar con los datos que recibe la computadora podría significar horas de diferencia para bajar archivos multimedia de internet. Con un procesador antiguo, por ejemplo, es impensable navegar en sitios de video como YouTube.

Lo mismo sucede con la velocidad de las conexiones. Los antiguos enlaces por módem telefónico, conocidos como dial up, alcanzaban velocidades de transmisión de datos que han sido decuplicadas e incluso centuplicadas por las conexiones de banda ancha. La brecha digital ahora se manifiesta en la velocidad de acceso y, desde luego, en el precio que se paga por enlaces rápidos.

En junio de 2006, según datos publicados un año más tarde por la OCDE, solamente en nueve de la treintena de naciones que forman parte de ese organismo había conexiones de banda ancha disponibles para más del 20% de la población. El 29% de la gente en Dinamarca y en Holanda, el 27% en Islandia y Suiza, el 26% en Corea, el 25% en Finlandia y Noruega, el 23% en Suecia y 22% en Canadá, tenía internet de banda ancha. En Japón y el Reino Unido eran el 19% y en Estados Unidos algo más del 18%. La banda ancha puede llegar hasta los usuarios por el cable que además conduce canales de televisión, de manera inalámbrica en señales satelitales o de antenas terrestres o, lo que es más común, por el cable telefónico. Los países más rezagados de la OCDE en materia de enlaces de banda ancha son Turquía, México y Grecia, en donde solamente 3%, 2.8% y 2.7% de la población, respectivamente, contaba ese año con acceso a conexiones rápidas para internet.

El mismo informe de la OCDE enumera los precios de las conexiones de banda ancha en dichas naciones. El costo de cada megabyte por segundo (que es la unidad más convencional para medir la velocidad de transmisión de datos en internet) tiene variaciones de casi 4000%. La conexión de esas características que resulta más barata, en ese elenco de países, es la que se ofrece en Corea: únicamente 3.81 dólares en promedio. Las más caras son las que se venden en México (109.64 dólares en promedio) y Turquía (144.15 dólares). Se trata de dólares homologados, para que la comparación sea más exacta, según su capacidad de compra.

La conexión de ese tipo cuesta, siempre a precios registrados a mediados de 2006, 7.14 dólares en Italia, 7.81 en Japón, 8.15 en Reino Unido, 10.07 en Estados Unidos, 10.17 en Francia y 15.44 en Alemania. Los precios más altos, por el mismo servicio, fueron identificados en Grecia (79.13 dólares) y, como señalamos antes, México y Turquía.

Entender y aprovechar a la sociedad de la información implica prestar atención a sus contrapuestas dimensiones. Junto al optimismo que suscitan sus prodigios y promesas es inexcusable atender al vaso medio vacío que, además, resulta en varios sentidos costoso. De otro modo, podríamos creer que el vaso tecnológica e informáticamente medio lleno es el único posible —y, entonces, conformarnos con él.

Referencias

International Telecommunication Union, World Telecommunication Development Report, Ginebra, 2006. http://www.internetworldstats.com OECD, Communications Outlook, París, 2007.

Copyright: Raúl Trejo Delarbre