La izquierda mexicana que no pudo evitar la toma de posesión de Felipe Calderón ha señalado que lo llevó, "por lo menos", a entrar por la puerta trasera del recinto legislativo, y que logró aturdir con silbatos el juramento de su protesta constitucional. En este hecho apretujado y ruidoso de nuestra historia -no sólo por el espacio estrecho, el modo sorpresivo y el ritmo apresurado, sino por el evidente signo de la crisis de desencuentro político-, se construyó una imagen simbólica de nuestro momento que va mucho más allá de presentar a un Presidente asediado; se envió un penoso mensaje de negación y pérdida de la política. No sólo Calderón, sino todos los actores, entraron a esta nueva etapa de México por la puerta de atrás.
El momento exige una gran capacidad de comprensión del fenómeno y salirse del análisis simplificado. Los invitados internacionales a este acto están conscientes de la inexistencia del fraude electoral que se alega, pero ahora les queda claro que lo accidentado de la asunción del presidente Calderón no es fruto de lo casual, ni sólo de la histeria o la neurosis de algunos líderes que integraron una coalición que jamás se imaginó perder, ni ha evaluado a dónde y por qué se van ocho puntos de ventaja en dos meses de campaña electoral. Ahora varios creen que esta "imagen de ingobernabilidad", como la describió Óscar Arias, presidente de Costa Rica, tiene además otras causas más profundas y anteriores.
Lo sabemos y es deber de la conciencia demócrata ir reconociendo y eliminando esos males. Entre ellos, expresión del encono del fin de semana, esta persistente idea de excluir, de eliminar, de descalificar a la izquierda mexicana, lo cual sigue aumentando la irritación. Convocarla al diálogo y a la vez echarla de la televisión, en un manejo soviético de las dos televisoras en su cobertura informativa del 1 de diciembre, no hace sino exacerbar la división y radicalizar las formas en que ésta busca hacerse visible y patente.
Necesitamos un tiempo nuevo, que sea el tiempo de México, pensar en el país, recuperar el Estado y reconciliar a la nación mediante la afirmación de la ética en la política. Volver a darle centralidad a la idea del deber ser, porque esa ausencia es más dañina que los silbatos y los gritos. Hasta ahora no podríamos afirmar que, en efecto, se vislumbre una intencionalidad rectificadora.
La izquierda tiene la presencia más numerosa de su historia en el Congreso pero está ensimismada. Toma sus decisiones en función de una lógica interna entre sus votantes duros, a quienes pretende demostrar única lealtad para mantener los mecanismos de distribución de sus espacios de poder; la izquierda confirma cotidianamente la ausencia estructural de una vocación democrática y su deseo de mantenerse en la oposición, incapaz de cumplir como poder el principio democrático del gobierno para todos. Esa visión está negada con su actuación en la toma de protesta de Calderón.
El nuevo gobierno tampoco ha podido, por ahora, desembarazarse de varios de los compromisos oprobiosos que se tejieron en la campaña, otra especie de lealtad que tampoco sirve a la República. La integración del gabinete es quizá el mayor dato de esta contradicción que atrapa el momento político mexicano, se quiere avanzar en el tema social, pero se decide no romper con lo peor de la herencia foxista y coexistir con los monopolios privados.
Y la posibilidad de acordar entre la izquierda y el nuevo gobierno pasa precisamente por ser leales al país y romper las lealtades facciosas, en una ruta que empiece por recuperar la idea del futuro con porvenir al momento que se desvincula no sólo del gobierno anterior, sino de lo peor de nuestro pasado político. En esta ruta, la necesidad de recuperar poder y soberanía al Estado sería el eje central de la posibilidad de un encuentro entre la izquierda y el gobierno. Si el Presidente desea gobernar -y no sólo administrar-, ha de reintegrar al ejercicio del gobierno los espacios de poder público que de manera absurda se han ido concentrando en unas cuantas manos privadas. Para su propia capacidad de negociación con los poderosos, el Presidente ha de estar en una condición de poder.
Si la izquierda busca emparejar realmente el terreno de la competencia electoral mediante nuevas reglas y nuevo árbitro, debe tomar la decisión de contribuir y cooperar al acuerdo de reubicación de los poderes fácticos -indiscutiblemente hoy sus principales valladares-, a su natural espacio de intermediación y no de decisión. Lograr de nuevo el equilibrio de los poderes formales, en relación con el poder financiero y con el de la televisión, es el tema esencial de un modelo electoral más justo y equitativo.
Pero hoy, la crisis del desencuentro refuerza esos poderes fácticos, incluido el poder informal e ilegal del narcotráfico. Cuando se acentúa la polarización hasta el extremo de negar el único espacio reconocible por todos que es el ámbito de la política, ganan más terreno y se aprovechan como nadie de los poderes que compiten con el Estado para sustituirlo e imponer sus intereses. Esos son los que ganan, cuando la política pierde.
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