8 de mayo de 2006

Democracia en América Latina

Resumen: Los procesos electorales del 2006 en América Latina nos representan la legitimidad de la que goza la democracia en la región. Sin embargo, el neopopulismo presenta una tentación al electorado cuyas exigencias sociales no han sido cumplidas. Solamente fortaleciendo las instituciones políticas, dando respuesta a las exigencias sociales y logrando crecimiento económico se podrá consolidar la democracia latinoamericana.

Ignacio Walker es ministro de Relaciones Exteriores de Chile y doctor en Ciencias Políticas por la Princeton University.


Tal vez una de las paradojas de nuestra región y de nuestro tiempo es que, a la vez que experimentamos una de las situaciones democráticas más amplias y extendidas de toda nuestra historia republicana, o al menos de nuestra historia independiente, existe una percepción muy generalizada sobre la fragilidad de esas democracias. Se habla del "déficit" democrático o de los problemas de gobernabilidad democrática en América Latina.

Así, por ejemplo, nuestra región se prepara para realizar -- o ya se han realizado, o están en proceso de hacerlo -- una docena de elecciones hasta finales de 2006, lo que es un aspecto notable de la "democracia electoral" que campea por la región. Sin embargo, lo anterior coexiste con una serie de interrogantes sobre la solidez de estos procesos, muy distintos entre sí, en el contexto de la gran heterogeneidad de América Latina.

En términos más bien periodísticos, consideramos que esta paradoja está bien recogida en un titular de la revista chilena Siete+7, del 29 de noviembre de 2002, que decía "América Latina: democrática e ingobernable", aludiendo, por un lado, a la buena salud que goza la región en términos de democracia electoral y, por otro, a los serios déficit en términos de gobernabilidad.

Lo que sigue son algunas reflexiones que intentan aportar algunos elementos en torno a la tarea necesaria, impostergable y permanente de desentrañar algunas de las claves sobre las dificultades -- así como las posibilidades -- que encontramos para consolidar una democracia estable en América Latina, en condiciones aceptables de gobernabilidad.

CONTRA LOS DETERMINISMOS

La primera reflexión, forzosamente breve, se refiere a la necesidad de cuestionar algunos enfoques tradicionales, que han estado presentes en el campo de las ciencias sociales al menos desde la década de 1950, que se acercan peligrosamente a ciertos determinismos o enfoques estructurales que nos hablan, no sólo de las dificultades, sino de cierta imposibilidad de asentar la democracia y el desarrollo en América Latina.

Cuando hablamos de "determinismos" tenemos muy en cuenta aquel notable artículo de Albert Hirschman, "El advenimiento del autoritarismo en América Latina y la búsqueda de sus determinantes económicos", como también ese notable libro editado por David Collier, en 1979, sobre El nuevo autoritarismo en América Latina, en el que Hirschman advierte precisamente contra los peligros de los enfoques deterministas, relacionados con las "exigencias intrínsecas" supuestamente asociadas a ciertos procesos y a sus características "estructurales". Sabemos que toda esa discusión giraba en torno al libro, tan notable como provocador, de Guillermo O'Donnell, sobre los regímenes burocrático-autoritarios de América Latina, en el que planteaba la tesis de que el advenimiento de dicho tipo de regímenes habría correspondido a una necesidad de la "profundización" capitalista en América del Sur (aunque el mismo O'Donnell negara que tal hubiese sido su tesis, así, en términos tan deterministas).

Tal vez una de las primeras expresiones de esta suerte de determinismo en el campo de las ciencias sociales fue aquella literatura que subrayaba ciertos aspectos de la cultura política latinoamericana que la harían no apta para la implantación de una forma democrática de gobierno, tal como se la entiende en la tradición liberal, o democracia liberal o representativa. Así, por ejemplo, la existencia de una cultura católica, corporativa, orgánica, centralista, clientelista, patrimonialista, jerárquica, entre otros rasgos comúnmente asociados a nuestra cultura política, serían una suerte de impedimento estructural para el advenimiento de la democracia representativa en nuestra región.

A decir verdad, parte importante de esta literatura de tipo "culturalista" se ha referido, en distintas versiones y tiempos, no sólo a América Latina, sino a Asia, a la ex Unión Soviética y a otros tantos ejemplos que podríamos mencionar, en las más diversas latitudes -- la última versión, la más actualizada y reciente de este enfoque se refiere al mundo árabe y Medio Oriente y las supuestas limitantes culturales que allí existirían para el advenimiento de la democracia -- . Lo cierto es que buena parte de estos enfoques se ha ido desvaneciendo ante las pruebas empíricas del colapso de regímenes autoritarios y el advenimiento de regímenes democráticos en sociedades cuyas características "culturales" las hacían aparentemente poco aptas para la democracia. Los casos de Asia y América Latina son algunos de los ejemplos más recientes y elocuentes para rebatir este enfoque.

Una segunda manifestación de este tipo de enfoques deterministas se refería ya no tanto, o al menos directamente, a la cuestión de la democracia, pero sí al desarrollo, y se concentraba en el tipo de inserción económica internacional de ciertos países a partir de ciertos rasgos "estructurales". Tal es el caso de las tempranas teorías de la dependencia, que sostenían, como tesis central, que "somos subdesarrollados, porque somos dependientes", lo que constituía a todas luces una extrema simplificación. Afortunadamente Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto, en su célebre libro Dependencia y desarrollo en América Latina, editado por Siglo XXI en 1969, salvaron la teoría de la dependencia de este determinismo simplista, sosteniendo, entre otras cosas, que "a pesar de los 'determinantes' estructurales, hay espacio para alternativas en la historia", prefiriendo hablar de "situaciones de dependencia" más que de una categoría o teoría de la dependencia.

En fin, no extenderemos esta fase introductoria, salvo para sostener que en las ciencias sociales de América Latina ha habido una inclinación muy marcada hacia los determinismos de distinto tipo, basados en ciertos análisis "estructurales" que terminan por colocar una verdadera camisa de fuerza sobre la realidad política, social, económica y cultural.

Consideramos, incluso, que en esta nueva literatura surgida en la última década en torno a los muy interesantes trabajos de Juan Linz y Arturo Valenzuela, entre otros, en relación al presidencialismo en América Latina, hay algo de determinismo; y nos adelantamos a señalar que compartimos muchas de las afirmaciones centrales de esta literatura en cuanto, por lo menos, a no haber sometido a escrutinio público al presidencialismo en la región, el que permanece como una especie de mito intacto.

En este caso, el tema de las dificultades para asentar las bases de una democracia estable ya no tendría relación con rasgos de la cultura política o de la estructura económica, sino más bien con la cuestión de las formas de gobiernos (presidencialismo versus parlamentarismo). La experiencia comparada y las pruebas empíricas demostrarían que, especialmente bajo sistemas multipartidistas, las formas parlamentarias serían más funcionales que las presidencialistas para la consolidación de una democracia estable. Así lo insinúa el título mismo de uno de los más célebres libros sobre la materia: El fracaso de la democracia presidencialista.

Dejamos, pues, planteado, a modo de introducción, nuestro propio escepticismo frente a cierto tipo de literatura en la región, bastante abundante en las últimas décadas, que tiende a caer en determinismos de diverso tipo y que impide captar la complejidad de los procesos, en una perspectiva histórica y dinámica; en desmedro, por ejemplo, de un enfoque de políticas públicas, o del buen o mal manejo económico, o del papel de las élites dirigentes, entre tantos otros factores, para explicar el éxito o fracaso de los procesos democratizadores en la región. De hecho, para cerrar este capítulo introductorio, fue ésta la posición que asumía el propio Hirschman en su crítica a los determinismos de diverso tipo, al acentuar, por ejemplo, la necesidad de políticas económicas más ortodoxas en cierta fase del proceso de industrialización sustitutiva de importaciones, en los años cincuenta, aun a costa de ser acusado de "ecléctico". Su respuesta, frente a esta acusación, no se hizo esperar: "prefiero ser acusado de ecléctico que de reduccionista".

NEOPOPULISMO, NEOLIBERALISMO Y DEMOCRACIA

La segunda reflexión, justamente para tratar de ser consistentes con lo anterior, es a partir de la historia.

Sostenemos que, a lo largo del último siglo, la historia de América Latina es la de la búsqueda, más o menos exitosa, de respuestas o alternativas a la crisis del predominio oligárquico, con una marcada dificultad por sustituir el orden oligárquico por un orden democrático.

En esa búsqueda, puede decirse que la respuesta más característica de nuestra región a la crisis oligárquica y los devaneos históricos posteriores, de oleadas de democratización y autoritarismo, ha sido la del populismo, viejo y nuevo (neopopulismo de nuestros días). Ésta es la única creación verdaderamente latinoamericana. El liberalismo ha sido más bien marginal, más propio de las élites que de los pueblos, más de la mano del autoritarismo que de la democracia. Esta última se ha dado a tientas, con altibajos, en forma confusa e inconsistente, más como aspiración que como realidad.

En efecto, antes y después de los procesos de independencia, existió un "orden oligárquico", en lo económico, lo social y lo cultural, en distintas formas políticas, coloniales y postcoloniales. Se trató de un orden elitista y, a la postre, excluyente, pero de un orden al fin y al cabo. Tras su desplome, desde los comienzos del siglo XX, en la forma de lo que hemos denominado la crisis del predominio oligárquico, le siguió el desorden más que un nuevo orden, este último entre mesocrático y popular, con serias dificultades de institucionalización -- lo que es inherente al populismo -- , a veces de la mano de la democracia, muchas otras de la del autoritarismo, con incrustaciones republicanas y revolucionarias, dependiendo del periodo y el lugar de que se trate.

Esta crisis oligárquica se dio en forma muy irregular en el tiempo, en algunos casos de manera prematura y radical, como en la revolución mexicana de 1910, y en otros en forma muy tardía, como en América Central -- o en Perú, me atrevería a decir -- , hacia los años cincuenta. Sólo México fue capaz de instaurar un orden político propiamente dicho, estable e inclusivo, con la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI), con sus insuficiencias y sus propias contradicciones. De México se podrá afirmar que tuvo orden político, que es de lo que la mayor parte del tiempo ha carecido América Latina, pero en ningún caso un régimen democrático de gobiernos ("dictadura perfecta" la llamó Vargas Llosa); ello, hasta la verdadera transición a la democracia en ese país, como la que tuvo lugar con el traspaso de mando entre Ernesto Zedillo y Vicente Fox, hace casi seis años, en el contexto más amplio de democratización en América Latina.

En este proceso de búsqueda de respuestas o alternativas a la crisis oligárquica, hubo tradiciones revolucionarias, como la ya mencionada de México (1910), Bolivia (1952) y Cuba (1959); hubo diversas formas de autoritarismo, de tipo tradicional (Batista, Duvalier, Somoza, Stroessner, Trujillo), populista (Lázaro Cárdenas, Juan Domingo Perón y Getulio Vargas, en México, Argentina y Brasil, respectivamente) o burocráticos, como los militarismos del Cono Sur (Argentina, Brasil, Chile y Uruguay), pero escasamente hubo democracia. Chile, Costa Rica y Uruguay de alguna manera lo han sido -- aunque acabamos de referirnos a Chile y Uruguay como ejemplos de regímenes burocrático-autoritarios -- . En otro sentido, Colombia y Venezuela también lo han sido, o lo fueron, con todos los "peros" y reservas que habría que añadir; pero lo cierto es que lo que sí hubo en América Latina fue populismo, o cierto modelo "nacional y popular", como también se le ha llamado, respecto del cual sólo queremos señalar que una de sus principales características ha sido (y sigue siendo) su marcada ambigüedad en torno a la democracia como régimen político de gobierno.

Como sabemos a través de la literatura existente sobre la materia -- aunque tiendo a pensar que la mejor manera de matar al populismo es definiéndolo -- , lo característico del viejo populismo, o modelo "nacional y popular" de las décadas de 1930 y 1940, fue el haberse constituido en un intento de respuesta a la crisis del predominio oligárquico, adquiriendo la forma de un arreglo institucional basado en una alianza social entre sectores populares y medios, alrededor del Estado, concebido como tabla de salvación de los desposeídos y de una estrategia de desarrollo basada en la industrialización. No fue la oposición burguesía-proletariado, como en el análisis marxista de la sociedad industrial, sino la oposición pueblo-oligarquía, lo que caracterizó al viejo populismo. Este último fue antiimperialista y antioligárquico más que anticapitalista, teniendo como núcleo central lo "nacional y popular". Fue ambiguo en torno a la democracia como régimen político, adquiriendo en algunos casos formas directamente autoritarias, y en otros casos formas más democráticas, como en el caso de los "adecos" en Venezuela, o los "apristas" en Perú. El interés del populismo radicó en la incorporación de las masas como cuestión central por resolver, en un esquema inclusivo, las más de las veces en formas corporativas y clientelistas.

Habría que decir, en todo caso, que en un sentido no despreciable, el arreglo institucional del viejo populismo tuvo, a la vez, aspectos de democratización y modernización; lo primero, en torno a la incorporación social de los nuevos sectores populares y medios emergentes, como una de las características de la crisis oligárquica; y lo segundo, en torno al proceso de industrialización que estuvo en el centro de algunas de las experiencias más importantes del modelo nacional y popular (típicamente en Argentina, Brasil y México).

Hemos querido subrayar este punto porque sostenemos que el nuevo populismo (neopopulismo) de nuestros días, asociado y en tensa relación con los fenómenos de democratización más recientes en América Latina, no tiene elementos ni de uno ni de otro; es decir, ni de democratización ni de modernización. Es más, el neopopulismo de nuestros días se convierte, de alguna manera, en uno de los principales obstáculos tanto en términos de la consolidación de una democracia estable como de una auténtica modernización de nuestras estructuras productivas. En algún sentido importante, el nuevo populismo es nuevo de puro viejo, pero sin las condiciones estructurantes de los años treinta y cuarenta, en torno a la crisis del predominio oligárquico y el incipiente proceso de industrialización a que diera lugar. Lo cierto es que, como dice Alan Knight, en su obra Democracia y populismo en América Latina: "al igual que Carlos II, el populismo parece que se está demorando un 'tiempo desmesuradamente largo en morir'".

Antes de proseguir con el populismo o el neopopulismo y volver sobre la cuestión central de esta reflexión, referida a la democracia en América Latina, presentamos dos o tres reflexiones sobre el liberalismo y algunas de sus características asociadas a su trayectoria en la región.

Lo cierto es que el liberalismo se ha dado sólo marginalmente en América Latina, tal como ya hemos insinuado, más en el nivel de las élites que de los pueblos, más de la mano del autoritarismo que de la democracia. Tal vez sea ésta otra de las claves para entender las dificultades para asentar en nuestra región la democracia representativa, la que, mal que mal, y a fin de cuentas, tiene mucho que ver con la tradición liberal.

En efecto, y brevemente -- en este caso casi bordeando la caricatura -- , podríamos decir que desde los llamados "Científicos", bajo la dictadura de Porfirio Díaz, en México, a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, hasta los llamados "Chicago Boys", en la dictadura de Pinochet, en nuestra historia más reciente, el ideario liberal ha ido más de la mano del autoritarismo que de la democracia, privilegiando la libertad económica a costa, las más de las veces, de la libertad política. La experiencia más reciente de los regímenes burocrático-autoritarios en el Cono Sur de América Latina es sólo la más actual y refinada (e implacable) de todos los intentos "liberales" que hemos conocido para asentar la libertad económica sobre bases sólidas, sacrificando la libertad política.

De hecho, si se revisan los contenidos de las constituciones políticas que en su tiempo dictaron Batista, Somoza o Trujillo, éstas fueron de las más "liberales" de su tiempo. El ideario liberal rondaba en muchas de las mentes iluminadas de los dictadores latinoamericanos y ha sido, en nombre de la libertad económica, que se cometieron muchas de las tropelías que hemos conocido, comúnmente asociadas a estos regímenes autoritarios, en al menos dos de las categorías que hemos mencionado: autoritarismos tradicionales y burocrático-autoritarios (cabe excluir a los autoritarismos populistas de los años treinta y cuarenta, porque surgieron ante las narices de la crisis internacional del capitalismo liberal y, por lo tanto, la palabra "liberal" o "liberalismo" no era parte de su ideario).

Antes de volver sobre la cuestión del neoliberalismo y el neopopulismo de nuestros días, y su relación con la cuestión de la democracia, incluiremos una reflexión sobre una de las posibles formas de entender la historia más reciente de América Latina, digamos, en los últimos 40 años, en especial a partir de la revolución cubana. Nos referimos a ciertos dilemas que ha enfrentado la región y que tienen relación con la cuestión que nos preocupa; a saber, la de las dificultades para consolidar una democracia estable en América Latina.

Quisiéramos señalar que son tres los dilemas fundamentales que ha enfrentado nuestra región en las últimas décadas, lo que de alguna manera nos ayuda a explicar la situación anterior.

El primer dilema que enfrentó América Latina, digamos en la década de 1960 y comienzos de la de 1970, fue aquel entre "reforma o revolución", postulado en términos tan radicales como trágicos, como quedaría demostrado posteriormente. El tema central era el de las reformas estructurales de nuestras economías y la vieja cuestión de la propiedad sobre los medios de producción, todo ello desencadenado principalmente a partir de la revolución cubana, en plena Guerra Fría.

El tema es de sobra conocido, sólo deseamos resaltar que aquel dilema fue trágico en dos sentidos: 1) dividió en forma irreconciliables a las fuerzas "progresistas" que postulaban el cambio social, y 2) su desenlace, al menos en buena parte de la región pero con implicaciones para todos, fue el advenimiento de una ola igualmente trágica de nuevos regímenes autoritarios; ello dio lugar, hay que reconocerlo, a uno de los periodos más ricos y fructíferos de la literatura en el campo de las ciencias sociales, desde la teoría de la dependencia, pasando por la referida a los quiebres de los regímenes democráticos, los nuevos autoritarismos surgidos de ese proceso traumático y los posteriores procesos de transición y consolidación democrática.

La gran víctima de este dilema entre reforma y revolución fue la democracia como régimen político de gobierno, tratada despectivamente desde algunos sectores como "formal" o "burguesa", y por otros sencillamente como un obstáculo insalvable para su propio proyecto de refundación capitalista.

Habría que preguntarnos si algunos procesos más recientes en América Latina no tienden a reponer, aunque sea en forma más sutil o solapada, aquel dilema entre reforma o revolución, volviendo a replantear la cuestión de los cambios estructurales de la economía o la propiedad sobre los medios de producción. Sólo lo planteamos como interrogante porque podría desviarnos del tema central.

El segundo dilema que enfrentó América Latina, aún más trágico que el anterior y en muchos sentidos consecuencia del mismo, fue aquel entre "democracia o dictadura", característico de los años setenta y ochenta. En este caso, el tema central ya no era aquel sobre los medios de producción o las reformas estructurales de la economía -- aunque podría decirse que sí lo fue, pero en un sentido inverso al planteado en la década anterior -- , sino directamente el del régimen político de gobierno (democracia o autoritarismo), en torno a la cuestión central de los derechos humanos como fundamento ético de la democracia.

Si el primer dilema devino trágicamente en el advenimiento de regímenes autoritarios, el segundo lo hizo virtuosamente en el advenimiento de sistemas democráticos, en lo que se ha dado en llamar la "Tercera Ola" de democratización en el mundo (Samuel Huntington). Es más, la experiencia autoritaria más reciente y la memoria aún traumática de nuestros pueblos en torno a la misma es una de las principales fuentes de legitimidad y supervivencia de los nuevos regímenes democráticos que han emergido en la región.

No hay que menospreciar lo que hemos logrado en términos de democratización. Las 12 elecciones que tendrán lugar hasta finales de 2006 son la demostración más elocuente de lo anterior. El Informe Latinobarómetro 2005 muestra que, a pesar de todo, existe una alta valoración de la democracia, la que coexiste con altos niveles de insatisfacción. El Informe PNUD 2005 señala que "la democracia se ha convertido en el sistema político dominante en América Latina", destacando que "casi todos los países de América Latina son democracias electorales en funcionamiento". El Freedom House 2006 indica que, hoy por hoy, todos los países de América Latina son democracias electorales, con las excepciones de Cuba y Haití (hay quienes califican a este último país simplemente como un caso de "estado fallido"). Dicho informe cataloga a 10 países como "libres"[1] y nueve países como "parcialmente libres",[2] con la excepción ya señalada de Cuba y Haití, a los que califica de "no libres" (recordemos que Haití enfrenta su propio proceso electoral). The Economist, en un reciente reportaje sobre la región, señala que "la democracia ha llegado a ser un hábito y, con ésta, la sana alternancia [es] normal en el poder".

Por cierto que, junto con lo anterior, hay una serie de análisis que se concentran en las sombras y no sólo las luces de los recientes procesos de democratización, subrayando los problemas de gobernabilidad democrática que aún subsisten, el "déficit" democrático en la región o los serios y preocupantes problemas económicos y sociales que permanecen sin resolver. Bástenos decir al respecto que, desde este lado oscuro de la luna, tenemos 14 presidentes que, desde 1985, no han podido terminar su mandato. [3]

Tal vez el verdadero dilema que enfrenta América Latina, con esta nueva ola democratizadora y en el contexto más amplio de la globalización, es el que se da entre inclusión y exclusión social. No obstante, este dilema no es específico o privativo de la región por lo que indicamos que, así como en los años sesenta y comienzos de los setenta, el dilema por resolver en América Latina era aquel entre "reforma o revolución", y en los años ochenta y noventa aquel entre "dictadura o democracia", el verdadero dilema que enfrenta nuestra región en nuestros días es aquel entre "democracia o populismo" y que este último (neopopulismo), a diferencia del viejo populismo de los años treinta y cuarenta, aparece como uno de los principales obstáculos, tanto en términos de democratización como de modernización.

La primera voz de alerta en torno a este tercer dilema de nuestra historia política más reciente estuvo asociada a las políticas económicas adoptadas en los primeros procesos de democratización, principalmente en torno a los gobiernos de Raúl Alfonsín, Álan García, José Sarney, en Argentina, Perú y Brasil, respectivamente. Hay que decir que, en el caso chileno, que fue prácticamente la última transición en América Latina, estos tres ejemplos fueron claves y definitivos en torno a lo que no había que hacerse en materia de políticas económicas.

En síntesis, es lo que Alejandro Foxley en algún momento llamó el "ciclo populista": un primer año de expansión fiscal, para generar un mayor poder adquisitivo en la población, aprovechando la capacidad ociosa (real o supuesta) de la economía; un segundo año en que hay que pagar la cuenta tanto en términos tanto de inflación como de déficit fiscal; un tercer año con crisis económica transformada en crisis social, con fuertes movilizaciones en las calles, y un cuarto año en que la crisis económica y social se convierte en crisis política (en el caso del presidente Alfonsín significó incluso una crisis constitucional en términos de una entrega anticipada del gobierno a su sucesor).

El neopopulismo de nuestros días es más estructurado que este "ciclo populista" característico de los años ochenta, aunque contiene una paradoja: es un populismo, por así decirlo, con cierta responsabilidad fiscal, bastante alejado de los procesos de hiperinflación y déficit fiscales crónicos de los años ochenta. Debemos otorgar algún crédito a los economistas en este último aspecto, aunque siempre está por verse cómo enfrentará este nuevo populismo un ciclo económico a la baja, de "vacas flacas", en un escenario, tanto internacional como interno, de mayores restricciones y menos holguras. Es allí donde se pone a prueba el muy sui generis concepto de "elasticidad" de la economía, históricamente asociado al populismo latinoamericano. [4]

En todo caso, conviene tener presente que tanto el viejo como el nuevo populismo surgen a partir de ciertas condiciones sociales estructurantes, o al menos habilitantes, que lo hacen posible. En el caso del nuevo populismo de América Latina, en nuestra historia más reciente, surge de la extendida realidad de la pobreza, la desigualdad y la desesperanza, expresadas todas ellas, más allá de las cifras o estadísticas, en aquel elocuente graffiti escrito en algún muro de Lima, Perú, y que nos ahorra muchos comentarios: "No más realidades, queremos promesas". Es esta realidad de privación y exclusión, acompañada de la incapacidad de las élites tradicionales y sus instituciones para responder a las demandas sociales, lo que posibilita el surgimiento de este nuevo populismo y de su compañera de siempre, la demagogia. Y no hay que olvidar que, en la antigua Atenas, el desmoronamiento de la democracia de Pericles no vino por el surgimiento de tendencias autoritarias sino de la aparición de demagogos como Cleón y Alcibíades, que terminaron por levantar a los atenienses contra sus propias estructuras democráticas.

Para ser justos y lograr un análisis más equilibrado, hay que reconocer que, detrás de muchas de estas experiencias a las que comúnmente nos referimos como "neopopulismo", hay una contribución o al menos un llamado de atención, o una voz de alerta, en cuanto al énfasis en temas sociales emergentes que históricamente han estado muy sumergidos o camuflados, y que han llegado a ser relevados hasta llegar a constituirse en parte integrante de la agenda pública en la región.

Tal es el caso, por ejemplo, de la realidad de los pueblos indígenas y de los movimientos sociales vinculados, tema que está para quedarse y que constituye otro de los aspectos de esta reacción antioligárquica y antielitista a la que nos referíamos anteriormente como uno de los aspectos del populismo latinoamericano. Lo anterior demostraría que esta "desoligarquización", si se nos permite la expresión, no es un proceso que haya concluido, en este caso específico relacionado con una suerte de apartheid social que encontramos en muchas de las realidades y procesos relacionados con los pueblos indígenas y la exclusión social de que han sido objeto históricamente y hasta nuestros días.

Aunque el indigenismo no es sinónimo de populismo, sí tiene que ver con un aspecto significativo de la democratización social de nuestros días, tal como en los años treinta o cuarenta la incorporación de los sectores populares y medios emergentes constituyó también un aspecto de la democratización social.

En todo caso, y retomando el argumento central de esta segunda reflexión, sólo queremos subrayar que una de las características del populismo latinoamericano, tanto del viejo como del nuevo, es su marcada ambigüedad en relación con la democracia representativa como forma política de gobierno. Se podrá hablar de democracias participativas, populistas o plebiscitarias, pero no de la forma clásica de la democracia representativa.

Y es aquí donde convergen el neopopulismo y el neoliberalismo, sobre el cual ya hemos adelantado algo.

En efecto, podemos decir que tres son las diferencias entre el neoliberalismo y el liberalismo clásico: su reduccionismo economicista -- a diferencia del liberalismo clásico que fue a la vez una formulación filosófica, ética, legal, social, cultural y económica -- ; en segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, cierto desprecio por el ámbito de lo público, incluido el ámbito de la política y el Estado -- muy distinto del liberalismo clásico que, por ejemplo, en algunas formulaciones como las de John Stuart Mill vienen a ser casi una anticipación de lo que conoceríamos en el siglo XX como algunos aspectos de la socialdemocracia y el propio estado de bienestar -- , y, en tercer lugar, su marcada ambigüedad en torno a la democracia como forma política de gobierno, lo que causaría el escándalo del propio John Locke.

En suma, los neoliberales -- y desgraciadamente no es muy distinto lo que puede decirse de muchos de los viejos liberales en la región -- no han despreciado las formas dictatoriales de gobierno, y es por eso que el liberalismo en América Latina y el neoliberalismo de nuestro tiempo -- y lo decimos en el Chile de los "Chicago Boys" -- han caminado de la mano del autoritarismo más que de la democracia. No ha sido fácil el encuentro en América Latina entre liberalismo y democracia, como tampoco lo ha sido el encuentro entre populismo y democracia.

DEMOCRACIA O POPULISMO EN AMÉRICA LATINA

La tercera y última reflexión, habiendo ya advertido contra el peligro de distintos tipos de determinismos, y las insuficiencias y contradicciones del neopopulismo y el neoliberalismo, especialmente en lo que se refiere a la democracia representativa como forma política de gobierno, tiene relación con tres características que, a nuestro juicio y a la luz de nuestra propia historia, y de una mirada comparativa, deberían reunirse para consolidar una democracia estable; a saber, la cuestión de la calidad de las instituciones políticas, la capacidad del sistema de dar respuesta a las demandas sociales en un periodo de aumento de las expectativas y la capacidad de expandir el crecimiento económico para sustentar lo anterior.

Si no se dan estas características, se va al populismo, y si es cierto que el dilema de nuestro tiempo es aquel entre "democracia o populismo", entonces se termina por socavar los cimientos de la democracia.

La necesidad de un crecimiento económico alto y sostenido no es función del neoliberalismo o del "Consenso de Washington"; es función del sentido común y de un mínimo de responsabilidad en el manejo de los asuntos públicos. El gran problema del neopopulismo es que, con su énfasis unilateral en la distribución de la riqueza, amenaza con matar la gallina de los huevos de oro, así como el gran problema del neoliberalismo que, con su énfasis unilateral en el crecimiento económico ("derramas" o "trickle down economics"), amenaza con concentrar la riqueza y aumentar la desigualdad, creando las condiciones para el surgimiento del populismo.

Todo esto tiene que ver con las instituciones. En el número especial de la Revista de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile (vol. XXIII, núm. 1, 2003), dedicada íntegramente al tema "El populismo y las democracias", Patricio Navia publicó un interesante artículo con el sugerente título "Partidos políticos como antídoto contra el populismo en América Latina", en el que sostiene la tesis de que los partidos pueden ser un antídoto contra el populismo: "los países donde existen formaciones partidarias estables y fuertes tienen menos riesgos de experimentar fenómenos populistas", o, dicho de otro modo, "las experiencias populistas en esos países sólo aparecen asociadas al debilitamiento de los partidos políticos. Así, la existencia de verdaderos partidos políticos es una condición necesaria, [aunque] no suficiente, para evitar la irrupción del populismo".

Lo que dice Navia en relación con los partidos políticos podría aplicarse a las instituciones políticas en general: a mayor institucionalización, menor posibilidad de surgimiento o consolidación del populismo, y viceversa. El populismo actúa y florece particularmente cuando no existen mediaciones políticas y en condiciones de no institucionalización, generalmente bajo la forma de identificación de un líder personalista y una masa informe. Según Guy Hermet, uno de los principales estudiosos del populismo en América Latina, la mejor definición de este fenómeno es la que formuló, hace casi 40 años, Helio Jaguaribe, lo que tiene mucho que ver con el tema que estamos tratando:

Lo que es típico del populismo es [ . . . ] el carácter directo de la relación entre las masas y el líder, la ausencia de mediación de los niveles intermediarios, y también el hecho de que descansa en la espera de una realización rápida de los objetivos prometidos.

Por ello, según Hermet, el núcleo propiamente distintivo del populismo es su relación con el tiempo político en cuanto a las promesas de satisfacción inmediata de las aspiraciones y demandas del pueblo, en un contexto de "impaciencia irreflexiva", lo que sería incompatible con los tiempos de la política (largos, por definición), producto de la complejidad del ejercicio del gobierno. Así, "el populismo mantiene con el tiempo una relación de simultaneidad, en oposición absoluta con la temporalidad normal de la política", expresada en aquella elocuente expresión de François Mitterrand, de "dar tiempo al tiempo". De allí la importancia de los partidos y las instituciones políticas en general, es decir, la necesidad de afianzar los necesarios niveles de mediación institucional, alejados de todo personalismo mesiánico y demagógico, respetando los ritmos inherentes al funcionamiento de la democracia, caracterizada, según el propio Hermet, "por sus procedimientos orientados hacia la deliberación, hacia la confrontación de intereses, en resumen, hacia una gestión de los conflictos escalonada en el tiempo".

En consecuencia, la cuestión del imperio de la ley -- y del estado de derecho en general -- cobra la mayor importancia en términos justamente de la calidad de las instituciones y la vigencia de una auténtica democracia representativa.

Un reciente informe de Latinobarómetro 2005 (1995-2005) "Diez años de opinión pública" (www.latinobarometro.org), como análisis y compilación de sus estudios de opinión pública de los últimos 10 años en América Latina, no hace sino confirmar el trabajo teórico de Guillermo O'Donnell en torno a la cuestión crítica y fundamental sobre "The (Un)rule of Law in Latin America" para explicar muchas de las carencias que podemos advertir sobre la democracia en América Latina.

De acuerdo con dicho informe: la ineficacia del sistema judicial, si consideramos que 66% de la región señala que tiene poco o nada de confianza en el poder judicial; el fenómeno extendido de la corrupción, si consideramos que (según el mismo informe, y con la excepción de Uruguay y Chile) "todos los otros países de la región tienen una percepción mayoritaria por encima de 60% de que los funcionarios públicos son corruptos"; el fenómeno aún más extendido del clientelismo como práctica política, que viene a sumarse a las causas de la baja confianza en las instituciones y su legitimidad, son algunos de los principales hallazgos de dicha investigación, la que concluye, sobre esta materia, lo siguiente:

En América Latina, el imperio de la ley es percibido como limitado, no todos pueden ejercer todos sus derechos, no todos por tanto quieren cumplir sus obligaciones, no todos cumplen con la ley. La cultura cívica está minada por la desigualdad en el imperio de la ley. La experiencia de cada cual confirma que no hay igualdad frente a la ley.

Esta aspiración sobre igualdad ante la ley debe entenderse como un aspecto pendiente de la modernización de nuestras estructuras, de su eficiencia y su transparencia, en una dirección no populista. Muchas veces, más allá (o más acá, en realidad) de las grandes transformaciones institucionales o macrorreformas, el verdadero tema que debería preocuparnos es el de las microrreformas, como la necesidad de asegurar que se paguen los impuestos o que se cumpla con las leyes laborales. Es detrás de la infracción a este tipo de normas básicas y elementales donde muchas veces encontramos el germen de un descontento social y la irrupción, como consecuencia lógica y a veces inevitable, del populismo y la demagogia.

Estas percepciones sobre el imperio de la ley y el estado de derecho nos permiten, en un sentido más amplio, recoger algunas percepciones sobre el tema central de esta exposición referida a la democracia en América Latina, y afirmar que, a pesar de todo -- percepciones sobre desigualdad y pobreza, corrupción, clientelismo, falta de igualdad efectiva ante la ley, incapacidad de las instituciones para responder a las demandas sociales, entre otros aspectos que podríamos señalar -- , la democracia, asociada por la gente principalmente y por propia definición, a un régimen de libertades, a la realización de elecciones regulares limpias y transparentes, a una economía que asegure un ingreso digno, a una libertad de expresión para criticar abiertamente y a un sistema judicial que trate a todos por igual, goza de una legitimidad nada despreciable.

En efecto, Latinobarómetro indica que 70% de los habitantes de la región cree que la democracia tiene problemas, pero es el mejor sistema de gobierno; 66% dice que es el mejor sistema para llegar a ser un país desarrollado; 62% afirma que en ninguna circunstancia apoyaría a un gobierno militar; 53% estima que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno; 59% cree que no puede haber democracia sin un parlamento, mientras que 54% considera que no puede haber democracia sin partidos políticos; 53% de la gente cree que la democracia permite solucionar los problemas que se tienen como país; hay 11 países de 18 donde más de 60% de la población dice que el voto es eficaz y en 13 de los 18 países más de 50% cree en la eficacia del voto para cambiar las cosas.

Por cierto, también existe el revés de la moneda y es así como 19% de la gente está en desacuerdo con que la democracia sea el mejor sistema de gobierno; el mismo 19% que declara que, en algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático; 22% está en desacuerdo con que la democracia sea el único sistema de gobierno con el que un país pueda llegar a ser desarrollado; 30% declara que apoyaría a un gobierno militar si las cosas se ponen difíciles; 61% declara altos niveles de insatisfacción con la democracia; 28% sí cree que puede haber democracia sin congreso, y 34% sí cree que puede haber democracia sin partidos políticos, mientras que 37% cree que la democracia no resuelve sus problemas.

Es interesante constatar que, a pesar de que detrás de muchas de estas percepciones sobre carencias y frustraciones existe un terreno propicio para el florecimiento del populismo, ellas no han conducido a involuciones autoritarias y que, antes bien, la memoria histórica relacionada con nuestra experiencia más reciente tiende a afirmar la legitimidad de los procesos democráticos. Como bien señala el informe del PNUD (2004) sobre "La democracia en América Latina", "los movimientos de oposición no tienden hoy hacia soluciones militares sino hacia líderes populistas que se presentan como ajenos al poder tradicional y que prometen perspectivas innovadoras". Según dicho informe, lo que resulta consistente con lo que ya se ha dicho, el malestar de nuestros pueblos, en nuestros días, no sería "con" la democracia, sino "en" la democracia.

En todo caso, y en el balance final, el informe de Latinobarómetro concluye que la democracia cuenta con una alta aprobación (claramente mayoritaria). Aquélla se sostiene en un piso en que las propias carencias económicas -- incluida la crisis económica de 1998 a 2002 -- no logran socavar completamente sus bases; se trataría, por lo tanto, de un piso mínimo "duro" de más de 50% de la población.

Lo anterior, sin desdeñar las diferencias que existen entre distintos grupos de países frente a diversos temas, da cuenta de la enorme heterogeneidad en la región. Así, por ejemplo, los países que se perciben a sí mismos como más democráticos serían Costa Rica, Chile, República Dominicana, Venezuela y Uruguay, mientras que los que se perciben a sí mismos como menos democráticos serían Ecuador, Guatemala, Nicaragua, Paraguay y Perú. Los mayores niveles de apoyo a la democracia se dan en países como Argentina, Costa Rica, Venezuela y Uruguay, mientras que los menores niveles de apoyo se dan entre Guatemala, Honduras y Paraguay. Los países con la mayor percepción de vigencia del estado de derecho son Chile, Colombia, República Dominicana y Uruguay -- aunque en el segundo se percibe una cultura cívica débil -- , mientras que los países con menor percepción del estado de derecho son los mismos que tienen menores niveles de cultura cívica, como Bolivia, Brasil, Ecuador y Perú. En cuanto a desempeño presidencial, los mayores niveles de aprobación se encuentran en América del Sur, principalmente en Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Uruguay y Venezuela, todos ellos con más de 60% de aprobación, mientras que los menores niveles de aprobación se dan en los países de América Central, con la excepción de El Salvador, que fluctúan entre 32 y 44% de aprobación.

En general, para explicar muchos de estos fenómenos el informe de Latinobarómetro 2005 señala que existiría una incongruencia entre, por un lado, la cultura cívica, en términos de igualdad ante la ley, ejercicio de derechos, cumplimiento con obligaciones, la percepción de un estado de derecho limitado, la inexistencia de un trato por igual y bajos niveles percibidos de representación y, por otro lado, el nivel de las estructuras, en que se advierten una baja confianza en las instituciones y un estancamiento en los niveles de apoyo a la democracia.

En cuanto a las instituciones, es interesante constatar que las municipalidades y la policía son las dos mejor evaluadas en la región, por lo que existe también una evaluación de la democracia en un plano bastante micro, es decir, en la realidad más cercana a la gente, lo que contrasta con la mala evaluación de las realidades macro, frente a instituciones como los partidos políticos, el parlamento y, muy especialmente, el poder judicial, que son percibidos como muy lejanos de esa realidad cotidiana y ajenos a ella.

En síntesis, el informe de Latinobarómetro concluye que, a pesar de que a lo largo de la última década puede decirse que "todo cambia para seguir igual" -- la desconfianza aumenta o se mantiene igual, la percepción en relación al estado de derecho no avanza, las expectativas crecen, los problemas prioritarios no encuentran solución y la participación política no se ha fortalecido -- ; a pesar de todo lo anterior, "América Latina no abandona la democracia en ningún momento desde que se inicia" (a finales de los años setenta), dirigiendo de paso una crítica, que tendemos a compartir, en especial con sectores académicos e intelectuales, en torno al excesivo énfasis en la pasada década en la reforma económica, con olvido de la reforma política y los bienes políticos (y la democracia es un bien político).

Coincide con esta última apreciación el informe del PNUD, ya mencionado, al advertir cómo cierto economicismo que tendió a predominar en los últimos años, unido a concepciones sobre "mercado impersonal" y "saber tecnocrático", estarían volviendo la mirada sobre las instituciones y la política, de la que surge la necesidad de avanzar hacia una "democracia de ciudadanía" que garantice de manera efectiva la vigencia de los derechos civiles, políticos y sociales, y que vaya más allá de la simple "democracia electoral" que hemos conocido en nuestra historia más reciente.

En cuanto a lo anterior, sabemos que esta mirada sobre la política presenta sus propias tensiones y contradicciones. Así, por ejemplo, mientras 14 presidentes han debido dejar el poder, interrumpiendo sus mandatos constitucionales por diversas razones, las 12 elecciones que tienen lugar y que tendrán lugar de aquí a finales de 2006 demostrarían que, a pesar de todo, la democracia electoral aún se mantiene vigente. Porfiadamente, podríamos decir, los pueblos se resisten a una involución autoritaria y se mantiene una no despreciable legitimidad de los procesos democráticos en la región.

Cualesquiera que sean las opiniones o reacciones que nos causen, las significativas mayorías electorales que han recibido, desde Luiz Inácio "Lula" da Silva, con más de 60% de los sufragios obtenidos en la segunda vuelta electoral, en Brasil, hasta Evo Morales, que acaba de recibir 54% en Bolivia, refuerzan esta legitimidad democrática de los recientes procesos en América Latina. Podría mencionarse también, por qué no, el más de 50% de los votos obtenidos por Hugo Chávez en el referéndum revocatorio realizado en Venezuela, cuya legitimidad fue avalada por la OEA, el Centro Carter y el Grupo de Amigos de Venezuela, y 42% que acaba de obtener el "kirchnerismo", en Argentina, muy superior a 22% obtenido por el candidato Néstor Kirchner en la última elección presidencial.

Se trata de procesos muy distintos entre sí, sin perjuicio de las aparentes similitudes y también está por verse, en todos ellos y en el resto de los 12 procesos electorales que tendrán lugar en la región, la capacidad para mostrar resultados concretos y tangibles, lo que incidirá en su legitimidad de ejercicio. Pero lo que nadie puede negar es la gran legitimidad democrática que encontramos en todos ellos, como un aspecto de la democracia electoral a la que nos hemos referido. En definitiva, todo esto es un tema sobre el buen gobierno y, como dice Peter Hakim, presidente del Diálogo Inter-Americano, en su artículo "Dispirited Politics" (2003):

el mayor peligro que se cierne sobre la democracia en América Latina no es la existencia de políticos demagógicos, o de militares con ambiciones desmedidas, o de ideologías autoritarias. La mayor amenaza es, a decir verdad, el desempeño mediocre continuo -- la inhabilidad de los gobiernos democráticos para hacer frente a las más importantes necesidades y demandas de sus ciudadanos . . .

Muchos de estos procesos están tensionados por el dilema entre democracia o populismo, tanto en términos de los desafíos de democratización como de modernización, en la era de la Posguerra Fría y la globalización. Aunque hasta ahora hemos evitado deliberadamente cualquier referencia al caso chileno, y aunque en la realidad que hemos descrito anteriormente no hay modelos que sean muy nítidos y que no admitan dudas, ni lecciones que puedan traspasarse mecánicamente de un país a otro, tal vez nos atreveríamos a sugerir que, si podemos atribuir alguna característica al caso chileno en nuestra historia más reciente, es la de haber levantado un dique de contención en relación con la tentación populista. La llamada "democracia de los acuerdos", como una alternativa a la democracia populista y plebiscitaria -- también como una alternativa a la democracia simplemente mayoritaria -- y el "crecimiento con equidad" -- como una alternativa de desarrollo tanto al neoliberalismo como al neopopulismo -- son tal vez los dos aspectos más centrales y significativos de la experiencia chilena, desde una perspectiva comparativa.

También podríamos mencionar el "suprapartidismo" como una exigencia y necesidad mientras exista presidencialismo y multipartidismo, a fin de evitar el cogobierno de los partidos, de tan triste memoria en el Chile de comienzos de los años setenta; los papeles tecnocráticos con propia legitimidad democrática y no simplemente como una realidad importada desde las aulas de la academia o las universidades, en el interior de una pretendida asepsia política, como tantas veces encontramos en la región y, finalmente, mencionaríamos la existencia de un proceso de aprendizaje, a partir de las lecciones de nuestra historia más reciente, con su polarización y su tragedia.

De alguna manera, esta reflexión sobre la democracia en América Latina ha terminado siendo una reflexión sobre los temas de la democracia y el populismo, los que terminan por constituirse en uno de los principales dilemas de la región en nuestra historia más reciente. Hemos planteado que, en definitiva, la creación y perfeccionamiento de instituciones políticas sólidas se convierte en el verdadero dique de contención en relación con la tentación populista y el tema de la calidad de las instituciones, la capacidad del sistema de dar respuestas a las demandas sociales en un periodo de aumento de las expectativas y la capacidad de expandir el crecimiento económico, se convierten, para sustentar lo anterior, en requisitos fundamentales para consolidar una democracia estable en América Latina.

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