12 de septiembre de 2006

Demoler o reformar

Javier Corral Jurado

Es un acto de irracionalidad política descalificar de tajo a todas las instituciones en el país y, literalmente, mandarlas al diablo. Como lo es, de insensibilidad política, seguir con la cantaleta de que las cosas están bien, y que las instituciones muestran su fortaleza, que funcionan con normalidad. Son las visiones desprovistas del más mínimo ejercicio de objetividad y autocrítica, convertidas en posiciones extremas que así quieren ver dividida, o reducida, a la sociedad mexicana. Sus máximos representantes son, Andrés Manuel López Obrador y Vicente Fox, en efecto, tan distantes entre sí, pero a la vez tan parecidos.

No es conveniente que se hereden o, peor aun, se asuman esas visiones como extensión de la lucha electoral pasada. Entre la demolición y el país de las maravillas, debemos encontrarnos con el México de los avances ciertos y el de los rezagos abundantes. Una revisión de lo que realmente somos y tenemos, en comparación con lo que queremos ser y llegar a tener. No creo que México deba ser reinventado, sino redescubierto en sus potencialidades, ajustado a la dinámica política y social su régimen constitucional, en suma, la tan traída y llevada Reforma del Estado.

Ahí está desde hace más de una década, apuntada con claridad y no menos valor, la agenda de reformas legales y constitucionales para que la nación se reconcilie y sienta como propias las formas de representación política. Una evaluación objetiva de muchas de nuestras instituciones, para adecuarlas al campo de la realidad, y que se orienten a la consolidación de un sistema democrático, en el que no sólo las elecciones se resuelvan con limpieza e imparcialidad, sino que florezca y se practique una cultura democrática y una participación ciudadana amplia, con mecanismos legales que aseguren esa expresión, base fundamental de lo que llamamos vida democrática.

Este ejercicio debemos hacerlo en el país, todos los sectores a partir del reconocimiento de una realidad tan evidente que pareciera inútil insistir en ello: somos una sociedad heterogénea, con razgos cada vez más precisos de nuestra pluralidad política, con una de las mayores diversidades culturales de América Latina. El problema mayor es que el origen del poder, y la representación de nuestras instituciones, no sólo disminuye en su base social de apoyo, sino que excluye y, hasta cierto punto, expulsa al resto de los actores sociales. El grupo social más numeroso y con los mayores rezagos, no sólo resiente el abandono sino las decisiones en su contra.

El momento nos obliga a pensar más allá del escrutinio aritmético, que, sin duda, en nuestra sistema constitucional y legal es lo que convalida moral y legítimamente el poder, pero no asegura por si mismo la acción del gobierno. En la democracia se gana o se pierde por un voto, es cierto; pero la democracia es algo más que ganar elecciones, es sistema de vida y forma de gobierno, y esa visión de Estado es la que necesitamos desarrollar para los próximos años, y la que debe convertirse en un requisito fundamental tanto en la acción del Congreso, como del nuevo Ejecutivo Federal.

A propósito de las disfunciones de la representación, Miguel Carbonell ha transcrito en su libro sobre "Reforma Constitucional" un párrafo de Carl Schmidt, quien en su Tratado de Legalidad y Legitimidad, señala que "el método de formación de la voluntad por la simple verificación de la mayoría tiene sentido y es admisible cuando puede presuponerse la homogeneidad sustancial de todo el pueblo. En este caso, la votación adversa a la minoría no significa una derrota para ésta, sino que el escrutinio permite simplemente poner al descubierto una concordancia y una armonía anteriores y que existían en forma latente. Si se suprime el presupuesto de la homogeneidad nacional indivisible, entonces el funcionalismo sin objeto ni contenido, resultante de la verificación puramente aritmética de la mayoría, excluirá toda neutralidad y toda objetividad; será tan sólo el despotismo de una mayoría cuantitativamente mayor o menor sobre la minoría vencida en el escrutinio y, por tanto, subyugada. Entonces se acaba la identidad democrática entre gobernantes y gobernados, entre los que mandan y los que obedecen; la mayoría manda y la minoría tiene que obedecer. Incluso dejará de existir la aditividad aritmética, porque razonablemente sólo puede sumarse lo homogéneo".

Es la riqueza de nuestra pluralidad, y el vigor y la insistencia del reclamo de inclusión de los menos favorecidos, lo que puede convertir el momento actual en la oportunidad de llevar adelante las reformas necesarias. Los grandes intereses que a lo largo de estos años se han dedicado a parar, boicotear o descalificar diversas iniciativas legales que buscaron actualizar el orden jurídico, son hoy, paradójicamente, los mejores aliados de quienes descalifican totalmente a las instituciones. Tampoco nos asombre que, beneficiarios del inmovilismo, secunden al Presidente de la República en su abultada certidumbre de que en México los problemas se resuelven, marcha como nunca, y son los renegados de siempre quienes así no lo reconocen.

Profesor de la FCPyS de la UNAM

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