En las últimas dos décadas muchas cosas han cambiado en México. Entre ellas: la antigua economía cerrada cedió el paso a un país fuertemente integrado al comercio internacional; el Estado y la Iglesia católica terminaron el interregno de casi siglo y medio; la propiedad agraria, fuente original de la cultura rural mexicana, fue finalmente escriturada a los hijos del ejido; la privatización y la liberalización adelgazaron al viejo Estado, y la larga hegemonía del PRI finalizó con la llegada del PAN a Los Pinos, abriendo un debate interminable acerca de las modalidades que el régimen o el sistema político debieran adoptar para ajustarse a las normas de una democracia representativa que funcione.
A largo de los años que ha durado ese proceso, ni duda cabe, los medios han jugado un papel esencial no tanto porque se hayan convertido asumiendo posiciones propias y muy definidas a la manera de El País en la España de los 70, la Gazeta Wyborzcka, en la Polonia de la democratización o The Economist en la actualidad en el promotor de un combate de ideas en el seno de la sociedad civil y entre las distintas formaciones políticas o en el gran monitor de la vida política, sino porque, dada la arraigada tradición de baja intensidad que ha enfermado a la ciudadanía mexicana por mucho tiempo, inhibiéndola de adoptar un papel protagónico decisivo en la integración de la agenda pública, los medios encontraron que ese vacío podían llenarlo ellos supliendo, en la práctica, la energía de una colectividad que teóricamente debiera ser viva, actuante y participativa. Es decir, los medios mexicanos se convirtieron no en la correa de transmisión entre el ciudadano y lo público, sino en la sociedad misma.
Como era previsible, dichos medios evolucionaron por analogía siguiendo los patrones del comportamiento ciudadano y, por ende, reproduciendo algunos de sus defectos habituales. Donde la mayoría de los estudios de opinión acerca de la cultura cívica retratan a los mexicanos como una comunidad desconfiada, frágil, poco informada, escasamente participativa, propensa a la opacidad, partidaria de la ilegalidad consentida, y deseosa de que siempre haya un líder, caudillo o mesías que haga el trabajo que, en condiciones civilizadas, tocaría hacer a la propia colectividad. Los medios han repetido alegremente ese cuadro de actitudes y no está claro si, con ello, como mal que bien ha ocurrido con la economía o la organización electoral, han avanzado hacia niveles de profesionalismo, integridad, sofisticación intelectual, rigor informativo y conducta ética, homologables a los del sistema de medios de otros países con democracias representativas.
Uno de los primeros problemas es que la influencia de los medios en la formación de una cultura política de buena calidad entre los mexicanos parece ser bastante modesta. Veamos.
Es un lugar común afirmar que México es de los países donde existe mayor atomización mediática. Según los datos del INEGI existen en nuestro país casi mil 500 estaciones radiodifusoras, 658 de televisión y centenares de diarios y revistas en toda la república. Tal crecimiento de medios, sin embargo, no se corresponde con la calidad de la información que manejan los receptores, no parece haber incentivado de manera importante el interés por los asuntos públicos, ni ha sido un estímulo eficaz para que la ciudadanía salga del marasmo, de la pasividad. Los datos (ENCUP 2003 y 2005, Latinobarómetro 2003-2004, "La democracia en AL", UNDP 2004) son muy sugerentes al respecto:
88% declara estar "poco" o "nada" interesado en la política.
90% no ha asistido a actos políticos (último año).
Sólo 10% acude a su ayuntamiento a plantear ideas, demandas o proyectos.
91% no pertenece a partido alguno.
87% no pertenece a organizaciones ciudadanas.
88% no lee noticias políticas diariamente.
38% está en "desacuerdo" con que salga en TV una persona que piense distinto.
55% piensa que los partidos son "poco" o "nada" necesarios para que el país "mejore".
Aunque evidentemente no son los únicos agentes de socialización e información la escuela, el hogar y las iglesias son los otros la impresión que dejan estos números es que la correlación entre la utilidad que los medios están arrojando para formar una ciudadanía más madura, mejor informada y con grados más elevados de cultura cívica, es sumamente baja.
Por lo tanto, si la aportación de los actores mediáticos es tan precaria en términos sustantivos, ¿qué explica más allá de la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación la proliferación de tantos medios en todas partes?
Por un lado, desde luego, la demanda de entretenimiento y de algo que se presenta como información. De acuerdo con una encuesta financiada por CONACULTA el año pasado sobre patrones de consumo cultural, entre las personas mayores de 15 años, 88% y 96% escuchan radio y ven TV, respectivamente, y un 72% dice consumir "prensa" (lo que incluye diarios, revistas, cómics, etcétera); como es evidente, se trata de un mercado apetitoso que genera un modelo de negocio rentable que cuenta ya entre los más significativos en el sector de servicios de la economía. Pero, por el otro, y a falta de contribución a la densidad cívica e intelectual de los mexicanos, el atractivo de abrir medios, además de la utilidad pecuniaria, es que siguen siendo, al igual que en el antiguo régimen, instrumentos muy eficaces de poder por sí mismo o al servicio de otras actividades.
En el pasado, grupos empresariales de algún peso tenían periódicos o estaciones por completo irrelevantes, pero eran el pretexto para que sus dueños hicieran negocios en otros sectores, para presionar al gobierno y obtener toda laya de privilegios y cortesías. Las cosas no han cambiado tan radicalmente como algunos piensan. Por ejemplo, aunque no hay estadísticas confiables todavía, es visiblemente creciente, en el interior y en el DF, la adquisición de medios por parte de empresarios usualmente dedicados a otros negocios, construcción inmobiliaria, hotelería y comercio, entre otros, o bien como una forma de darle salida a dinero de orígenes opacos. Otros, en especial medios que físicamente circulan pero en realidad han dejado de existir hace tiempo algunos diarios o semanarios capitalinos, sobrevenden el producto léase anuncios o convenios publicitarios no por su penetración sino por la capacidad de extorsión o chantaje que ejercen. Y algunos más que, alegremente, distorsionan la información que venden en función de proteger otro tipo de intereses como ha sido palpable en las disputas recientes de grupos de radio y televisión envueltos en escándalos públicos o en procesos judiciales, a los que no les importa en lo absoluto mentir, manipular, difamar o, en el menos malo de los casos, sesgar los hechos.
De aquí deriva, en parte, el segundo problema. No existe en México un verdadero esquema de transparencia en el sistema de medios de comunicación que le permita conocer al público quiénes son los dueños de los medios, qué otros negocios tienen, cuáles son sus ingresos anuales y de qué fuentes, cuáles son las prevenciones que han establecido para evitar conflictos entre los intereses empresariales o políticos de los propietarios y/o editores y la información que proveen.
Hace tiempo planteé que la información sobre la vida interna de los grupos empresariales mediáticos de México es uno de los secretos mejor guardados. Todos los agentes económicos bancos, aseguradoras, laboratorios farmacéuticos, compañías de transportación, universidades privadas, hospitales, fabricantes de explosivos, empresas ambientales, entre muchos más, están sujetos a una permanente supervisión pública, entre otras cosas porque sus actividades afectan a la sociedad y el Estado tiene la obligación, en atención al interés público, de vigilar que cumplan con las normas que el poder ha promulgado. No se trata, desde luego, de insinuar siquiera que el Estado monitoree los contenidos de lo que los medios divulgan, para nada, sino de profundizar los niveles de transparencia con que esas empresas operan, sencillamente porque es bueno para la sociedad.
Los medios son, en cuanto sociedades mercantiles, entidades privadas como varias de las ejemplificadas arriba, pero lo que generan y su influencia, las convierte en entidades de interés público, sujetas a ciertos requisitos de transparencia. Por ejemplo, no hay ninguna empresa mexicana editora de publicaciones impresas que cotice en bolsa, lo que inhibe la posibilidad de que divulguen información exacta sobre sí mismos, lo cuál elevaría los niveles de credibilidad y de confiabilidad que un lector deposita en los instrumentos que le permiten informarse y, más aún, formarse una opinión que es básica para integrar una cultura cívica de alta intensidad.
Dicha opacidad genera numerosas sospechas y secretos en un negocio cuya misión es, paradójicamente, publicar, y de allí las preguntas que quienes observan a los medios se hacen todo el tiempo: ¿por qué ningún gran propietario divulga sus cuentas y negocios como lo hacen empresarios mexicanos como Slim, Zambrano, Bailleres, etcétera? ¿Sólo porque no cotizan en bolsa o porque son inexplicables sus ingresos reales y su forma material de vida? ¿Es coherente la relación que existe entre los presupuestos publicitarios de los gobiernos que etcétera ha estudiado a detalle y los ingresos que los medios obtienen de anunciantes públicos? En fin, las preguntas son interminables.
Y tercero: con base en la evidencia empírica disponible es decir, el análisis de contenidos mediáticos que puntualmente realizan universidades como la Ibero, revistas como etcétera y agrupaciones co-mo el Observatorio Ciudadano de Medios, por citar sólo unos cuantos casos ¿es posible afirmar que tenemos ya, en conjunto y como sistema, medios que reúnen los estándares profesionales y éticos más elevados? La respuesta es, en términos generales, que no.
Los periodistas, los medios y sus propietarios suelen tener de sí mismos una imagen que el mejor psicoanalista no habría logrado con años de trabajo terapéutico. Muchos piensan que son los nuevos héroes de la historia patria. La realidad es que, con notables excepciones tenemos medios todavía muy primitivos: acostumbrados a la declaración y al rumor, y no a la investigación y la verificación; bastante sueltos para infamar, difamar y calumniar; incapaces de distinguir lo importante de lo chabacano; prestos a servir de capataces de las luchas intestinas de los políticos; superficiales y no sofisticados; reacios a la documentación de los hechos pero no a su manipulación; acostumbrados a callar y a mentir si así conviene al interés de sus dueños; ignorantes de lo que pasa en el mundo y, a veces, en el país. En suma, medios que distan de ser funcionales.
México lleva dos décadas de cambios pero lejos está aún de tener una democracia consolidada, en cuyo corazón está una sociedad civil, fuerte, informada, autónoma y participativa. En ese proceso, los medios de comunicación tienen la obligación de cumplir con una responsabilidad fundamental: dejar de suplantar a la ciudadanía y concretarse a aportarle información y análisis de excelente calidad, es decir, profesional, rigurosa, exacta, veraz, profunda, amena, creativa, sugerente, independiente y lo suficientemente libre incluso de sus propias taras y enfermedades.
Periodista.
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