13 de abril de 2009

Crítica a la crítica televisiva

Marco Levario

Encajonados

Quién sabe cuánto tiempo transcurrió para que los habitantes de la Tierra conocieran y usaran los anteojos de aumento, ingeniados por Rogelio Bacon en 1267. No lo vimos y por eso de veras no podemos definirlo ni aunque peleáramos con molinos de viento, que ya eran desde hacía poco más de dos siglos y medio, aunque debamos reconocer que a esa improbable epopeya no habríamos podido acudir como metáfora pues un caballero andante la proyectaría hasta 338 años después.

Ya existía el velocípedo desde 1420, sin embargo ignoramos cuándo y qué tan rápido se extendió la imprenta, concebida tres décadas después. Pero el terreno ignoto de las fechas que signen lo antedicho, o su falta de precisión, no se debe en modo alguno a cierta falla del reloj mecánico que desde el invento de Johann Gutenberg ya llevaba marcando el tiempo un millón 489 mil 200 horas aproximadamente. En suma, el desconocimiento nuestro se debe a que aludimos a procesos complicados donde el desarrollo histórico abre la posibilidad para que se proyecten las cosas, surjan y se expandan hasta configurar poco a poco el cuadro de uso generalizado y así también modificar la vida misma en los órdenes público y privado.

El caso es que todo eso que decimos pasó, delo por hecho. Aunque no haya fotografías sabemos que hubo una vez, hace mucho tiempo, en 1500, que se inventó el primer aparato desde el que sería proyectado el avión; lo de menos es si Leonardo Da Vinci haya sido telegénico. Y aunque no tengamos la grabación de sonido o el impreso de alguna entrevista exclusiva otorgada por Galileo Galilei, tenemos en cuenta la utilidad del péndulo o del telescopio, surgidos de la imaginación y la creatividad del gran astrónomo italiano. No obstante la ausencia de registros de imágenes en movimiento puestas en el celuloide, conocemos que la máquina de escribir surgió en 1714 y pasa lo mismo con la cámara fotográfica, el radio o el cine: un día y a una hora determinada fueron inventados. Aunque no nos lo informaran por teléfono o no lo hayamos oído y visto en televisión, con imágenes a color, en vivo y en directo. En todo caso, quizá, los inventos fueron menos emotivos al estar desprovistos de fama y espectacularidad y no hayan sido respaldados por los anuncios de los patrocinadores.

De otros inventos

Todo este invento viene a cuento para hacer los siguientes apuntes:

1. Con denodada persistencia, parte de la ideología crítica de la televisión –la llamada Escuela de Frankfurt es una de sus principales exponentes– aduce que lo que no está en la pantalla es como si no existiera y reclama un panorama de comunicación parcial y a menudo distorsionado. En consecuencia acusa tanto a ese aparato como a los diseñadores de contenido de ser los culpables del vacío de la información que campea en el mundo.

Sin embargo, la proclama no contempla o desdeña el hecho de que el mismo recuento y visión parcial de los sucesos se halla en los demás medios de comunicación y que eso se debe tanto a sus características técnicas propias como a la intención editorial que subyace en el ejercicio de la libertad de expresión. Las distorsiones o las omisiones informativas suceden en el periodismo desde su origen, y no a partir de la televisión aunque por sus efectos éstas tengan más envergadura. Eso tiene varias explicaciones situadas en el (casi) incontenible afán comercial de las empresas mediáticas, pasan por las insuficiencias éticas y profesionales de los propietarios de los medios y de los diseñadores de la comunicación y circundan el protagonismo político de los mismos medios que también delimitan el relieve de los temas según sus propios intereses.

Además, la fobia a la televisión deja de considerar las limitaciones técnicas del aparato. Es imposible que ésta abarque todo lo que ocurre y además, sin sesgos. No puede corresponder a todas las expectativas de comunicación y lo mismo pasa con las otras máquinas que integran la medioesfera sin que por eso se les denuncie, más bien esa medioesfera es la que conforma el mosaico heterogéneo de las noticias. A diferencia de los grandes inventos antedichos al principio de este apartado, el invento desde el que se carga de respon-sabilidad a la televisión ha sido muy extendido pero no corresponde con la realidad televisiva y, por ende, su mayor utilidad ha sido la denuncia.

2. Esa crítica a la televisión también se queja, así lo hace por ejemplo Pierre Bordieu, de que uno de los principales problemas que plantea la televisión “es el de las relaciones entre el pensamiento y la velocidad. ¿Se puede pensar atenazado por la velocidad?”1. Entre otros planteamientos y cuestionamientos esos fueron los que hizo Bordieu en dos conferencias que, por cierto, ofreció para la televisión de Francia en 1996 y que luego revisó para hacer un libro.

El enfoque carece de encuadre pero no nada más porque las conferencias del mismo intelectual francés muestran que la televisión comprende un esfuerzo de síntesis y de elocuencia que muchos intelectuales se muestran rejegos a llevar a cabo. También resulta errático exigir a la televisión una función que no tiene. Es como si se criticara al libro porque carece de imágenes o a la radio porque en el aparato no se puede leer o mirar los acontecimientos.

Debe aceptarse sin embargo que, en efecto, nunca nadie podría pensar atenazado por la velocidad, incluso ni siquiera Pierre Bordieu, pero guste o no la dinámica televisiva comprende formatos donde las imágenes y la velocidad forman parte de su definición tanto técnica como de uso, al que no se le han encontrado abundantes alternativas. Por cierto, desde principios de la década de los 90 del siglo XX los medios emulan las características de la televisión mediante estructuras ágiles y textos breves, en la prensa particularmente, las llamadas “ventanas” reproducen la pantalla televisiva, y ni hablar de la cortedad de los artículos de opinión o los ensayos; la tendencia se expresa y alienta en la televisión. Eso no quiere decir, sin embargo, que no sea deseable la oferta de contexto en los partes noticiosos junto con el juicio detallado que explique sus razones y sus alcances, incluso hay programas dedicados a eso. Registran niveles mínimos de televidentes, por cierto, y eso verifica que la relación entre audiencias y oferta es mucho más compleja de lo que parece a simple vista y sin pensar pausadamente frente a una frase de lectura rápida como la escrita por Bordieu.

En definitiva, la televisión no es un instrumento que sirva para recrear el pensamiento, esa actividad pertenece a otros ámbitos, al libro o a la escuela, por ejemplo; incluso como advierte Domenique Wolton conviene recordar que, en la esfera de la información televisiva, “no existe relación entre información y conocimiento”2. Otro asunto es que, en efecto, la audiencia demande apegada a sus derechos y en un ámbito de libre competencia, que el Estado garantice contenidos distintos acordes con la función social que se les asigna a los medios de comunicación.

3. He aquí otro asiduo reproche: la televisión no sólo no refleja toda la realidad sino que incluso suele incurrir en montajes que hacen de la realidad un espejismo cuando no francamente un invento y como en la cultura de masas contemporánea ver es creer, lo que se ve existe aunque no sea cierto. Y al revés también, aunque no haya imágenes puede haber un gran acontecimiento que, dada la supremacía de la televisión, no sean conocidas. Tales son dos de los nudos más destacados expuestos por Ignacio Ramonet en su celebrado libro La tiranía de la comunicación.

Vayamos por partes

La televisión, y esto pasa también con los demás medios, no puede situarse al margen de la verdad, incluso aunque lo pretenda porque el razonamiento de la audiencia haría pedazos su credibilidad y en consecuencia sus expectativas financieras. La televisión no refleja toda la realidad ni puede hacerlo aunque se lo proponga o se lo exijan, sus condiciones como máquina lo hacen imposible además de que funciona a partir de la inteligencia y las capacidades de suyo limitadas del hombre como para acometer una empresa de tal magnitud.

Además, el invento informativo no es prerrogativa de la televisión, como tampoco son los éxitos periodísticos. Sin duda, las trasgresiones éticas y profesionales en la esfera mediática y particularmente en el orden informativo, datan del inicio de la actividad del periodismo de finales del siglo XVIII y principios del siguiente hasta la fecha.

Tanto en la prensa, la radio y la televisión además de en Internet hay estafas noticiosas de toda laya y es imposible siquiera un recuento al respecto en estas líneas. Sólo recordamos que Ramonet menciona el falso osario de Timisoara, al que considera el engaño más importante desde que se inventó la televisión; “los cadáveres alineados bajo los sudarios no eran víctimas de las masacres del 17 de diciembre (de 1989), sino cuerpos desenterrados del cementerio de los pobres y ofrecidos de forma complaciente a la necrofilia de la televisión”3.

La conmoción que esto causó es tan consabida como el estupor que se generó al ser develado el montaje. Sin embargo, la situación se refiere a la falta de escrúpulos tanto de quienes ofrecieron la tarima como de quienes sin verificar aceptaron montar el teatro, es decir, se dirige a los precarios insumos éticos y profesionales de quienes decidieron difundir las imágenes. No puede haber reproche a la televisión por eso, sino a los usos perversos que llega a haber en ella, como no puede criticarse a la prensa por sus embustes ahí están los inventos de Jayson Blair que, de 2002 a 2003 durante seis meses, desde The New Yok Times, engañó a los lectores con reportajes en lugares en los que nunca estuvo y que reseñan intercambios con personas con las que nunca platicó.



Ubiquémonos en la segunda sentencia de Ramonet: “los grandes acontecimientos no producen necesariamente imágenes” y por eso, también dada “la supremacía” de la televisión pueden haber hechos relevantes que no sean conocidos4. Eso es cierto desde el origen del hombre hasta nuestros días. No hay imágenes del proceso mediante el cual el homínido dio el gran salto, tampoco se encuentran dentro del archivo si quiera algunas que den cuenta de buena parte de los inventos del hombre... y después de la televisión ocurre lo mismo; ese instrumento, como hemos dicho, no lo abarca todo. Tampoco hay ni puede haber imágenes de las crisis económicas, políticas o culturales, en todo caso hay representaciones conceptuales o imágenes de sus consecuencias, es decir, de las formas mediante las cuales éstas se expresan. Pero en todas estas aristas si algo se demuestra es precisamente la dinámica de la mediosfera en donde los vacíos de cada medio de comunicación pueden ser cubiertos por otros. Eso implica, además, evitar la supremacía de la televisión en el orden informativo, como ha sucedido en innumerables episodios. Adicionalmente como generadores de contrapeso al derecho a la información las audiencias son determinantes, igual que las críticas que, como las de Ignacio Ramonet, cifren la atención en los excesos de los medios de comunicación.

Respecto a la televisión acordamos, claro está, con que el impacto de la imagen es más vigoroso y abarcador, y por ello más persuasivo que los demás medios, pero ésa es al mismo tiempo que debilidad, una de las fortalezas de la televisión. En ese terreno, otra tendencia universal marca dos pautas: primero, la autorregulación, que alude a mecanismos desde los cuales se definen los contenidos con parámetros éticos para no lesionar la credibilidad de la audiencia y, por ende, las ganancias económicas y, segundo, la regulación del Estado porque ahora, esa tendencia con la que coincidimos, no plantea que los contenidos estén sujetos sólo a la dinámica del mercado.

4. La misma escuela crítica arguye que, dadas las características de la televisión que dramatiza o en general transforma en espectáculo casi cualquier cosa, el aparato se convierte en la principal fuente de amarillismo y escándalo en nuestros días. Dice que esto es así, además, porque todo, hasta la información, se ofrece como mercancía.

Cierto, pero aquello también es resultado de una vertiente universal que comenzó en 1830 cuando aparece una gran variedad de periódicos baratos que fueron pensados para un público más vasto con el objeto de captar mayores ingresos por venta de ejemplares y publicidad. ¿Por qué no habría de suceder lo mismo en la televisión?

John B. Thompson detalla que los diarios consagraban un espacio muy amplio a los relatos sobre crímenes, violencia sexual, juego y deportes. Sobre el escándalo, aunque lo mismo opera para el sensacionalismo en general, el autor recuerda que su auge como fenómeno de significación coincide con la aparición de la imprenta y los medios electrónicos de comunicación.

Thompson señala además: “En la era de la televisión, la publicidad mediática se define cada vez más por la visibilidad entendida en su estricto de visión (es decir, de la capacidad para ser visto con los ojos)”5 y por la posibilidad de que esa visibilidad abarque grandes distancias e incluso sea transmitida en directo. Sólo vale añadir que esa observación está ceñida a un proceso más complejo aún, en donde la visibilidad comienza a ser imperativo en la gestión pública y en todos los órdenes de la vida social. En la esfera global eso expresa la dilución entre lo público y lo privado.

Sobre los contenidos orientados con afanes mercantiles. ¿De qué otra manera podría ser si no? La historia de todos los medios de comunicación en el mundo no se explica sin la vertiente económica y comercial, más aún como antes hemos dicho, incluso sus características fueron trazados por su valor de uso. Además de que, en efecto, la atribución reguladora del Estado sobre los medios sea uno de los principales desafíos de la democracia dada la función social de aquellos y que por eso se diferencian de cualquier otra industria, la comercialización de la oferta mediática –para la que se busca incrementar audiencias, lectores o radioescuchas y contratar más publicidad comercial y oficial–, es condición esencial para su desenvolvimiento como empresa y para su autonomía e independencia frente a los gobiernos.

Es improbable que, en cambio, se sugiera una vuelta a la noria rumbo al enfoque europeo imperante de los años 50 hasta principios de los 80 del siglo pasado, me refiero al carácter público de los medios sobre la propiedad privada de éstos. Eso es improbable por la crisis de identidad que tuvieron los medios luego del dislocarse el modelo público de propiedad en Occidente a mediados de los 80 del siglo pasado y luego de que los fines en la actualidad se enfocan a afianzar el modelo de propiedad privada; por ejemplo, entre 1983 y 1988, en Francia prácticamente se dislocaron los medios públicos televisivos al pasar de tres cadenas televisivas a siete siendo cuatro de ellas privadas, y similares procesos hubo en los demás países.

Es imposible entender a las sociedades modernas sin medios de comunicación privados, entre otras razones porque la tutela omnímoda del Estado significaría una sola oferta mediática y porque es contraria al ejercicio de las libertades, en este caso, las de empresa, comunicación, información y opinión así como de elección individual frente a la programación que se ofrece. Eso no quiere decir, evitemos malentendidos, que los medios públicos sean obsoletos, más aún, pese a sus limitaciones podrían ser un contrapeso de la oferta de índole privada, como lo han sido en España, por ejemplo. Esto, siempre y cuando, además, no signifique, como llegó a ser en Europa, que se reproduzcan los mismos patrones de los medios privados, en donde el imperativo del rating conduce a excesos como los que se han expuesto. Se trata de establecer una vía alterna a la oferta predominante.

Por otro lado, habría que revisar la situación específica de cada país en el orden del esquema de propiedad y dentro del imperativo de su diversificación, pero es indudable que el caso del emporio televisivo más importante de habla hispana es paradigmático, nos referimos claro está a Televisa que opera en México. El impresionante desarrollo de esa empresa se gestó desde los primeros años de la década de los 50 hasta principios de los noventa del siglo pasado y se debió principalmente a su aquiescencia con los gobiernos surgidos del sistema de presidencialismo omnímodo y la tutela de un solo partido. Una acuciosa investigación de Raúl Trejo Delarbre demuestra que “A cambio de una actitud displicente (y casi exenta de cualquier sesgo crítico) hacia la información que proviene del gobierno, Televisa ha recibido un trato preferencial para la trasmisión de sus señales” y, en general, cualquier apoyo para su desenvolvimiento empresarial.6

Luego de ese periodo de poco más de 40 años, y como también documenta en otros trabajos el experto más reconocido del país, Televisa consolidó un poder tal que ahora configura uno de los problemas más importantes de la democracia mexicana. Pero eso no se debe a la televisión en sí misma, reiteramos, sino a la forma en como actúan los dueños del monopolio: entre los recovecos de la política para promover sus intereses financieros a través de planes empresariales convertidos en ley, en los resquicios de la norma para trasgredirla según sus intereses, como por ejemplo en la publicidad política embozada que prohíbe la ley;
en su recurrente falta al esquema normativo que le obliga a una función social específica, etcétera. Esto lo hace con la permisividad de no pocos actores políticos que cifran sus expectativas en la visibilidad que puedan tener en la pantalla y en las campañas de promoción que pueden ejercer a través de ésta. En suma, en México se encuentra uno de los ejemplos más destacados del protagonismo político de una empresa mediática y de su preeminencia en el mercado que subyuga la posibilidad de que existan otras ofertas. Nada menos durante el sexenio del gobierno del presidente Vicente Fox, entre 2000 y 2006, Televisa obtuvo el 15.56% del gasto de publicidad oficial y eso significó un ingreso de mil 803 millones 219 mil 725.48 pesos.

5. Citemos otra crítica asidua, está entre las más famosas aunque la creemos también equivocada. Dice Giovanni Sartori: “la televisión invierte la evolución de lo sensible en intelegible y lo convierte en ictu oculi, en un regreso al puro y simple acto de ver. La televisión produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender”.7

Visto con seriedad no es claro porqué la televisión invierte la evolución de lo sensible en intelegible. Pero, sobre todo, hay que tener presente que mirar la televisión no es un simple acto de ver. Si así fuera, en cierto sentido, nada debiera de preocuparnos dado que ver significaría contemplar y entonces no sería atrofiada la capacidad humana de razonar en la que, por cierto, también participan los sentidos. Pero hasta el simple y llano acto de contemplar suscita sensaciones e inexorablemente también reflexiones, incluso aunque no lo pretenda la televisión se trata de una reacción inherente a la naturaleza humana.

Como ya se argumentó, la televisión no es un instrumento que sirva esencialmente para motivar al pensamiento pero en modo alguno para atrofiarlo; habitualmente carece de conceptos pero no los anula en el individuo, el único responsable de elaborarlos. Con razón Gustavo Bueno precisa que “el espectador no puede ser considerado inocente como si de un mero espejo o receptor pasivo de verdades y de apariencias se tratase. Si el televidente o la audiencia resulta movido por estímulos o montajes televisivos ad hoc, él es en todo caso, quien se mueve: ante todo es él quien conecta su televisor como sujeto operatorio, quien cambia de cadena o apaga el aparato y quien interpreta”. Pero además, el experto en filosofía detalla en que “una conducta e-motiva (emocional) no es un género de conducta que pueda contraponerse a la conducta ‘racional’, ninguna conducta puede dejar de ser emocional o ‘motivada’; de lo que se trata es de discernir diferentes tipos de emociones o motivaciones (...) Pero tan racional puede ser una conducta motivada por un estímulo artístico o deportivo; tan racional puede ser la conducta de un espectador colérico de televisión, como la de un flemático. Dicho de otro modo: quien se considera ‘movido’ (motivado, emocionado) por una campaña electoral televisada, es porque él mismo participa con causa de la energía de ese impulso motor; es decir, porque es cómplice de ese impulso y porque él mismo es partícipe de la campaña en la medida en que precisamente en él está siendo manipulado”.8



Parafraseando a Gilles Lipovetsky que se refiere a la moda, la televisión ha provocado a esa escuela el reflejo crítico antes que el estudio objetivo, se le evoca para fustigarla, marcar distancia y deplorar la estupidez de los hombres. Si estuviéramos en el nivel de proclamas de Sartori podríamos reaccionar con otro acto de fe y escribir parrafadas enteras sobre la confianza que vale la pena tener en el hombre. No es el caso. Es mejor ceñirnos a la siguiente arista:

El alegato de Sartori adolece de la falta de tradición intelectual europea en el análisis de la televisión, donde el imperio de la ideología empañó la capacidad de entenderla. Esa fragilidad se exhibe, por ejemplo, en el escaso análisis que hay sobre las audiencias. Aunque paradójicamente se hable mucho de éstas, incluso erigiéndose como su portavoz, habitualmente se les reduce a conformar una mera masa de maniobra desde la que actúa el ente televisivo, como si la medioesfera sólo se integrara por éste y como si ese mismo ente moldeara todas las percepciones y las creencias y además ordenara todas las actitudes y los actos de esa masa.

Pese a todo, con una facilidad y un éxito asombroso, como sucede con muchas de las frivolidades que proyecta la televisión, se habla de una masa de maniobra que, al seguir el molde que mantiene Sartori para revisar los efectos del multimedia, conformará “un público de eternos niños soñadores que trascurren toda la vida en mundos imaginarios”. No obstante, el comportamiento de las audiencias es mucho más complicado y no muestra indicios de seguir la ruta que el mismo autor italiano asume como profecía, es más, no muestra indicios de seguir una ruta. (A diferencia de Europa, en Estados Unidos sí hay una trayectoria de estudios de las audiencias que se han hecho lo mismo para los fines comerciales de los propietarios y los diseñadores de contenido, que han sido emprendidos por diversos circuitos académicos e intelectuales).

Intentemos diluir la artillería pesada circunscrita a la inevitable alineación televisiva en la base de entender, primero, que no puede hablarse de un público sino de públicos en virtud de que la televisión se dirige a una audiencia heterogénea, anónima y difusa. Más allá de los instrumentos que sirven para medir las preferencias de esos públicos, la definición de los contenidos televisivos tiene resultados aleatorios y contrastantes en cuanto a las respuestas; no se sabe a ciencia cierta por qué se mira más un programa que otro; en distinto nivel se hallan las emisiones que por su propia naturaleza alcanzan altísimos índices de rating, como sucede con los eventos deportivos o musicales o con algún hecho insospechado.

Mirar la televisión es un colectivo que se ejerce en privado y eso hace aún más difícil de medir la reacción de los públicos. Para responder a esa segmentación, los hacedores de la pantalla delimitan programas especializados pero eso no diluye el reto porque, de cualquier modo, las expectativas se dirigen al gran público, o sea, al principal socio de la televisión. En esa órbita de intereses la oferta se delimita según la demanda, pero esa relación es dicotómica, pues la demanda no obedece a impulsos unidireccionales o previsibles y, en más de un sentido, llega a expresar rechazo. Como señala Domenique Wolton:

“Las encuestas, las reuniones o los informes de quejas hechos por las asociaciones de espectadores muestran que el público no se deja engañar respecto de la ausencia actual de innovación, de la obsesión por el rating, de la desaparición de los programas documentales, de la excesiva ‘espectacularización’ de la información, de la insuficiencia de programas científicos y culturales, de la omnipresencia de los juegos...”9

Sin duda, la audiencia es uno de los principales contrapesos del contenido televisivo. Lo es porque sus preferencias y sus niveles culturales delimitan la oferta y constituyen el campo para la promoción de los negocios de la empresa mediática tanto en el orden de los ingresos publicitarios como en la promoción de sus intereses financieros en el marco de las democracias contemporáneas. A pesar de ello, y a diferencia de Wolton, el autor de este libro considera que la programación no ha de estar ceñida exclusivamente a la dinámica del mercado sino, como se ha dicho, también a un cuadro normativo que fije limitaciones sobre la base del criterio de la función social a la que están obligados los medios de comunicación.



1 Bordieu, Pierre. Sobre la televisión, Compactos Anagrama, Barcelona, España, 1997, 140 pp., pág. 39.
2 Wolton, Dominique. Elogio del gran público. Una teoría crítica de la televisión, Colección El mamífero parlante, Gedisa Editorial, Barcelona, España, 1992, 316 pp., pág. 44.
3 Ramonet, Ignacio. La tiranía de la comunicación, Temas de debate, Editorial Debate, Madrid, España, 222 pp.
4 Op. Cit.
5 B. Thompson, John. El escándalo político. Poder y visibilidad en la era de los medios de comunicación, colección Estado y Sociedad 94, Editorial Paidós, Barcelona, España, 392 pp., pág. 24.
6 Trejo Delarbre, Raúl. Ver pero también leer, Los libros del consumidor, Instituto Nacional del Consumidor, México1991, 165 pp., pág. 74.
7 Sartori, Giovanni. Homo videns. La sociedad teledirigida, Punto de lectura, México, 2006, 213 pp., pág. 53.
8 Bueno, Gustavo. Televisión: apariencia y verdad. Estudios de Televisión, Gedisa Editorial, Barcelona, España, 333 pp., pág. 329.
9 Op. Cit. pág. 55


Director de etcétera.

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