En México se miente todos los días y sobre todos los asuntos. La forma de gobernar en nuestro país consiste en mentir. De las muchas mentiras que nos dice el poder, las más graves, desde mi punto de vista, son:
La mentira de que se respeta la diversidad religiosa
Con todo y que existe el discurso de la tolerancia, la cual, como ha dicho el cardenal y arzobispo primado Norberto Rivera Carrera, “nos permitirá una convivencia respetuosa, fraterna”, con todo y los artículos 244 y 130 constitucionales que garantizan la libertad de culto religioso, con todo y que se han firmado documentos como la Declaración de Principios sobre la Tolerancia y la Declaración para la Eliminación de Todas las Formas de Intolerancia y Discriminación fundadas en la Religión, con todo y que hay una Subsecretaría de Asuntos Religiosos que pone al Estado como garante de la pluralidad religiosa y una Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público que asienta que “cada quien puede tener o adoptar la creencia religiosa que más le agrade y practicar en forma individual o colectiva los actos de culto o ritos de su preferencia”, de todos modos no hay ninguna aceptación real de la diversidad religiosa. La iglesia católica tiene la concepción de que “sólo existe un camino de realización y plenitud religiosa”, y ése es el catolicismo y ella es, según afirman quienes la han estudiado, “una institución caracterizada por la intolerancia hacia aquellos seguidores de credos ajenos al suyo”. Esto se pone de manifiesto cotidianamente: desde el discurso que asegura que los practicantes de cualquier religiosidad diferente “producen confusión moral en la gente” y por lo tanto se ordena a los fieles “que se opongan a ellas”, hasta en el franco hostigamiento y persecución sea en la forma de amenazas, impedir la construcción o apertura de templos o quemarlos cuando ya existen, sea afectando los bienes, privando de servicios, negando la escuela a los niños, impidiendo que entierren a sus muertos en los panteones, agrediendo físicamente y expulsando de las comunidades.
La mentira de que la educación es una prioridad
Con todo y que desde hace dos siglos nos han venido diciendo y asegurando que la educación es “el corazón de la política social del Estado”, si hay una zona de desastre es precisamente ésta. Se trata de una “catástrofe silenciosa” como le llamó Gilberto Guevara Niebla.
Según Eduardo Andere, en términos educativos, el país sólo puede compararse con los más pobres de América Latina, como Bolivia, y a nivel mundial con algunos africanos. Y no solamente el rezago es cada vez mayor y la brecha cada vez más difícil de cerrar, sino que deambulamos como barco sin rumbo, sin proyecto ni objetivos, y no hay evidencias de que se vaya a rectificar el camino.
La educación en México es insuficiente y de baja calidad. Insuficiente porque no cubre a toda la población y porque su cobertura es dispareja en las distintas regiones del país y en los diferentes niveles educativos. De baja calidad (aunque no todo mundo está de acuerdo en lo que esto quiere decir) porque no permite “adquirir los conocimientos y habilidades como para integrarse y participar en la vida social y para desempeñarse eficientemente según las demandas del medio social, cultural y económico en que se vive”.
Los resultados de las mediciones nacionales e internacionales no dejan lugar a dudas: los alumnos que terminan tanto la primaria como la secundaria no saben ni el álgebra más elemental ni copiar un párrafo sin errores; dos terceras partes no pueden más que seguir instrucciones simples; muy pocos comprenden lo que leen o pueden diferenciar un texto narrativo de uno científico.
¿Cuál es la respuesta oficial frente a estos datos?
El presidente Calderón ordenó la creación del Sistema Mexicano de Evaluación Educativa para elaborar lo que llaman “cifras mexicanas” (lo mismo que hacen para medir la contaminación) y cuando se hizo la primera prueba (Evaluación Nacional de Logro Académico en Centros Escolares, ENLACE) se negaron a difundir los resultados. Todo para, como dice Marlon Czermak, “no evidenciar que los estudiantes, medidos con los propios planes de estudio de la SEP, con sus propias evaluaciones y sus propios maestros ni siquiera pueden tener un nivel de pase decente. Están tratando de ocultar que las escuelas cuyos alumnos obtuvieron un bajo nivel de rendimiento no se vean tan mal”.
La mentira de que se hace todo por combatir la pobreza
Con todo y que el discurso público sostiene que la misión central de nuestros gobiernos es combatir la pobreza y que para eso se han creado leyes, instituciones, planes y programas (la lista es infinita: desde la Gota de Leche hasta el DIF, desde Conasupo hasta SAM, desde Solidaridad hasta Estrategia Vivir Mejor), con todo y que se nos han dado cifras de los “éxitos” obtenidos: incremento en el acceso a la escolaridad y a la salud, construcción de vivienda y dotación de servicios, regalo de “toneladas de víveres” y “de obsequios útiles”, acceso a “cientos de créditos y préstamos”, con todo y que cada vez que suben el precio de la gasolina dicen que es para “ayudar a la lucha contra la pobreza” o cuando aumentan el precio de la luz aseguran que es “para financiar la educación básica”, millones de ciudadanos viven en la pobreza, y como dice un informe del Banco Mundial: “La pobreza en México sigue siendo inaceptablemente alta”.
De modo que si ponemos a prueba (en el sentido de Popper) los resultados del largo cúmulo de esfuerzos que se han emprendido o que nos han dicho que se han emprendido por parte del Estado, instituciones asistenciales y grupos privados de filantropía, veremos que, como dice Carlos Barba Solano, “los resultados son magros” y que
no han servido para disminuir de manera significativa ni la cantidad de pobres (con cualquier definición de pobreza que se quiera y con cualquier cifra de las muy diversas que se dan respecto a cuántos son) ni tampoco la profundidad de la misma (para usar una expresión de Julio Boltvinik), ni mucho menos han servido para crear las condiciones para que las personas salgan de esa situación.
La mentira de que es importante cuidar el medio ambiente
A fines de 2007 se llevó a cabo en Indonesia la Cumbre de Bali, dedicada al tema del cambio climático. México presentó en esa reunión internacional espléndidos documentos: la Estrategia Nacional de Cambio Climático, los 99 proyectos de reducción de emisiones de bióxido de carbono registrados ante el Mecanismo para un Desarrollo Limpio y las tres comunicaciones nacionales que se hicieron como primer país no Anexo 1 del Protocolo de Kyoto.
Gran lucimiento tuvieron los funcionarios de la enorme delegación (27, encabezados por el secretario del Medio Ambiente y Recursos Naturales) que acudieron al encuentro y les dijeron a los otros países lo que debían hacer y hasta les advirtieron, “tajantemente”, que “la inacción de otros no será excusa para que México deje de cumplir con sus compromisos en la lucha contra el cambio climático”.
Mentiras mayoresLos oídos internacionales se impresionaron tanto con las propuestas mexicanas que colocaron al país en el cuarto lugar mundial entre los que combaten el problema, apenas abajo nada menos que de Suecia, Alemania e Islandia. Y el director de la Iniciativa de Medición de Gases de Efecto Invernadero del World Resources Institute hasta dijo:
“No hay otro país en vías de desarrollo que haya desarrollado una estrategia tan completa como México”.
Pero lo que no saben es que no se trata más que de palabras y no de realidades, pues en el momento de tan festivas declaraciones el país estaba entre los 13 primeros que mayor cantidad emitían de gases de efecto invernadero, seguía sustentando sus modos de producción en el uso de combustibles de origen fósil (96% del total de los que se emplean), seguía tan campante en la quema de hidrocarburos y tenía una elevada tasa de deforestación (tan sólo en ese año se perdieron cerca de medio millón de hectáreas de bosques y selvas).
Entonces, aunque el discurso sobre la protección al medio ambiente aparece por todas partes, con su cúmulo de bellas declaraciones y de buenas intenciones, aunque hemos firmado —por supuesto— todos los convenios internacionales que nos han ofrecido y hemos creado —por supuesto— leyes, programas y —montones de— oficinas burocráticas, y aunque en los autobuses pinten paisajes verdes y en la televisión hablen de ecología, la contaminación de nuestro aire, agua y tierra no tiene parangón. Escribe Iván Restrepo: “Las fuentes de agua sufren daños irreparables, el nivel de los mantos freáticos ha disminuido peligrosamente, la erosión de suelos agrícolas, la disminución de bosques y selvas que albergan la biodiversidad, la excesiva carga tóxica en ciertas zonas de alta concentración industrial y humana y la inadecuada disposición de desechos de hogares e industrias, se suman al uso irracional de los insumos, la obsolescencia de los recursos y la mala administración”.
La mentira de que se está teniendo éxito en el combate a la delincuencia
Mientras los ciudadanos vivimos asaltos, robos, secuestros y asesinatos, el gobierno hace discursos, planes y reuniones: en la década pasada instaló una comisión especial para atender la delincuencia, pero como a pesar de eso ella seguía viento en popa, organizó un Plan de Reacción Inmediata y Máxima Alerta, que sin embargo tampoco resolvió el problema. Entonces formó un grupo intersecretarial, organizó una Reunión Nacional de Procuradores y creó una Secretaría de Seguridad Pública. Pero resultó que ni de esa manera se componía la criminalidad y por ello creó con bombo y platillo un Consejo Nacional de Seguridad Pública en el que participaban gobernadores y procuradores y que, según el procurador general de la República, nos aseguraba “todas las posibilidades de llegar al nuevo siglo como un país de leyes y justicia gracias a este instrumento sin precedente”.
Pero he aquí que la delincuencia no sólo sigue sino que ha aumentado, en cantidad y en nivel de violencia.
Pero a nuestras autoridades no se les ocurre hacer sino más de lo mismo: grandes reuniones, indignados discursos, promesas que hasta llevan fecha fija, la cual por supuesto llega, pasa y nada.
Y mientras tanto, los legisladores dedican su tiempo a debatir sobre la tipificación de los delitos y las penas que hay que imponer: que si el secuestro merece sesenta años de cárcel o setenta y cinco y medio, que si son o no acumulables las sentencias, que si hay que crear otra corporación policíaca o grupo especial.
La mentira de que se respetan los derechos humanos
Pocos países cuentan con un catálogo más amplio y generoso de los derechos del hombre y el ciudadano, y pocos países han creado mejores instituciones y leyes que México para protegerlos. No sólo tenemos una Comisión Nacional de Derechos Humanos sino otras 33 comisiones estatales de lo mismo. ¡Todo el planeta Tierra cuenta con cincuenta y tantos ombudsmen, pero México solito tiene más de tres decenas! ¿Significa eso que aquí se respetan los derechos humanos? Para nada. Más bien al contrario: la violación de los mismos forma parte consustancial de la estructura del Estado y de la forma de ser de la sociedad: “El sistema de justicia está estructuralmente diseñado para ser violatorio de los derechos humanos, propicio a la detención arbitraria, a la fabricación de culpables y a la tortura”, afirma Miguel Sarre; y según Teresa Jardí: “La nuestra es una sociedad y una cultura profundamente antidemocráticas en las que está profundamente arraigada la violación a los derechos humanos”.
Una y otra vez organismos y internacionales y nacionales lo han denunciado, han dicho que se sigue utilizando la tortura como método y que “los resultados de la labor de la CNDH no corresponden, ni de lejos, a la dolorosa realidad que vive al país en materia de derechos humanos”. Y Bernardo Bátiz, que fuera procurador de Justicia del DF, escribió recientemente: “Estamos viviendo un incremento de casos en los que no sólo se produce el atropello, sino que se trata de ocultar y proteger a quienes
lo cometen”.
Sara Sefchovich. Escritora e investigadora de la UNAM. Su libro más reciente, País de mentiras. La distancia entre el discurso y la realidad en la cultura mexicana.
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