Con la anulación del voto no se busca prescindir de los partidos para que la “sociedad civil” gobierne; se pretende transformar lo que tenemos.
Según José Woldenberg, afirmar que los partidos no se diferencian en lo sustancial, equivale a que un botánico concluya que las plantas son iguales “porque todas tienen raíz, tallo, hojas, fruto y clorofila”, al ver sólo sus similitudes en lugar de sus diferencias (Reforma, 23/IV/09). Desde luego, los partidos se distinguen entre sí, pero quizá para ciertos fines específicos no muestren una diferenciación sustancial. Utilizando la misma metáfora de Woldenberg , el botánico podría concluir que un grupo de plantas tiene diferencias definitorias de tamaño, color, forma y propiedades, pero ninguna de ellas sirve para prevenir, por ejemplo, la influenza porcina. No hay contradicción en ello. Entre nuestros partidos podemos detectar muchas diferencias, tanto programáticas como organizativas: el PRI es partido de corporaciones y el PAN lo es (o era) de ciudadanos; el PANAL nació montado en el SNTE; el PSD está a favor de la despenalización del aborto y de la mariguana; el Verde impulsa la pena de muerte; el PRD está en contra de la “privatización” del petróleo; el PAN favorece el IVA a medicinas y alimentos… En una democracia genuinamente representativa, esos debieran ser los criterios para elegir. Pero si decido orientar mi voto por interrogantes como, ¿cuál partido es más confiable; cuál es menos corrupto; cuál está más comprometido con el país; cuál toma más en cuenta a los ciudadanos; cuál es más proclive a acotar los privilegios y presupuestos partidarios; cuál ha combatido la impunidad?, entonces, probablemente mi respuesta será ninguno.
Cita también Woldenberg cierta literatura de los movimientos antipolíticos y destaca sus eventuales contradicciones y falacias: se dice que es una impostura considerar a los políticos como una clase apartada de la sociedad civil, un gremio que antepone sus intereses particulares a los colectivos, que compite entre sí pero llega a acuerdos sobre sus intereses comunes e incluso llega a intercambiar impunidades por encima de la exigencia ciudadana de rendición de cuentas. ¿Y no se da eso en México? ¿De verdad? Los datos sobre la pérdida de confianza electoral y partidista de la más reciente encuesta de Gobernación no son casuales. A esa situación se le conoce como “partidocracia”, sobre lo cual también hay literatura especializada. El politólogo español Gonzalo Fernández de la Mora la define como “aquella forma de oligarquía arbitrada, en que los partidos políticos concentran la representación y la soberanía efectiva” (La partitocracia, 1977). En italiano, el término partidocrazia alude a un estado de “enfermedad del régimen democrático”, en el cual, según José Maranini: “El parlamento como órgano soberano y unitario para la articulación entre la mayoría y la oposición, no existe más. La partidocracia es la negación de la regla de la mayoría, pues un pequeño grupo de representantes concentra, sin rendir cuentas, la representación popular” (Mitos y realidad de la democracia, 1949).
Con la anulación del voto no se busca prescindir de los partidos para que la “sociedad civil” gobierne directamente ni se trata de esperar a que nazcan nuevos partidos con una forma distinta de hacer política (esa fue en 2006 mi expectativa —hoy defraudada— respecto de Alternativa Socialdemócrata). Se pretende transformar lo que tenemos. Considero que hay medidas con las que se podría incrementar nuestro control sobre los partidos (como la reelección inmediata), permitir una participación más directa en ciertas decisiones, reducir el financiamiento y los privilegios de los partidos o despartidizar las instituciones “autónomas”. Pero los partidos son reacios a tales reformas, precisamente porque afectan su poder y prebendas. Quienes sufraguen, buscarán el cambio bajo la premisa de que algún partido en efecto lo impulsará (lo pensé respecto del PAN en 2000, dada su larga historia democrática, pero muy pronto “mostró el cobre” del que está hecho). Quienes no compartimos esa premisa, buscaremos el cambio ejerciendo una presión sobre los partidos, para orillarlos —o al menos incentivarlos— a promover las reformas.
No me propongo disuadir, a quienes tengan un partido favorito, de no votar por él. Pero creo que es mejor anular el voto que simplemente abstenerse (pasiva o activamente). Lo primero es una posibilidad considerada como legítima en varias democracias, una forma no disruptiva de protesta (nuestra legislación permite votar por un candidato no registrado, para lo cual la boleta reserva un espacio, lo que jurídicamente equivale a anular el voto, según el TEPJF). Institucional y democráticamente, ¿no es menos riesgoso el “voto en blanco” que la abstención activa? Creo, contrariamente a lo que afirma el IFE en su publicidad pro voto, que un alto nivel de participación efectiva implica validar los abusos y las arbitrariedades de los partidos en conjunto y otorgarles el visto bueno para que sigan por la misma vía. Un “voto de castigo a todos” podría, quizá —sólo quizá—, moverlos a hacer reformas para compartir algo de poder con sus representados. Eso, si no quieren quedarse hablando solos o abrir la puerta a los “políticos antipolíticos” de los que habla Pepe.
Votar por el partido “menos malo” equivale —como dice un lector— a comprar la fruta menos podrida del mostrador, en vez de simplemente no llevar ninguna ese día (y, de paso, presionar así al vendedor a que, en adelante, ofrezca fruta fresca o, al menos, digerible). Es sintomático que, en conversaciones con amigos y colegas que me exhortan a votar, cuando los insto a decir cuál es, según ellos, el partido adecuado o el menos malo, y cuáles las razones para sufragar por él, recibo como respuesta un elocuente silencio. Quizá teman morderse la lengua. ¿Por qué opción —y a partir de cuáles de sus peculiaridades y virtudes— nos sugeriría Woldenberg sufragar? Igual nos convence.
Votar por el partido “menos malo” equivale a comprar la fruta menos podrida del mostrador.
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