5 de mayo de 2008

5 de mayo: victoria pírrica

José A. Crespo

En tiempo de efemérides y celebraciones bicentenarias, conviene releer la historia, con ojo crítico, para aprender de nuestros errores históricos, en lugar de envanecernos por falsas glorias. La historia de bronce eleva el ánimo nacional, pero sólo la historia crítica permite aprender de los tropiezos. La Batalla de Puebla, en 1862, es la más celebrada, por tratarse de una en la que ganamos a una potencia extranjera. Pero no es la única que tuvimos. No celebramos otras batallas célebres, como la de 1829, en la que vencimos a una expedición española que venía con miras a reconquistar Nueva España y, desde ahí, al resto de la América hispana. El brigadier Isidro Barradas, quien comandaba dicha expedición, era presentado en la prensa española como el Segundo Cortés. Las fuerzas mexicanas lo vencieron en Tampico, aunque ayudadas por las enfermedades tropicales que diezmaron a las huestes españolas. Pero casi nadie conoce el suceso porque el protagonista de ese episodio fue nada menos que Antonio López de Santa Anna. Y una de las reglas de la historia oficial es no reconocer nada a los tenidos por villanos. En Monterrey, en 1847, 600 mexicanos derrotaron a dos mil estadunidenses (una hazaña superior a la del 5 de mayo). Pero, ¿alguien recuerda al héroe de esa victoria, el general Manuel Balbotín?

La Batalla de Puebla de 1862 es el único triunfo que celebramos, así como a su protagonista, Ignacio Zaragoza. También participó de ese triunfo, aunque de segundón, el entonces coronel Porfirio Díaz, auténtico genio militar que puso su espada con gran lealtad y valentía al servicio de la República durante la Guerra de Reforma y la intervención francesa. No se le niega su participación en la gran batalla, pero tampoco se destaca ni siquiera como anécdota interesante (se viene uno a enterar de eso ya de adulto, pero difícilmente los niños lo registran en sus clases). Antes de la célebre batalla, Zaragoza se mostraba más bien escéptico sobre nuestras posibilidades: “Nuestra aspiración a la victoria es poco lógica, supuesta nuestra desventaja en armamento”.

El comandante de las fuerzas francesas, el general Ferdinand de Lorencez, al tocar suelo mexicano, quiso tranquilizarnos sobres sus objetivos: “Mexicanos, no hemos venido aquí para intervenir en vuestras disputas... sino para terminar con ellas”. Pues sí, estábamos enfrentados —y seguimos en ello—, pero no eran los franceses quienes pondrían fin a nuestras interminables reyertas. Lorencez creía que iba a un día de campo, en parte porque el conservador Manuel Hidalgo le había informado que en Puebla serían recibidos con un tapiz de flores, en lugar de con balas. Pero no atendió a la recomendación de otro mexicano (Juan Nepomuceno Almonte, hijo de José María Morelos), de tomar la ciudad dando la vuelta a los fuertes de Loreto y Guadalupe. El francés no vio mucha gloria en ello y prefirió embestir a esos baluartes. De haber seguido los consejos del vástago de Morelos, probablemente no tendríamos motivo para celebrar este día.

Al recibir el primer fuego proveniente de los fuertes, el general galo exclamó, visiblemente molesto: “¡Estas son las flores del ministro (Hidalgo)!” Es cierto que, durante el ataque, cayó un tremendo aguacero y una granizada que entorpecieron el embate de los franceses (que resbalaban en el consecuente lodazal). Por lo que Lorencez quiso responsabilizarlos de su derrota (como lo había hecho la famosa Armada Invencible de Felipe II en su frustrada invasión a la Inglaterra isabelina). Pero eso no quita ningún mérito a los soldados mexicanos que lograron ese insospechado triunfo. Porfirio Díaz recordaría en sus memorias: “Esta victoria fue tan inesperada que nos sorprendimos verdaderamente con ella, y pareciéndome a mí una ficción, divagué en la noche sobre el campo para ratificar la verdad de los hechos, con el mudo testimonio de los cadáveres del enemigo”. Con mayor razón, Napoleón III quedó desconcertado, sobre todo porque creía que Puebla era una aldea de mil habitantes. Tan convencidos estaban los francos de su victoria en Puebla, que los diarios (La Patrie , por ejemplo) habían anunciado su triunfo incluso antes de la famosa batalla, narrando cómo los poblanos recibían a sus soldados con vivas y gran iluminación. Estaban errados en los sucesos, pero desafortunadamente no en las intenciones de los poblanos, quienes habían en efecto ya preparado un gran recibimiento a los invasores, a quienes esperaban con anhelo. Quedaron frustrados al enterarse del triunfo mexicano; ya no habría fiesta. El arzobispo de la ciudad, monseñor Labastida, como una forma de revancha, prohibió al clero poblano impartir los servicios religiosos a los vencedores de Guadalupe y Loreto. Todo lo cual, evidentemente provocó el enojo de Zaragoza, quien escribió al (ex) presidente Juárez: “Qué bueno sería quemar a Puebla. Está de luto por los acontecimientos del cinco. Esto es triste decirlo pero es una realidad lamentable”. Y, en efecto, al parecer el principal obstáculo de los mexicanos han sido, históricamente, otros mexicanos.

Al año siguiente, una nueva fuerza francesa, formado por 20 mil hombres, pudo destrozar a la totalidad del ejército republicano (concentrado en esa ciudad, pero ya no conducido por Zaragoza, que había fallecido), para lo cual se tomaron dos largos meses. Tras su victoria, los franceses entraron finalmente a Puebla, cuyos habitantes ya no pudieron recibirlos según lo planeado un año antes, pues la ciudad quedó devastada. Pese a ello, monjas, abadesas y clérigos se las arreglaron para dar la mejor bienvenida posible a los franceses, con un festejo de dos días, entonando un Te Deum Laudamus (Gracias te damos, Oh Alabado) e izando el pabellón francés en la torre de la Catedral.

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