En el número de abril de la revista Nexos se hace una reflexión plural sobre si conviene votar o no en las actuales circunstancias. Una de esas reflexiones la hace José Woldenberg (Gesto inútil), a quien mucho aprecio y respeto. En lo que hace a la discusión sobre las razones de votar o no votar en estas elecciones o, más aún, como él mismo lo pone, si tiene sentido abstenerse, mi postura es que, a partir del comportamiento de todos los partidos en los últimos años, se puede concluir que no hay diferencia sustancial entre ellos. Y que los ciudadanos que así lo sientan (no sabemos cuántos son) pueden expresar ese rechazo y ejercer una presión sobre los partidos anulando el voto (aunque muchos, al parecer, no quieren ni siquiera concurrir a la urna). La postura de Woldenberg es que esa estrategia no tiene mayor sentido. Recuerda el ex presidente del IFE que en los últimos años pasamos “de un partido hegemónico a otro pluripartidista“, y de una política “monocolor a otra donde el pluralismo se reproduce en las instituciones de Estado”. Es cierto, pero algunos pensamos que los partidos se repartieron el poder que antes detentaba el PRI, sin compartirlo a su vez con sus respectivos representados, para lo cual no se les ven muchas ganas (ahí está todavía esperando, por ejemplo, la reelección consecutiva de legisladores y munícipes, como mecanismo esencial de la democracia representativa).
Afirma también Woldenberg que “la abstención tiene sentido cuando alguna fuerza política fundamental en un país es excluida de la contienda”, lo cual quedó superado ya. Cierto, pero ahora la exclusión se hace con los presuntos representados de los partidos o al menos muchos así lo sentimos. Por lo cual, la pregunta sería si el “no voto” de esos ciudadanos que no nos sentimos debidamente representados ni partícipes de las decisiones (así sea indirectamente), más allá del voto, puede contribuir estratégicamente a superar en medida importante dicha marginación. Woldenberg recuerda que el voto nos llevó a un mayor pluralismo político. Cierto, pero, paradójicamente, en las actuales circunstancias, el voto podría fortalecer el arreglo partidocrático y oligárquico que muchos percibimos y del cual nos quejamos. En cambio, el “no voto”, si es suficientemente amplio, podría llamar la atención partidocrática para que se dé el siguiente paso a la apertura y la inclusión política, en este caso, no de la oposición, sino justamente de los ciudadanos.
Finalmente, Woldenberg advierte que un fuerte abstencionismo, más que ser un instrumento adecuado para avanzar en la democratización (en la relación entre partidos y ciudadanos), puede provocar un retroceso, echar abajo lo que hemos logrado en muchos años: “¿Queremos desfondar lo poco o mucho que hemos construido hasta ahora?”. Ante esa advertencia, que es perfectamente atendible, haría yo dos apuntes: a) Es cierto que un abstencionismo total, por definición, provocaría un colapso de la democracia en vigor. Simplemente no podría instalarse la Cámara baja y se crearía una crisis política y constitucional. No es eso lo que se busca (aunque no podría asegurar que algunos no pretendan eso). El cálculo es que hay un buen número de ciudadanos que sí tienen una preferencia partidista o están dispuestos todavía a votar por el “mal menor” (las encuestas calculan entre 30 y 40 %), por lo cual, aun con una elevada abstención, no habría colapso. b) Me parece menos riesgoso institucionalmente, en lugar de abstenerse, presentarse a la urna y anular el voto, con el fin de reproducir en lo posible lo que en muchas democracias se conoce como “voto en blanco”, para lo cual existe ahí un recuadro específico en la boleta. Se estaría emitiendo un “voto de castigo” a todos los partidos, sin rechazar de plano a todas las instituciones. Es cierto que, de alcanzar la anulación y la abstención juntas, igualmente ciento por ciento, la temida crisis ocurriría (como lo pinta José Saramago en su Ensayo sobre la lucidez). Pero el cálculo es, como se dijo, que muchos ciudadanos votarán por algún partido, para evitar así el colapso. Si la abstención, junto con el voto nulo, son excepcionales, pero no totales, no habrá colapso, mas los partidos recibirán el mensaje del amplio malestar (en el lenguaje que sólo parecen entender) y, quizá, actúen en consecuencia (haciendo reformas que permitan compartir en medida suficiente su poder con los ciudadanos, reduciendo también sus insultantes privilegios, llamando a cuentas a sus infractores, etcétera). No se trata tampoco de prescindir de los partidos (“que se vayan todos”), sino de mejorar la representación. En todo caso, la probabilidad de que eso ocurra es mayor con un amplio “no voto” que con una abundante votación, que no generaría en sí misma ningún incentivo para la corrección o la reforma. Probablemente al contrario, sería un elemento de inercia, al considerarse como apoyo y aval a su camino y comportamiento actuales. Infortunadamente, los cambios (al menos en México) suelen darse, no antes, sino en medio o después de una crisis (y a veces ni así), que en este caso sería una de representación política.
Muestrario. Una encuesta telefónica publicada la semana pasada por Reforma (4/IV/09), reporta que, a propósito de la campaña negativa del PAN contra el PRI, 29% le cree al primero y 40% al segundo. De lo cual podría inferirse que dicha campaña no afectaría al PRI, lo cual se podrá aclarar en futuras encuestas. El sondeo sugiere también que sólo 12% considera interesantes las campañas, 46% no les presta atención y 37% ya se está hartando de ellas. Igualmente, 62% percibe más ataques que propuestas en la publicidad política. Y 56% considera que el proceso no está siendo democrático, frente a 32% que sí lo ve como tal.
Algunos pensamos que los partidos se repartieron el poder que antes detentaba el PRI, sin compartirlo a su vez con sus respectivos representados.
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