Con todo, sí hay suficientes especificidades programáticas e ideológicas entre ellos. Ahí están temas tan polémicos como la energía o el aborto.
Algunos comunicadores y columnistas, tras hacer una crítica a tal o cual partido, sea por corrupción, irresponsabilidad, cinismo o impunidad, terminan con la frase “el poder los iguala” y enfatizan que, en lo esencial, se comportan de manera muy parecida. Nuestra democracia simulada es como un auto al que nadie podría negar su calidad de tal… pero que no funciona. Y los partidos son piezas intercambiables en ese inoperante mecanismo. Cuando cambian de lugar (de la oposición al gobierno o viceversa) practican lo que antes condenaban. Y eso afecta los incentivos ciudadanos para sufragar por uno u otro partido. Sostiene la teoría racional del comportamiento electoral (uno de cuyos autores clásicos es Anthony Downs, con su Teoría económica de la democracia) que, para que el voto sea racional, el costo de sufragar debe ser menor que la ganancia esperada y que el elector perciba diferencias suficientes entre las opciones políticas. De lo contrario el sufragio pierde sentido. Por eso el IFE invita a los ciudadanos a informarse, comparar las ofertas, reflexionar cuidadosamente sobre ellas y, finalmente, decidir por cuál opción votar. Ese es justo el ideal del votante racional. Pero podemos suponer que pocos ciudadanos seguirán esos pasos, pues el costo en tiempo y esfuerzo de ello es enorme.
Con todo, sí hay suficientes especificidades programáticas e ideológicas entre los partidos. Ahí están temas tan polémicos como la energía, el aborto o la despenalización de las drogas, que reflejan las diferencias partidarias. ¿Por qué entonces algunos electores habrían de concluir que no hay diferencias entre los partidos y decidir, por tanto, no votar por ninguno? En primer lugar, porque una cosa es lo que las plataformas electorales prometen y muy otra lo que hacen los partidos en los hechos. Frecuentemente sus propuestas quedan olvidadas, relegadas o durmiendo el sueño de los justos en la congeladora parlamentaria. Otras veces los partidos negocian o sacrifican sus respectivas propuestas, por cálculos políticos y traicionan en cierta medida a sus electores. Por ejemplo, la iniciativa energética de Felipe Calderón quedó totalmente disminuida, desvirtuada y, aún así, el PAN dio su voto aprobatorio, para después renegar de dicha reforma. Otro tanto ocurrió con la electoral, que el PAN denuncia como violatoria de la libertad de expresión (por prohibir las campañas sucias), pero no explica por qué votó a favor. El PRD capitalino, en tiempos de Andrés López Obrador, se negó a apoyar la ley de sociedades de convivencia pese a estar contemplada en su ideario, también por un cálculo político-electoral. Y en la plataforma de muchos partidos está la reelección como oferta, sin que a la fecha se haya reinstaurado ese mecanismo esencial de rendición de cuentas políticas.
En cuanto al comportamiento político de los partidos, pues tampoco hay demasiadas diferencias. Incurren, cuando pueden, en trampas y argucias electorales para hacer triunfar a sus prospectos. Pero eso no sólo durante la confrontación con los partidos rivales, sino incluso dentro de sus filas. Ahí están las sucias elecciones internas del PRD, pero también los dedazos y palomeos de las candidaturas del PRI, y el evidente intento de prominentes panistas por evitar que Javier Corral —uno de los pocos del PAN congruentes con el historial democrático de ese partido— llegara a la Cámara baja, para lo cual se recurrió a las muy priistas casillas zapato en Batopilas, la tierra de Manuel Gómez Morín (que tuvo la fortuna de no ver cómo, el partido que él fundó, ha desvirtuado y abdicado de su tradición democrática). En materia de rendición de cuentas, todos los partidos protegen a los suyos e intercambian entre sí cartas de impunidad. Germán Martínez Cázares recuerda ahora cómo los priistas en su momento no llamaron a cuentas a los ex presidentes Echeverría, Díaz Ordaz, López Portillo o Salinas de Gortari, lo cual es cierto. Pero utiliza ese argumento como pretexto para justificar por qué el PAN niega y oculta los excesos y el tráfico de influencias bajo el gobierno de Vicente Fox.
Quizá lo que mejor expresa que ni los partidos toman demasiado en serio sus principios e ideario es el intercambio de figuras, candidatos, personajes, que saltan con desparpajo de un partido a otro. Ejemplos sobran: pueden transitar, por ejemplo, del PRI al PRD y después al PAN y luego al Verde o al PT o a donde haga falta, para tener una nueva oportunidad de continuar en el negocio. Eso, sin previa explicación de cómo y por qué sus profundas convicciones sufrieron una transformación tal, que los empuja a buscar otras trincheras ideológicas. Pero el problema no está sólo en los tránsfugas, sino en los partidos que los reciben, en busca de votos. La adopción del líder sindical Valdemar Gutiérrez por el PAN es un ejemplo reciente de ello. Acción Nacional siempre condenó el corporativismo, pero ya en el poder vio más conveniente aliarse con él, en lo posible. La alianza de fondo con Elba Esther Gordillo, aún vigente, lo demuestra con claridad. Y el PRD suele recibir personajes que representan lo peor del PRI. Vienen finalmente las coaliciones partidarias de chile, dulce y manteca: el PT con el PRI; el Panal a veces con el PRI, a veces con el PAN; el Partido Socialdemócrata con su antítesis ideológica, el PAN, en alguna delegación capitalina; el Verde con quien se deje engatusar. De esa forma, los partidos nos mandan un mensaje muy claro: sus principios e ideario son un mero trámite burocrático para mantener el registro y suscribir candidatos a los comicios.Lo que importa es acceder al poder y obtener la mayor parte posible del botín político, para lo cual solicitan nuestro voto. Son los partidos los que borran sus diferencias en la práctica y restan en esa medida el sentido de sufragar por alguno de ellos.
Incurren, cuando pueden, en trampas y argucias electorales para hacer triunfar a sus prospectos.
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