La ley, que logró salir entre tomas de tribuna y jaloneos internos de los partidos —y sobre la cual pesaban las observaciones que el entonces presidente Fox hizo mediante su facultad de veto en 2006—, atiende varias preocupaciones sociales, económicas y políticas sobre la industria editorial y va más allá del tema que la mantuvo suspendida: el precio único. Tiene aspectos que, de atenderse por las autoridades competentes, pueden contribuir a construir un país de lectores que aminore los efectos devastadores de la tiranía de la tv.
La ley, que se espera sea publicada en estos días, busca: “Hacer accesible el libro en igualdad de condiciones en todo el territorio nacional para aumentar su disponibilidad y acercarlo al lector”, lo que se concreta al disponer que “toda persona física o moral que edite o importe libros estará obligada a fijar un precio de venta al público. El editor o importador fijará libremente el precio de venta al público, que regirá como precio único”. Pero también ha dispuesto “propiciar la generación de políticas, programas, proyectos y acciones dirigidas al fomento y promoción de la lectura; fomentar y estimular la edición, distribución y comercialización del libro y las publicaciones periódicas; fomentar y apoyar el establecimiento y desarrollo de librerías, bibliotecas y otros espacios públicos y privados para la lectura y difusión del libro”.
En el dictamen que el 29 de abril presentaron las comisiones de Educación y de Estudios Legislativos del Senado —donde fue más impulsada— se deja de valorar los avances de esta legislación y se hace énfasis en controvertir los argumentos con los que el anterior Ejecutivo federal decidió no promulgarla. Es entendible puesto que, conforme al proceso legislativo previsto en el artículo 72 constitucional, esa argumentación debía superar las objeciones y observaciones que, en realidad, formuló la Cofeco sobre el precio único.
En estricta lógica economicista, y bajo rigurosa aplicación de los supuestos que definen a un agente con poder sustancial y las características de un mercado relevante, los argumentos de la Cofeco son imbatibles y la aprobación de la ley no puede ni debe traducirse en una derrota del órgano de competencia; pero justo porque sólo se encuadran en esos criterios económicos, tal recomendación no podía definir una política pública que abarca otros aspectos fundamentales de ese proceso económico y necesita asegurar su función social y proteger su condición de industria cultural.
La preocupación de la Cofeco sobre un posible aumento del precio de los libros por el precio único fijado por editores e importadores ha sido contraria en la experiencia internacional. En Alemania, Francia y España, el incremento promedio del precio está por debajo de la inflación general. Mientras que en Inglaterra, que hace algunos años abandonó esta medida, ha sido de más de 29%, contra 19% de la inflación general.
Según Raúl Padilla, presidente de la FIL de Guadalajara, “la disminución de precios no es el único beneficio para el lector que resulta de establecer el precio único. Al crearse condiciones más equitativas no sólo se estimula la aparición de nuevas librerías, sino que se alienta la competencia por servicio, surtido, especialización”. Bajo el sistema de precio único, Francia pasó en 20 años de tener mil librerías a tener 4 mil. En Japón y los 11 países de la UE donde rige este sistema se han obtenido resultados favorables. Por el contrario, donde el precio único se ha eliminado la tendencia ha sido la opuesta: en Inglaterra cerraron 400 librerías en cinco años y Finlandia pasó de tener 750 a 450.
Creo en ello, y desde 1997 que la diputada panista Beatriz Zavala puso al servicio de esa causa su empeño, he buscado contribuir a que el Estado deje de ser editor de libros de primaria y se convierta en promotor de la lectura, facilitador de la empresa editorial privada, constructor de bibliotecas en todo el territorio y regulador de la competencia en un mercado significativo: el de autores, títulos, ideas, pensamientos que se convierten en libro. Y ahí está el mérito de haber destrabado esa legislación que llega a nuestros días con más de cinco años de retraso desde que inició su reforma y actualización. Pero más vale tarde que nunca.
Profesor de la FCPyS de la UNAM
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