En sólo diez años cambió radicalmente el panorama para el PRI. Al celebrar su 70 aniversario, se le auguraba un futuro incierto y oscuro. Dos años antes, el tricolor había dejado de ser el invicto partido del gobierno para convertirse en un modesto partido en el gobierno. Se había entregado el control del IFE —no a los ciudadanos, como se presumió, sino a los partidos— con lo que sería imposible revertir un resultado desfavorable al partido oficial. Así, en 1997, el PRI no alcanzó ya la mayoría absoluta de la Cámara baja, al tiempo de perder la capital a manos del PRD.
Todo ello reflejaba que el presidente Ernesto Zedillo se había tomado en serio su oferta democratizadora, contrariamente a sus antecesores. Por lo cual, dejó de ser descabellado el escenario en que el PRI finalmente perdiera el poder nacional y que el presidente en turno aceptara ese desenlace en vez de forzar una nueva victoria tricolor. En 1999 todo apuntaba hacia una posible derrota del viejo partido hegemónico. Ante lo cual se abrían varias incógnitas sobre su suerte inmediata, tema que en su momento abordé en el ensayo ¿Tiene futuro el PRI? (1998). Partía de la enorme probabilidad de que el PRI perdiera, por fin, la Presidencia en 2000. En cuyo caso ese partido experimentaría una orfandad presidencial, pues nació desde el poder, justo para preservarlo y no competir por él, vivir en el gobierno y no en la oposición.
El principal reto que enfrentaría el tricolor sería sustituir su tradicional gobernabilidad vertical —engarzada en la Presidencia de la República— por otra de tipo horizontal entre múltiples liderazgos: el dirigente del partido, los coordinadores legislativos, los gobernadores y los líderes corporativos. Esa sería la primera condición para no desplomarse o desgarrarse internamente, como había ocurrido con muchos otros partidos de Estado al perder el poder. A favor del PRI jugaba su estructura relativamente más flexible y adaptable que la de los partidos únicos, algo que Samuel Huntington detectó desde 1968: el PRI no escaparía a sus límites de continuidad histórica —como tampoco otros partidos de Estado—, pero podría enfrentar mejor ese embate que los partidos únicos, dada su relativa adaptabilidad orgánica, propia de la hegemonía partidista.
La supervivencia del PRI en la oposición era uno de los escenarios planteados en mi reflexión sobre su futuro, en caso de construir satisfactoriamente una nueva gobernabilidad interna y de renovarse en su interior: “El PRI no se desmorona, sino que sigue existiendo como partido de oposición, preservando una importante cuota de poder (diputados, senadores, gobernadores y municipios), ejerciendo influencia sobre el proceso político y manteniendo viva la posibilidad de retornar al poder (que no la hegemonía) en futuros comicios. Este desenlace corresponde y se parece al de un partido dominante democrático que… pese a haber detentado el poder por varias décadas consecutivas, cuando lo pierde no se desintegra”.
Y es que la hegemonía partidista puede entenderse como un punto medio que colinda con la dominación democrática (como la de Japón o Suecia) y con el partidismo único (por ejemplo, el soviético). Por lo cual, y atendiendo a otras experiencias en donde antiguos partidos comunistas retornaron al poder no mucho después de haberlo perdido, podía suponerse que el PRI aspirararía a lo mismo siempre y cuando realizara una renovación de estructura, ideario y liderazgo (como lo habían hecho los comunistas polacos, húngaros o eslovacos antes de retornar al poder). El pasado que arrastraba el PRI como una entidad autoritaria, rapaz, fraudulenta, corrupta y corporativa, debería ser diluido con una convincente renovación.
Hoy, al cumplir ochenta años, el PRI se recupera de manera firme, y no es una locura considerar su regreso al poder en 2012. Pero si bien alcanzó una nueva gobernabilidad interna, no realizó una genuina renovación (baste con ver los desplantes de Joaquín Gamboa Pascoe). ¿Cómo se explica entonces su recuperación? A partir de otra variable esencial: el talante del partido que desplaza al partido de Estado, su capacidad y voluntad de transformar el “antiguo régimen” en lugar de acomodarse a él, sus aportes a la democracia y su éxito en alcanzar una nueva gobernabilidad. Precisamente el retorno de los comunistas en Polonia y Hungría tuvo mucho que ver con la decepción ciudadana hacia los nuevos gobiernos democráticos (si bien en esos países también hubo una profunda renovación de los comunistas). Reflejo de ello es el viraje discursivo del PRI: recién perdida la Presidencia hablaba de rectificación, conversión democrática, renovación interna y autocrítica sobre los excesos cometidos. Ahora habla menos de eso y se centra en su larga experiencia, su mano firme, su vocación de poder, su oficio político y su capacidad para preservar el orden público.
Así pues, existe la posibilidad de que el PRI regrese al poder sin renovación previa. ¿Hay antecedentes de eso en otras partes? Sí, al menos en Taiwán, donde el año pasado, tras ocho años en la oposición, retornó al gobierno el Kuo-min-tang, antiguo partido único (y después hegemónico), sin haber experimentado una profunda transformación interna. El partido que lo sustituyó en 2000, presuntamente democrático, resultó un fiasco, traicionó su compromiso democrático e incurrió en corrupción (incluso en fraude electoral). Algo no muy diferente a lo sucedido en México. Falta por ver, desde luego, si en 2011 el PRI logra resolver civilizadamente su candidatura presidencial, a diferencia de lo ocurrido en 2005. Ahí radica una de las principales claves para desembrozar el camino de regreso a Los Pinos.
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