En la república de los escándalos, los relacionados con las mezclas duras entre religión y política ocupan un lugar secundario pero persistente, aunque a veces se lleven las ocho columnas de los diarios. En algunos lugares, dominados generalmente por el PAN pero también por otras agrupaciones políticas nacionales o locales, el “regreso” de la fuerza política de las iglesias es un hecho recurrente, comprobado y público. Pero particularmente en Guanajuato o en Jalisco, al igual que sucedió en varios episodios de la gestión del presidente Fox —todos emanados del partido de la derecha católica dominante en la larga transición política mexicana—, la confusión entre lo privado y lo público, entre la fe individual y el ejercicio gubernamental de puestos públicos, resulta la confirmación de que esa antigua tensión entre las creencias religiosas y los actos de gobierno nunca ha desaparecido sino que se encuentra de regreso, abierta y explícitamente, en algunos casos incluso triunfalmente. Un hecho reciente y escandaloso, el anuncio de un donativo de 90 millones de pesos del gobierno de Jalisco a la construcción de un templo llamado “Santuario de los Mártires” en Guadalajara, ilumina lo que de algún modo se puede denominar como el regreso de los templarios a la política mexicana.
El gobernador de Jalisco, Emilio González Márquez, representa muy bien esa marcada tendencia de mezclar las creencias privadas con los intereses públicos que cada vez con mayor frecuencia es posible observar en el gobierno federal o en los gobiernos locales. Es una tendencia crecida a la sombra y luego en el cetro de la transición política mexicana, cuyos pivotes se centraron en la emergencia de acuerdos políticos clave pero también en el florecimiento de los prejuicios y creencias que diversos actores políticos han arrastrado sin debate pero con fe al centro de la escena pública. La tendencia marca un comportamiento y revela una certeza: no hay por qué ocultar la fe de los políticos, sino que la misma debe ser motivo de orgullo y de distinción frente a los “hipócritas” gobernantes anteriores. Esto forma parte del núcleo duro del nuevo sentido común de la derecha política mexicana: se puede mezclar la religión con la política y con los actos del gobierno, sin problemas, sin prejuicios ni perjuicios.
La biografía política y personal del gobernador jalisciense ilustra con nitidez esa tendencia dura. De 48 años, y originario de la zona de Los Altos de Jalisco (Lagos de Moreno), estudió la preparatoria y posteriormente la carrera de contaduría pública en la U. de G., y una maestría en desarrollo humano en la Universidad del Valle de México (UNIVA), una institución privada que se ostenta como la “Universidad Católica de Guadalajara”. En ese tiempo se interesó, se adhirió y militó en las filas del Partido Demócrata Mexicano, una organización de la derecha católica más recalcitrante —heredera del sinarquismo y defensora del movimiento cristero de los años treinta del siglo pasado—, de la que fue dirigente nacional interino a principios de los años noventa, y hasta poco después de su desaparición por no alcanzar el porcentaje mínimo de votación en las elecciones federales de 1991. De ese partido pasó en 1992 al Partido Acción Nacional, del cual fue diputado federal (1997-2000), y presidente de su Comité Ejecutivo estatal de 2000 a 2002. Posteriormente, fue electo alcalde de la ciudad de Guadalajara de 2004 a 2006, de donde saltó a la gubernatura de Jalisco para el periodo 2007-2013, confirmando el peso político-electoral de ese partido en la entidad, que gobierna desde la llegada de Alberto Cárdenas Jiménez (1995-2001) y Francisco Ramírez Acuña (2001-2006).
Lo que más sorprende o asombra (o que causa incluso irritación y molestia para algunos ciudadanos jaliscienses, con o sin afiliación partidista) del comportamiento público y político del gobernador, es su absoluto desprecio por cuidar las formas más elementales de la vida pública, aunque sus reflejos e impulsos correspondan a las formas más brutalmente elementales de la vida religiosa, como diría el viejo Weber. De manera sistemática el gobernador desayuna con el cardenal de Guadalajara, lo alaba y besa su mano en público, convoca a sus funcionarios a leer la Biblia en Casa Jalisco, dona dinero público a empresas privadas, asociaciones civiles de filiación católica, y ahora a la construcción de templos como el Santuario de los Mártires, una obra que representa fielmente los intereses y la megalomanía del cardenal Sandoval Íñiguez, representante de una de las tendencias más ortodoxas y agresivas de la jerarquía católica mexicana. En el fondo, muy seguramente el gobernador y el individuo se comportan de la misma manera, es decir, hay un comportamiento público que responde fundamentalmente a sus creencias y a su fe, subordinando las formas públicas a las creencias privadas.
Aunque ya se sabe que tanto la iglesia católica como las empresas televisoras son parte de los poderes fácticos a los que todo gobernante con un mínimo de sentido de realismo político debe tratar, tolerar y quizá hasta negociar para acrecentar su respaldo o legitimidad política o corporativa, también es necesario valorar los efectos perversos que suelen tener esos tratos y acciones en el ámbito legal, político y social, en un contexto que tiende teóricamente a democratizar los rasgos de la vida pública local y nacional, entendido como el ejercicio de un gobierno apegado a la legalidad y a uno de los principios constitutivos del Estado mexicano: la laicidad. El problema es que me temo, como sugiere Guillermo Sheridan en su blog, que el gobernador y los miembros de su primer círculo no entienden lo que leen —o peor aún: ni siquiera leen—, sino porque en este caso —como en otros— el cálculo político y la fe ciega van de la mano. Quedar bien con los poderes fácticos es más redituable que abstenerse y limitarse en el ejercicio público, que suele verse por estos personajes como un ejercicio tortuoso, aburrido, engorroso y aun conflictivo y molesto. Con los poderes fácticos se obtienen la fama y el perdón, la publicidad y la piedad. Quizá al gobernador se le aplique esa sensación de esfuerzo sobrehumano que Serrat y Sabina aplican a la conservación de la salud y al celibato. Al templario González debe costarle mucho, mucho, aprender el viejo arte de la prudencia cocida a fuego lento en el contexto mexicano de laicidad, republicanismo y sobriedad, que mal o bien aprendieron a jugar —con todo y trampas— los herederos de la Revolución mexicana. Y más trabajo aún le deben costar a él y a su partido reprimir sus actos de fe para presentarlos como acciones de gobierno. Paradójicamente, los efectos de estos actos son los mismos que anunció con celebridad un clásico desde el otro extremo: al diablo las instituciones.
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